15.06.14

 

La lectura del evangelio de hoy es fundamental para entender en qué consiste la salvación:

Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios.
(Jn 3,16-18)

Lo primero en que hemos de fijarnos es en el hecho de que Dios ama al mundo. Dios ama a los hombres. No quiere que se condenen. Su paciencia es enorme. Como dicen varios salmos, el Señor es “lento para la ira y grande en misericordia“. Es precisamente esa paciencia misericordiosa la que explica que Cristo no haya vuelto todavía a juzgar a vivos y muertos: “No retrasa el Señor la promesa, como algunos creen; es que pacientemente os aguarda, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia” (2ª Ped 3,9).

¿Qué necesitamos para ser salvos? Creer en Cristo. Pero ojo, no vayamos a engañarnos en la idea de que basta un solafideísmo para ir al cielo. El propio Jesucristo advierte que si creemos EN Él pero no A Él, tenemos un grave problema. Creer en el Señor es obedecer al Señor. Y quien piensa que basta con una mera manifestación externa de fe que no vaya acompañada de una transformación interna, en la gracia de Dios, se equivoca gravemente:

Aquel, pues, que escucha mis palabras y las pone por obra, será como el varón prudente, que edifica su casa sobre roca. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, pero no cayó.
Pero el que me oye estas palabras y no las pone por obra, será semejante al necio, que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y dieron sobre la casa, y cayó con gran ruina.
Mat 7,24-27)

No en vano, los versículos que siguen inmediatamente a la lectura de hoy, advierten:

Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz por que tus obras no sean reprendidas. Pero el que obra la verdad viene a la luz, para que sus obras sean manifiestas, pues están hechas en Dios.
(Jn 3,19-21)

Aquel que es salvo, no puede guardar para sí mismo el tesoro de la salvación. Como bien dice el papa Francisco en la Evangelii Gaudium “… la alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es una alegría misionera” (EG 21) y “…cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG, 20). Por tanto, todos debemos ser instrumentos de evangelización. Entre nuestros familiares y amigos, en nuestro lugar de trabajo, en nuestros pueblos y ciudades. Cada cual conforme al estado en el que Dios le ha llamado. No todos predican, no todos son evangelizadores natos. Pero todos sí están llamados a andar en santidad de forma que sus buenas obras, hechas en la gracia de Dios, sean testimonio evangélico que lleve a la conversión de los alejados. Si Dios no te ha dado el don de la elocuencia, da por seguro que te ha dado el don de andar en sus caminos para que otros vean en ti la luz de Cristo.

En ese compartir la alegría del evangelio no podemos esconder la otra cara de la moneda. A saber, que quien no cree en Cristo ya ha sido condenado. Dios quiere que todos se salven pero no de cualquier manera y sin condición alguna. Nos salvamos como Dios quiere o, sencillamente, nos condenamos. Por tanto, una predicación que esconda la posibilidad real de condenación, sería falsa, incompleta, errónea, perniciosa. Somos portadores de buenas noticias, pero no son pocos aquellos que no aceptan una premisa previa: están condenados. Y si no se sienten condenados, ¿de qué van a querer salvarse?

Por último, nunca será suficiente todo lo que escribamos y hablemos sobre el papel de la gracia en la salvación del hombre. ¿Qué es sino gracia el sacrificio expiatorio de Cristo en la Cruz, por el cual “el castigo de nuestra paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados” (Is 53,5)? ¿qué es sino gracia el hecho de que “Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil 2,13), de tal manera que nadie pueda decir que hace el bien “por sí solo” sin la asistencia divina? ¿qué es sino gracia el que “si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad” (1 Jn 1,9)? Véanlo ustedes. Dios no solo nos perdona. Nos limpia de pecado. Nos da su Espíritu Santo para que no vivamos más esclavizados a nuestras miserias, nuestras faltas, nuestras iniquidades. Eso forma parte, sin la menor duda, de la alegría del evangelio. No se trata solo de una salvación eterna, en el cielo, sino de una salvación aquí y ahora, que nos ayuda a vivir ya la vida en comunión con Dios.

Creamos en Cristo y a Cristo. Por gracia dejemos que Cristo crezca en nosotros para así poder llevar la salvación a los demás. No permitamos que el pecado, la herejía y la falta de predicación del evangelio completo dificulte o incluso anule la misión a la que hemos sido llamados. Que en nosotros se cumpla lo dicho por el Apóstol:

…para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo y Padre de la gloria os conceda espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de El, iluminando los ojos de vuestro corazón. Con esto entenderéis cuál es la esperanza a que os ha llamado, cuáles las riquezas y la gloria de la herencia otorgada a los santos, y cuál la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud.
(Ef 1,17-19)

Amén.

Luis Fernando Pérez Bustamante