19.06.14

Juliana de Cornillon

Hace 750 años, el 11 de agosto de 1264, el papa Urbano IV instituyó la fiesta del Corpus Christi para toda la Iglesia. Aunque no fue reconocida en todas las iglesias latinas hasta que Juan XXII, durante el Concilio de Vienne, renovó la Transiturus de hoc mundo. Santo Tomás de Aquino fue encargado de preparar los textos del Oficio y de la Misa. Desde entonces disfrutamos también de poder rezar el Pange Lingua, Lauda Sion, Panis angelicus, Adoro te devote o Verbum Supernum Prodiens.

La impulsora de la fiesta fue una mujer: Santa Juliana de Cornillon. Inevitablemente recordé las audiencias de Benedicto XVI que aprovechaba para hacer catequesis. El 17 de noviembre de 2010, se la dedicó a la Santa, y cuenta el origen de la fiesta (entresaco y recomiendo su lectura):

A los 16 años [Juliana] tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.

Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. […]

A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependía su monasterio. […]

La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad […]

Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

Unos años antes, Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, escribía en 2005, en 30Giorni, sobre la fiesta y salía al paso de la cantidad de memos que han querido su abolición, alababa Trento y proponía atreverse a celebrar sin reservas la alegría de las alegrías. Lo hacía como siempre, poniéndose en primera persona como coprotagonista de lo bueno y lo malo de la época post-Vaticano II (sólo un par de párrafos):

Corpus Christi nos recuerda también las cuestiones planteadas por la renovación litúrgica, con su aportación teológica. ¿Estará bien de verdad –nos preguntábamo-s- celebrar la Eucaristía una vez al año como si fuera una visita oficial del Señor del mundo, con todos los símbolos de alegría triunfal? Se nos recordaba que la Eucaristía se instituyó en la Última Cena y que en ella alcanzó su dimensión perenne. Los signos del pan y el vino, que el Señor escogió para este misterio, recuerdan el gesto de recibir. La manera correcta de dar las gracias por la institución de la Eucaristía es, por tanto, la propia celebración eucarística, en la que celebramos su muerte y su resurrección y por Él somos constituidos como Iglesia viva.

Todo lo demás era al parecer una falsa interpretación de la Eucaristía. A esto se sumó la alarmada resistencia a todo aquello que sonara a triunfalismo: no parecía compatible con la conciencia cristiana del pecado ni con la trágica situación del mundo. Por eso la celebración del Corpus Christi se hizo incómoda. Un influyente manual de liturgia, publicado en dos volúmenes en los años 1963-1965, no menciona siquiera el Corpus Christi en su exposición del año litúrgico. Sólo contiene una tímida alusión de algo más de una página en un capítulo que lleva el título de Devociones Eucarísticas. Intenta salir del trance recurriendo a la propuesta, más bien absurda, de concluir la procesión del Corpus Christi con una comunión para los enfermos, pues en realidad la comunión de enfermos sería el único caso en el que una procesión, un recorrido con la Sagrada Forma, tendría un significado funcional.

El Concilio de Trento fue en este aspecto mucho menos rígido. Había dicho que el Corpus Christi existía para suscitar en todos la gratitud y el recuerdo del Señor. En tan pocas palabras encontramos tres razones diferentes:

  • el Corpus Christi debe reaccionar a la mala memoria del hombre;
  • debe suscitar en él sentimientos de agradecimiento y,
  • por último, tiene que ver con lo comunitario, con la fuerza unificante que proviene de la mirada al Señor.

Podríamos hablar muchísimo sobre este asunto. ¿No nos hemos vuelto enormemente irreflexivos y desmemoriados precisamente en la era de los ordenadores, de las reuniones y de las agendas (que incluso son utilizadas por los escolares)?

Y para los cenizos, continua:

El Corpus Christi es la respuesta a ese núcleo del misterio eucarístico. Una vez al año la alegría triunfal por esa victoria ocupa el centro y se acompaña al vencedor en marcha triunfal por las calles. Por eso la celebración del Corpus Christi no atenta contra la primacía de la acogida, expresada en los dones del pan y el vino. Al contrario, saca a la luz a la perfección lo que significa acoger realmente: dar al Señor el recibimiento que merece el vencedor. Recibirlo significa adorarlo; recibirlo supone decir: Quantum potes tantum aude (atrévete cuanto puedas).

Quizá estos textos nos animen a vencer la pereza y participar en la procesión del Corpus con todo el sentido, no es una manifestación es una muestra de amor, de adoración, de reparación, y como señala Ratzinger: de acción de gracias.