21.06.14

 

Dios sabe hacerse oír. Cuando quiere que su pueblo no siga por el camino de perdición, envía profetas que advierten de las consecuencias. Pero el pueblo no siempre escucha, o lo hace pero no obedece. Esto dijo a través del profeta Jeremías:

Así dice Yahvé de los ejércitos, Dios de Israel: Ve y di a los hombres de Judá y a los habitantes de Jerusalén: ¿No aprenderéis a obedecer mis palabras? Oráculo de Yahvé. Las palabras de Jonadab, hijo de Recab, son obedecidas: mandó a sus hijos no beber vino, y no lo han bebido hasta hoy, cumpliendo el mandato de su padre, y yo os he hablado tantas y tantas veces, y no me habéis obedecido.
Os he enviado una y otra vez a mis siervos los profetas para deciros: Convertios de vuestros malos caminos, enmendad vuestras obras y no os vayáis tras de los dioses ajenos para darles culto, y habitaréis la tierra que os he dado a vosotros y a vuestros padres; pero no me habéis dado oídos, no me habéis obedecido.
4)

Eso mismo hizo Dios a través de varios Papas de finales del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. Ejemplos:

… desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de «alta crítica», y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como confirmación. De otro modo, surgirán graves inconvenientes: los enemigos de la religión atacarán la autenticidad de los libros sagrados con más confianza de abrir brecha; este género de «alta crítica» que preconizan conducirá en definitiva a que cada uno en la interpretación se atenga a sus gustos y a sus prejuicios; de este modo, la luz que se busca en las Escrituras no se hará, y ninguna ventaja reportará la ciencia; antes bien se pondrá de manifiesto esa nota característica del error que consiste en la diversidad y disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los corifeos de esta nueva ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas de una vana filosofía y del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las profecías, los milagros y todos los demás hechos que traspasen el orden natural.
(Encíclica Providentíssimus Deus 40, León XXIII)

No se le hizo, o más bien no se le hace, apenas caso. Y se ha cumplido lo que profetizó. Literalmente.

 

Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio.

Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.

2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia.

… . Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen.
(Encíclica Pascendi, 1-2, San Pío X)

Lo advirtió. Apenas se le hace caso. Estamos como estamos.

53. Tampoco debe descuidarse la diligente preparación que exige la vida del misionero, por más que pueda parecer a alguno que no hay por qué atesorar tanto caudal de ciencia para evangelizar pueblos desprovistos aun de la más elemental cultura.

54. No puede dudarse, es verdad, que, en orden a salvar almas, prevalecen los medios sobrenaturales de la virtud sobre los de la ciencia; pero también es cierto que quien no esté provisto de un buen caudal de doctrina se encontrará muchas veces deficiente para desempeñar con fruto su ministerio.
(Encíclica Maximum illud, 53-54 Benedicto XV

Vean ustedes cuál es la situación actual de muchas órdenes que fueron otrora glorias misioneras.

21. Y no discrepan menos de la doctrina de la Iglesia —comprobada por el testimonio de San Jerónimo y de los demás Santos Padres— los que piensan que las partes históricas de la Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de las cosas naturales. Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del vulgo o por los testimonios falsos de otros y ni indicaron sus fuentes de información ni hicieron suyas las referencias ajenas.

22. ¿Para qué refutar extensamente una cosa tan injuriosa para nuestro predecesor y tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe entre las cosas naturales y la historia, cuando las descripciones físicas se ciñen a las cosas que aparecen sensiblemente y deben, por lo tanto, concordar con los fenómenos, mientras, por el contrario, es ley primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor a lo largo de toda su encíclica declara deber mantenerse?
….

27. Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género; hablamos de aquellos que abusan de algunos principios —ciertamente rectos si se mantuvieran en sus justos límites— hasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Si hoy viviera San Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de su palabra, al ver que con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al juicio de la Iglesia, recurren a las llamadas citas implícitas o a las narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina, o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en absoluto destruyen su autoridad.

(Encíclica Spiritus Paraclitus, 21,22, 27, Benedicto XV)

Eso se ha enseñado en seminarios, catequesis, etc. Y se sigue enseñando. Y quienes lo enseñan, no son objeto de disciplina eclesial.

En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley, dice el Espíritu Santo por Malaquías(115). Mas nadie podría decir, para encarecer la necesidad de la ciencia sacerdotal, palabras más fuertes que las que un día pronunció la misma Sabiduría divina por boca de Oseas: «Por haber tú desechado la ciencia, yo te desecharé a ti para que no ejerzas mi sacerdocio»(116). El sacerdote debe tener pleno conocimiento de la doctrina de la fe y de la moral católica; debe saber y enseñar a los fieles, y darles la razón de los dogmas, de las leyes y del culto de la Iglesia, cuyo ministro es; debe disipar las tinieblas de la ignorancia, que, a pesar de los progresos de la ciencia profana, envuelven a tantas inteligencias de nuestros días en materia de religión. Nunca ha estado tan en su lugar como ahora el dicho de Tertuliano: «El único deseo de la verdad es, algunas veces, el que no se la condene sin ser conocida»(117). Es también deber del sacerdote despejar los entendimientos de los errores y prejuicios en ellos amontonados por el odio de los adversarios. Al alma moderna, que con ansia busca la verdad, ha de saber demostrársela con una serena franqueza; a los vacilantes, agitados por la duda, ha de infundir aliento y confianza, guiándolos con imperturbable firmeza al puerto seguro de la fe, que sea abrazada con un pleno conocimiento y con una firme adhesión; a los embates del error, protervo y obstinado, ha de saber hacer resistencia valiente y vigorosa, a la par que serena y bien fundada.
(Encíclica Ad catholici sacerdotii, 44, Pío XI)

Ciertamente hay sacerdotes así, pero ¿cuántos? Recemos para que el Señor mande más obreros a la mies. Y bien dispuestos.

21. Habiéndose, pues, algunos manifiestamente separado de la doctrina cristiana, enseñada desde el principio y transmitida en todo tiempo sin interrupción, y habiendo pretendido públicamente proclamar otra doctrina, la Iglesia católica, a quien el mismo Dios ha confiado la enseñanza y defensa de la integridad y honestidad de costumbres, colocada, en medio de esta ruina moral, para conservar inmune de tan ignominiosa mancha la castidad de la unión nupcial, en señal de su divina legación, eleva solemne su voz por Nuestros labios y una vez más promulga que cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito.

Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación de todas las almas, encargamos a los confesore y a todos los que tienen cura de las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su cuidado error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven —ellos mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permite, indujera a los fieles, que le han sido confiados, a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: “Ellos son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya"[48].
(Encíclica Casti Connubii 21, Pío XI)

Dura advertiencia del Papa a los confesores que no cumplen bien su labor.

33. Pero también contra todos estos desatinos, Venerables Hermanos, permanece en pie aquella ley de Dios única e irrefrenable, confirmada amplísimamente por Jesucristo: “No separe el hombre lo que Dios ha unido"[66]; ley que no pueden anular ni los decretos de los hombres, ni las convenciones de los pueblos, ni la voluntad de ningún legislador. Que si el hombre llegara injustamente a separar lo que Dios ha unido, su acción sería completamente nula, pudiéndose aplicar en consecuencia lo que el mismo Jesucristo aseguró con estas palabras tan claras: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada del marido, adultera"[67]. Y estas palabras de Cristo se refieren a cualquier matrimonio, aun al solamente natural y legítimo, pues es propiedad de todo verdadero matrimonio la indisolubilidad, en virtud de la cual la solución del vínculo queda sustraída al beneplácito de las partes y a toda potestad secular.

No hemos de echar tampoco en olvido el juicio solemne con que el Concilio Tridentino anatematizó estas doctrinas: “Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede desatarse por razón de herejía, o de molesta cohabitación, o de ausencia afectada, sea anatema", y “si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando, en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica, enseñó y enseña que no se puede desatar el vínculo matrimonial por razón de adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera tanto el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que, abandonando al marido, se casa con otro, sea anatema".

Luego si la Iglesia no erró ni yerra cuando enseñó y enseña estas cosas, evidentemente es cierto que no puede desatarse el vínculo ni aun en el caso de adulterio, y cosa clara es que mucho menos valen y en absoluto se han de despreciar las otras tan fútiles razones que pueden y suelen alegarse como causa de los divorcios.
(Encíclica Casti Connubii 33, Pío XI)

Sin comentarios. Ya saben ustedes por qué. Sobre Trento y el sacramento del matrimonio, ya he escrito.

71. En esta escuela católica, que concuerda con la Iglesia y con la familia cristiana, no podrá jamás suceder que la enseñanza de las diversas disciplinas contradiga, con evidente daño de la educación, la instrucción que los alumnos adquieren en materia religiosa; y si es necesario dar a conocer a alumno, por escrupulosa responsabilidad de magisterio, las obras erróneas que hay que refutar, esta enseñanza se dará con una preparación y una exposición tan clara de la sana doctrina que, lejos de implicar daño, proporcionará gran provecho a la formación cristiana de la juventud.
(Encíclica Divini Illius Magistri, 71, Pío XI)

¿En cuántas escuelas, institutos y universidades católicas no se cumple tal cosa?

16. Sólo que los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose de que aquí se trata de la palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación fue por el mismo Dios encomendada a la Iglesia, no menos diligentemente tengan cuenta de las exposiciones y declaraciones del Magisterio de la Iglesia y asimismo de la explicación dada por los Santos Padres, como también de la «analogía de la fe», según sabiamente advirtió León XIII en las letras encíclicas Providentissimus Deus. Traten también con singular empeño de no exponer únicamente —cosa que con dolor vemos se hace en algunos comentarios— las cosas que atañen a la historia, arqueología, filología y otras disciplinas por el estilo, sino que, sin dejar de aportar oportunamente aquéllas en cuanto puedan contribuir a la exégesis, muestren principalmente cuál es la doctrina teológica de cada uno de los libros o textos respecto de la fe y costumbres, de suerte que esta exposición de los mismos no solamente ayude a los doctores teólogos para proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que sea también útil a los sacerdotes para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, finalmente, sirva a todos los fieles para llevar una vida santa y digna de un hombre cristiano.
(Encíclica Divino afflante Spiritu, 16, Pío XII)

Cuarenta y cinco años después, Benedicto XVI tuvo que advertir de las consecuencias de no hacer caso a Pío XII. Escribí post al respecto:
Oportunísima intervención de Benedicto XVI en el Sínodo

9. En las materias de la teología, algunos pretenden disminuir lo más posible el significado de los dogmas y librar el dogma mismo de la manera de hablar tradicional ya en la Iglesia y de los conceptos filosóficos usados por los doctores católicos, a fin de volver, en la exposición de la doctrina católica, a las expresiones empleadas por las Sagradas Escrituras y por los Santos Padres. Así esperan que el dogma, despojado de los elementos que llaman extrínsecos a la revelación divina, se pueda coordinar fructuosamente con las opiniones dogmáticas de los que se hallan separados de la Iglesia, para que así se llegue poco a poco a la mutua asimilación entre el dogma católico y las opiniones de los disidentes.
… es evidente que estas tendencias no sólo conducen al llamado relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen, pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan.

… Por todas estas razones, pues, es de suma imprudencia el abandonar o rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido, expresado y perfeccionado —con un trabajo de siglos— para expresar las verdades de la fe, cada vez con mayor exactitud, y (suma imprudencia es) sustituirlas con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva filosofía, que, como las hierbas del campo, hoy existen, y mañana caerían secas; aún más: ello convertiría el mismo dogma en una caña agitada por el viento. Además de que el desprecio de los términos y nociones que suelen emplear los teóricos escolásticos conducen forzosamente a debilitar la teología llamada especulativa, la cual, según ellos, carece de verdadera certeza, en cuanto que se funda en razones teológicas.

…Por desgracia, estos amigos de novedades fácilmente pasan del desprecio de la teología escolática a tener en menos y aun a despreciar también el mismo Magisterio de la Iglesia, que con su autoridad tanto peso ha dado a aquella teología. Presentan este Magisterio como un impedimento del progreso y como un obstáculo de la ciencia; y hasta hay católicos que lo consideran como un freno injusto, que impide que algunos teólogos más cultos renueven la teología. Y aunque este sagrado Magisterio, en las cuestiones de fe y costumbres, debe ser para todo teólogo la norma próxima y universal de la verdad (ya que a él ha confiado nuestro Señor Jesucristo la custodia, la defensa y la interpretación del todo el depósito de la fe, o sea, las Sagradas Escrituras y la Tradición divina), sin embargo a veces se ignora, como si no existiese, la obligación que tienen todos los fieles de huir de aquellos errores que más o menos se acercan a la herejía, y, por lo tanto, de observar también las constituciones y decretos en que la Santa Sede ha proscrito y prohibido las tales opiniones falsas.
(Encíclica Humani Generis 9-12, Pío XII)

¿Se acuerdan ustedes de aquello de “para que ya no seamos niños, que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina a capricho de los engaños de los hombres y de las astutas maquinaciones del error” (Ef 4,14)? San Pablo lo advirtió. Pío XII dijo que pasaría. Finalmente ha pasado.

Cito otra vez de esa misma encíclica:

13. Afirmaciones éstas, revestidas tal vez de un estilo elegante, pero que no carecen de falacia. Pues es verdad que los Romanos Pontífices, en general, conceden libertad a los teólogos en las cuestiones disputadas —en distintos sentidos— entre los más acreditados doctores; pero la historia enseña que muchas cuestiones que algún tiempo fueron objeto de libre discusión no pueden ya ser discutidas.

14. Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.

Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a mí me oye; y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas pertenece ya —por otras razones— al patrimonio de la doctrina católica. Y si los sumos pontífices, en sus constituciones, de propósito pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente que, según la intención y voluntad de los mismos pontífices, esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre los teólogos.
(Encíclica Humani Generis 13-14, Pío XII)

Pues nada. Como si tal cosa. Se vuelven a discutir doctrinas que la Iglesia ha cerrado de forma definitiva e incluso dogmática. Y eso solo trae confusión y oscuridad al pueblo de Dios.

11. Ahora bien: si, por una parte, vemos con dolor que en algunas regiones el sentido, el conocimiento y el estudio de la liturgia son a veces escasos o casi nulos, por otra observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética.

12. La pureza de la fe y de la moral debe ser la norma característica de esta sagrada disciplina, que tiene que conformarse absolutamente con las sapientísimas enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto, deber nuestro alabar y aprobar todo lo que está bien hecho, y reprimir o reprobar todo lo que se desvía del verdadero y justo camino.

13. No crean, sin embargo, los inertes y los tibios que cuentan con nuestro asenso porque reprendemos a los que yerran y ponemos freno a los audaces; ni los imprudentes se tengan por alabados cuando corregimos a los negligentes y a los perezosos.
(Encíclica Mediator Dei, 11-13, Pío XII)

Como ven ustedes, la presencia de “inventores de movidas litúrgicas erróneas” es algo anterior al Concilio Vaticano II. Pero entonces se les reprimía siempre.

77. El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia, es un claro y hermoso signo de la unidad y un antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina. No quita esto que el empleo de la lengua vulgar en muchos ritos, efectivamente, pueda ser muy útil para el pueblo.
(Encíclica Mediator Dei 77, Pío XII)

¿Dónde está hoy el “claro y hermoso signo de la unidad” y “antídoto eficaz contra toda corrupción de la pura doctrina"?

81. Así como ningún católico sensato puede rechazar las fórmulas de la doctrina cristiana compuestas y decretadas con grande utilidad por la Iglesia, inspirada y asistida por el Espíritu Santo, en épocas recientes, para volver a las fórmulas de los antiguos concilios, ni puede repudiar las leyes vigentes para retornar a las prescripciones de las antiguas fuentes del Derecho canónico; así, cuando se trata de la sagrada liturgia, no resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias.
(Encíclica Mediator Dei 81, Pío XII)

Aviso claro y rotundo a quienes desprecian una reforma litúrgica promovida y aprobada por la Iglesia. Tampoco le hicieron caso muchos.

5. No hay necesidad más urgente, venerables hermanos, que la de dar a conocer las inconmensurables riquezas de Cristo (Ef 3,8) a los hombres de nuestra época. No hay empresa más noble que la de levantar y desplegar al viento las banderas de nuestro Rey ante aquellos que han seguido banderas falaces y la de reconquistar para la cruz victoriosa a los que de ella, por desgracia, se han separado. ¿Quién, a la vista de una tan gran multitud de hermanos y hermanas que, cegados por el error, enredados por las pasiones, desviados por los prejuicios, se han alejado de la verdadera fe en Dios y del salvador mensaje de Jesucristo; quién, decimos, no arderá en caridad y dejará de prestar gustosamente su ayuda? Todo el que pertenece a la milicia de Cristo, sea clérigo o seglar, ¿por qué no ha de sentirse excitado a una mayor vigilancia, a una defensa más enérgica de nuestra causa viendo como ve crecer temerosamente sin cesar la turba de los enemigos de Cristo y viendo a los pregoneros de una doctrina engañosa que, de la misma manera que niegan la eficacia y la saludable verdad de la fe cristiana o impiden que ésta se lleve a la práctica, parecen romper con impiedad suma las tablas de los mandamientos de Dios, para sustituirlas con otras normas de las que están desterrados los principios morales de la revelación del Sinaí y el divino espíritu que ha brotado del sermón de la montaña y de la cruz de Cristo? Todos, sin duda, saben muy bien, no sin hondo dolor, que los gérmenes de estos errores producen una trágica cosecha en aquellos que, si bien en los días de calma y seguridad se confesaban seguidores de Cristo, sin embargo, cuando es necesario resistir con energía, luchar, padecer y soportar persecuciones ocultas y abiertas, cristianos sólo de nombre, se muestran vacilantes, débiles, impotentes, y, rechazando los sacrificios que la profesión de su religión implica, no son capaces de seguir los pasos sangrientos del divino Redentor.
(Encíclica Summi Pontificatus, 5, Pío XII)

Confieso que, como seglar de la milicia de Cristo, me ha emocionado ese texto de Pío XII. No lo había leído antes. Es un regalo del cielo.

20. Hoy día los hombres, venerables hermanos, añadiendo a las desviaciones doctrinales del pasado nuevos errores, han impulsado todos estos principios por un camino tan equivocado que no se podía seguir de ello otra cosa que perturbación y ruina. Y en primer lugar es cosa averiguada que la fuente primaria y más profunda de los males que hoy afligen a la sociedad moderna brota de la negación, del rechazo de una norma universal de rectitud moral, tanto en la vida privada de los individuos como en la vida política y en las mutuas relaciones internacionales; la misma ley natural queda sepultada bajo la detracción y el olvido.
(Encíclica Summi Pontificatus, 10, Pío XII)

Dicho en 1939. Confirmado, ratificado, aumentado y explícita y notoriamente presente 75 años después.

Venerables hermanos: La Iglesia, esposa amada del Salvador divino, ha permanecido siempre santa e inmaculada en sí misma por la fe que la ilumina, por los sacramentos que la santifican, por las leyes que la gobiernan, por los numerosos miembros que la embellecen con el decoro de heroicas virtudes. Pero hay también hijos olvidadizos de su vocación y de su elección que prostituyen en sí mismos la belleza celestial y no reflejan en sí la divina semblanza de Jesucristo. Pues bien, Nos queremos dirigir a todos, más que palabras de reproche y de amenaza, una paternal exhortación a tener presente esta consoladora enseñanza del Concilio de Trento, eco fidelísimo de la doctrina católica: “Revestidos de Cristo en el Bautismo” (Ga 3, 27), por medio de él nos convertimos de hecho en una criatura nueva alcanzando la plena e integral remisión de todos los pecados; a tal novedad e integridad no podemos llegar, sin embargo, por medio del Sacramento de la penitencia sin nuestro gran dolor y fatiga, exigiéndose esto por la justicia divina, de modo que la penitencia ha sido justamente llamada por los Santos Padres una especie de laborioso bautismo.
(Encíclica Paenitentiam Agere, San Juan XXIII)

Sin reproche y sin amenaza, sino en plan paternal, pero ¿cuál es la situación actual del sacramento de la Penitencia?

Todos, por tanto, están obligados a abrazar la doctrina del Evangelio. Si se la rechaza, vacilan los mismos fundamentos de la verdad, de la honestidad y de la civilización.
(Encíclica Ad Petri Cathedram, San Juan XXIII)

Hoy no vacilan. Se desploman.

Los que empero, de propósito y temerariamente, impugnan la verdad conocida, y con la palabra, la pluma o la obra usan las armas de la mentira para ganarse la aprobación del pueblo sencillo y modelar, según su doctrina, las mentes inexpertas y blandas de los adolescentes, esos tales cometen, sin duda, un abuso contra la ignorancia y la inocencia ajenas y llevan a cabo una obra absolutamente reprobable.

No podemos, pues, menos de exhortar a presentar la verdad con diligencia, cautela y prudencia a todos los que, principalmente a través de los libros, revistas y diarios, hoy tan abundantes, ejercen marcado influjo en la mente de los lectores, sobre todo de los jóvenes, y en la formación de sus opiniones y costumbres. Por Su misma profesión tienen ellos el deber gravísimo de propagar no la mentira, el error, la obscenidad, sino solamente lo verdadero y todo lo que principalmente conduce no al vicio, sino a la práctica del bien y la virtud.

… A todo esto tenemos hoy que añadir, como vosotros bien lo sabéis, venerables hermanos y queridos hijos, las audiciones radiofónicas y las funciones de cine y de televisión, espectáculos estos últimos que fácilmente se tienen en casa. Todos estos medios pueden servir de invitación y estímulo para el bien, la honestidad y aun la práctica de las virtudes cristianas; sin embargo, no raras veces, por desgracia, sirven, principalmente a los jóvenes, de incentivo a las malas costumbres, al error y a una vida viciosa.
(Encíclica Ad Petri Cathedram, San Juan XXIII)

Tampoco se ha hecho caso a esa advertencia del “Papa bueno". El “no raras veces” es hoy el pan nuestro de cada día.

Tampoco faltan los que, si bien no impugnan de propósito la verdad, adoptan, sin embargo, ante ella una actitud de negligencia y sumo descuido, como si Dios no les hubiera dado la razón para buscarla y encontrarla. Tan reprobable modo de actuar conduce, como por espontáneo proceso, a esta absurda afirmación: todas las religiones tienen igual valor, sin diferencia alguna entre lo verdadero y lo falso. «Este principio —para usar las palabras de nuestro mismo predecesor— lleva necesariamente a la ruina todas las religiones, particularmente la católica, la cual, siendo entre todas la única verdadera, no puede ser puesta al mismo nivel de las demás sin grande injuria» [9]. Por lo demás, negar la diferencia que existe entre cosas tan contradictorias entre sí, derechamente conduce a la nefasta conclusión de no admitir ni practicar religión alguna. ¿Cómo podría Dios, que es la verdad, aprobar o tolerar la indiferencia, el descuido, la ignorancia de quienes, tratándose de cuestiones de las cuales depende nuestra eterna salvación, no se preocupan lo más mínimo de buscar y encontrar las verdades necesarias ni de rendir a Dios el culto debido solamente a El?
(Encíclica Ad Petri Cathedram, San Juan XXIII)

Vean ustedes ahí el germen de la necesaria e imprescindible Dominus Iesus

Quienes se proponen defender los derechos económicos del pueblo tienen en la doctrina social cristiana. rectas y seguras normas, que, puestas debidamente en práctica, bastarán para satisfacer esos derechos. Por lo cual nunca deben acudir a los defensores de doctrinas condenadas por la Iglesia. Es verdad que éstos atraen con falsas promesas. Pero en realidad allí donde ejercen el poder público se esfuerzan con audacia temeraria en arrancar de las almas de los ciudadanos los supremos valores espirituales, es decir, la fe cristiana, la esperanza cristiana, los mandamientos cristianos. Asimismo restringen o aniquilan completamente lo que exaltan hasta las nubes los hombres de hoy día, a saber: la justa libertad y la verdadera dignidad debida a la persona humana. De esta manera, se empeñan en echar por tierra los fundamentos de la civilización cristiana.
(Encíclica Ad Petri Cathedram, San Juan XXIII)

Lo cierto es que los poderes públicos en multitud de países ya han arrancado del alma de los ciudadanos los supremos valores espirituales. O están en ello.

Con razón afirma también nuestro predecesor Pío XII que la época actual se distingue por un claro contraste entre el inmenso progreso realizado por las ciencias y la técnica y el asombroso retroceso que ha experimentado el sentido de la dignidad humana. «La obra maestra y monstruosa, al mismo tiempo, de esta época, ha sido la de transformar al hombre en un gigante del mundo físico a costa de su espíritu, reducido a pigmeo en el mundo sobrenatural y eterno» (Radiomensaje navideño del 24 de diciembre de 1943; cf. Acta Apostolicae Sedis 36 (1944) p. 10).

Una vez más se verifica hoy en proporciones amplísimas lo que afirmaba el Salmista de los idólatras: que los hombres se olvidan muchas veces de sí mismos en su conducta práctica, mientras admiran sus propias obras hasta adorarlas como dioses: «Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres»
(Encíclica Mater et Magistra, 243-4, San Juan XXIII)

Cincuenta y tres años después, estamos bastante peor.

Constitución Apostólica Veterum Sapientia (San Juan XXIII)

No cito nada. Léanla entera. Analicen en qué se le ha hecho caso. Y saquen sus propias conclusiones.

Hasta aquí llega esta recopilación. Podría incluir también el magisterio de Pablo VI y los papas posteriores, que ciertamente abundan en no pocos de los puntos aportados por sus predecesores. Pero he preferido quedarme en el Papa que nos trajo el último concilio.

Dios ha hablado a su Iglesia y al mundo por medio de todos esos Papas. A lo largo de la historia han existido Papas igual de firmes, contundentes y proféticos. Pero sin duda, no ha habido nunca una sucesión de ellos tan completa como la que el Señor nos ha regalado en el último siglo y medio. Lo que advirtieron que pasaría si no se hacía caso a sus indicaciones, ha pasado. Tanto en la Iglesia como en el mundo. Debemos volver a ellos, y a sus enseñanzas, para encontrar la luz que nos ayude a salir de la situación.

Luis Fernando Pérez Bustamante