23.06.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Irradiando a Cristo

Sagrado Corazón de Jesús

”Oh, amado Jesús.
Ayúdame a esparcir Tu fragancia
por donde quiera que vaya.
Inunda mi alma con Tu Espíritu y Vida.
Penetra y posee todo mi ser tan completamente, que mi vida entera sea un resplandor de la Tuya.
Brilla a través de mí y permanece tan dentro de mí, que cada alma con que me encuentre pueda sentir Tu presencia en la mía.
¡Permite que no me vean a mí sino solamente a Jesús!

Quédate conmigo y empezaré a resplandecer como Tú, a brillar tanto que pueda ser una luz para los demás. La luz oh, Jesús, vendrá toda de Ti, nada de ella será mía;
serás Tú quien resplandezca
sobre los demás a través de mi.
Brillando sobre quienes me rodean,
permíteme alabarte como mas te gusta.

Permíteme predicarte sin predicar,
no con palabras sino a través de mi ejemplo,
a través de la fuerza atractiva,
de la influencia armoniosa de todo lo que haga,
de la inefable plenitud del amor
que existe en mi corazón por Ti.
Amen. ”

(Oración que rezan las Misioneras de la Caridad, de la Madre Teresa, después de la misa cada día).

Los cristianos o, lo que es lo mismo, los que nos consideramos discípulos de Cristo, sabemos que eso supone mucho.

Es bien cierto que en demasiadas ocasiones ocultamos que lo somos porque nos puede el respeto humano y no sabemos, a corazón cierto, a qué atenernos siendo tan fácil.

No podemos, sin embargo, causar tal desazón al Hijo de Dios porque no puede ser del gusto de Quien todo lo dio por nosotros ver como sus hermanos lo dejan tirado o escondido debajo de cualquier celemín.

Dejó escrito San Josemaría que debíamos reflejar la vida de Jesucristo al haberla, por lo menos, leído (cf Camino, 2) Tal es la realidad que debemos reflejar. Sin embargo, debemos pedir a Jesús que nos ayude a cumplir con tan importante labor.

Pedimos a Cristo que sea nuestra fragancia para poder esparcirla allá donde vayamos y donde estemos. Aquellos que no conocen a Jesús o que, si le conocen han olvidado que es Quien es, deben recordar, gracias a nuestra propia evangelización filial, que el Hijo es, además, hermano nuestro. Así seremos buenos hermanos, a su vez, del Emmanuel.

No es, sin embargo, poco lo que le pedimos pues bien sabemos que tenemos cierta tendencia a olvidar esta tan grave obligación.

Sabemos, de todas formas, que Jesús nos escucha. Y que lo hace siempre.

Por eso demandamos, de su bondad y misericordia, que no nos abandone nunca y que siempre esté con nosotros. Sabemos que lo está pero no podemos, ¡qué menos!, que pedir al Entregado por nosotros que seamos capaces de sentir su presencia en nuestra vida.

Nos dijo Jesús que deberíamos permanecer en Él y, así, Él permanecería en nosotros (“permaneced en mí, permaneced en mí, os dice el Señor; permaneced en mi, permaneced en mí y en vosotros, yo” dice una canción catequética, por ejemplo)

Sólo así, pidiendo su permanencia en nuestro corazón, será posible que, de nosotros, irradie el amor que Cristo nos da; que seamos luz porque Él es luz; que seamos sal porque Él lo fue mientras vivió entre aquellos otros nosotros y porque lo es ahora y siempre lo será.

Y, sin embargo, no debemos ser nosotros los que nos gloriemos de lo que hacemos pues ha de ser Cristo quien resplandezca… a través de nosotros. Pero es Él quien ha de ser, decimos, luz y nosotros, pedir que así sea.

Hay un aspecto, de todas formas, que no podemos olvidar y que tiene mucho que ver con cómo predicamos a Cristo. Y se trata del hacer, de la imagen que damos a los demás de nuestro ser discípulos de tan Gran Señor. Por eso, en cada cosa que hacemos debe reflejarse que lo somos y en cada ocasión que sea eso posible, que deben ser todas, debemos mostrar que somos hermanos, nada más y nada menos, que del Hijo de Dios.

Y eso también se lo pedimos a Cristo que sabemos nos escucha.

En realidad, Dios ha de querer que se vea, en nosotros, de Quien somos hermanos.

Eleuterio Fernández Guzmán