24.06.14

Como hoy cuenta InfoCatólica, España va camino de convertirse en un país lleno de ancianos y sin niños. Pero no sólo España, una parte importante del mundo occidental. Que el número de nacimientos por hijo continúe bajando hasta el 1,26 (para que se mantenga la población es necesario que sea 2,1) es un dato aterrador y significativo.

Al margen de las causas morales, este dato refleja un tema que se esconde vergonzantemente porque tira al traste con todo el planteamiento ideológico nacido del Mayo del 68. Como brillantemente escribió el profesor Ignacio García de Leániz hace un mes, «El tabú de nuestro invierno demográfico», señalando tres aspectos:

  • el tabú y la negación de la realidad que imposibilita su remedio
  • las consecuencias de políticas contra la dignidad de las personas, y
  • el fenómeno como manifestación de una realidad que no se quiere afrontar: es a propia sociedad la que renuncia a continuar desmontando el mito del progreso, o más bien el mito del progresismo. Como si una especie de demiurgo darwinista hubiese determinado que «esta sociedad» no debe continuar. Ejemplos históricos haylos.

García de Leániz describe una consecuencia inmediata: la eutanasia activa a los «elementos» improductivos:

Para entender lo que se nos avecina en esta «sociedad terminal» conviene familiarizarse ya con un baremo cuyas siglas en inglés son OADR, Old Age Dependency Ratio –o tasa de dependencia–. Consiste en el índice demográfico que expresa la relación existente entre la población dependiente y la población productiva de la que aquella depende. Según Naciones Unidas si en España tenemos actualmente un OADR del 26% (un jubilado cada cuatro activos) en 2050 pasará al 68% (dos jubilados por cada cuatro activos). Reparemos que Japón posee desde 2011 un OADR del 58%, con casi una cuarta parte de sus 128 millones de habitantes mayores de 60 años. Y cuando las cosas están así de alteradas, no extrañe que las peores amenazas políticas vayan tomando cuerpo. Baste, para verlas venir, recordar que el año pasado en Japón su ministro de Finanzas, Taro Aso, solicitó muy seriamente a los ancianos japoneses que «se dieran prisa en morir» para que de esta manera el Estado no tenga que pagar su atención médica. Son los heraldos negros de las políticas reactivas que postergan una y otra vez las verdaderas cuestiones que dilucidan el futuro mismo de nuestra civilización. Y los precios de la esterilidad de nuestra languidez.

Y es que a lo mejor convendría sustituir la pregunta «¿qué podemos hacer con nuestros ancianos?» –que siempre es una pregunta aviesa–, por otra de mayor calado y altura política: «¿Por qué no tenemos hijos?» y dejar de soslayarla como un tabú como reconocía Tony Blair. Es decir, plantearnos qué secreto anida inconscientemente en el alma española para preferir vivir en una sociedad de términos que en otra de comienzos cuya esterilidad traerá una alteración profundísima de la manera de vivir. Y nada buena.

Y, con cierto arrojo, también apunta al fin del progresismo, un modo de vida que no quiere ser transmitido:

Claro que la pregunta es ciertamente incómoda por cuanto el examen de algunas respuestas pone en franca evidencia el mito político del progreso en su doble vertiente económica y vital. Si no tenemos hijos suficientes para asegurar la supervivencia de nuestra sociedad (recordemos, 2,1 hijos) por el encarecimiento del vivir, entonces el progreso económico tiene mucho de falsa ilusión que no resiste esta prueba inmediata de realidad. Y si no tenemos hijos porque creemos íntimamente que la vida en el fondo no merece ser trasmitida –siguiendo los dictados de la última gran revolución occidental del Mayo del 68– ello supone una cantidad muy alta de angustia y neurosis existencial difícilmente soportable. El tabú sobre nuestra catástrofe demográfica tendría pues una doble función política e individual:

  • la primera silenciaría para el poder político si la economía está realmente al servicio de la persona y
  • la segunda nos evitaría un examen personal sobre nuestro vivir (o sinvivir).

Y si acaso existe algo más que nuestra mera soberanía. Además de revelarnos la inmensa paradoja que entrevió Arendt entre la omnipotencia técnica del hombre moderno y la impotencia de esos mismos hombres para vivir en este mundo. Es muy improbable que el personaje de El Grito de Munch tuviera hijos.

El análisis del profesor García de Leániz carece de referencias religiosas, y quizá también por eso de un toque de esperanza, tanto en la capacidad del hombre de corresponder a la Gracia como a la propia acción directa del Señor de la Historia. En cualquier caso es un buen exámen de conciencia para los responsables políticos y para cada uno de nosotros, esto también es Doctrina Social de la Iglesia.

No pasa nada porque esta sociedad se extinga, ya lo hicieron otras en el pasado. No confundamos «civilización moderna» con cristianismo.