26.06.14

San Josemaría

Al que esto escribe le gusta recordar, en determinados momentos, aquello que puede resultar importante para quien esto pueda leer. En realidad no se trata más que de un gusto particular pero como en materia de fe hay muchas similitudes entre creyentes, no es nada descabellado que haya muchos hermanos en la fe que estén de acuerdo con lo que aquí se diga.

Resulta que hoy es 26 de junio y, por tanto, entre otros santos, recuerda la Iglesia católica a un santo muy particular como es San Josemaría.

Al respecto de este notable santo, quien era conocido como cardenal con el nombre de Josep Ratzinger publicó en “L’Osservatore Romano” lo siguiente sobre quien hoy recordamos (es un poco extenso pero vale la pena):

“Siempre me ha llamado la atención el sentido que Josemaría Escrivá daba al nombre Opus Dei; una interpretación que podríamos llamar biográfica y que permite entender al fundador en su fisonomía espiritual. Escrivá sabía que debía fundar algo, y a la vez estaba convencido de que ese algo no era obra suya: él no había inventado nada: sencillamente el Señor se había servido de él y, en consecuencia, aquello no era su obra, sino la Obra de Dios. Él era solamente un instrumento a través del cual Dios había actuado.

Al considerar esta actitud me vienen a la mente las palabras del Señor recogidas en el evangelio de San Juan 5,17: ‘Mi Padre obra siempre’. Son palabras expresadas por Jesús en el curso de una discusión con algunos especialistas de la religión que no querían reconocer que Dios puede trabajar en el día del sábado. Un debate todavía abierto y actual, en cierto modo, entre los hombres –también cristianos– de nuestro tiempo. Algunos piensan que Dios, después de la creación, se ha ‘retirado’ y ya no muestra interés alguno por nuestros asuntos de cada día. Según este modo de pensar, Dios no podría intervenir en el tejido de nuestra vida cotidiana; sin embargo, en las palabras de Jesucristo encontramos la respuesta contraria. Un hombre abierto a la presencia de Dios se da cuenta de que Dios obra siempre y de que también actúa hoy; por eso debemos dejarle entrar y facilitarle que obre en nosotros. Es así como nacen las cosas que abren el futuro y renuevan la humanidad.

Todo esto nos ayuda a comprender por qué Josemaría Escrivá no se consideraba ‘fundador’ de nada, y por qué se veía solamente como un hombre que quiere cumplir una voluntad de Dios, secundar esa acción, la obra -en efecto- de Dios. En este sentido, constituye para mí un mensaje de gran importancia el teocentrismo de Escrivá de Balaguer: está en coherencia con las palabras de Jesús esa confianza en que Dios no se ha retirado del mundo, porque está actuando constantemente, y en que a nosotros nos corresponde solamente ponernos a su disposición, estar disponibles, siendo capaces de responder a su llamada. Es un mensaje que ayuda también a superar lo que puede considerarse como la gran tentación de nuestro tiempo: la pretensión de pensar que después del big bang, Dios se ha retirado de la historia. La acción de Dios no ‘se ha parado’ en el momento del big bang, sino que continúa en el curso del tiempo, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de los hombres.

El fundador de la Obra decía: ‘Yo no he inventado nada, es Otro quien lo ha hecho todo. Yo he procurado estar disponible y servirle como instrumento’. Esta palabra, y toda la realidad que llamamos Opus Dei, está profundamente ensamblada con la vida interior del Fundador, que aún procurando ser muy discreto en este punto, da a entender que permanecía en diálogo constante, en contacto real con Aquel que nos ha creado y obra por nosotros y con nosotros. De Moisés se dice en el libro del Éxodo (33,11) que Dios hablaba con él ‘cara a cara, como un amigo habla con un amigo’. Me parece que, si bien el velo de la discreción esconde algunas pequeñas señales, hay fundamento suficiente para poder aplicar muy bien a Josemaría Escrivá eso de ‘hablar como un amigo habla con un amigo’, que abre las puertas del mundo para que Dios pueda hacerse presente, obrar y transformar todo.

En esta perspectiva se comprende mejor qué significa santidad y vocación universal a la santidad. Conociendo un poco la historia de los santos, sabiendo que en los procesos de canonización se busca la virtud ‘heroica’ podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado de la santidad porque tendemos a pensar: ‘Esto no es para mí’. ‘Yo no me siento capaz de realizar virtudes heroicas’. ‘Es un ideal demasiado alto para mí’. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos ‘grandes’ de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, pecadores normales. Tendríamos una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ya fue corregida –y esto me parece un punto central– por el propio Josemaría Escrivá.

Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de ‘gimnasta’ de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para llevarlos a cabo las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión terminológica, porque el adjetivo ‘heroico’ ha sido con frecuencia mal interpretado. Virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad.

Ser santo no comporta ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida. La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz. Cuando Josemaría Escrivá habla de que todos los hombres estamos llamados a ser santos, me parece que en el fondo está refiriéndose a su personal experiencia, porque nunca hizo por sí mismo cosas increíbles, sino que se limitó a dejar obrar a Dios. Y por eso ha nacido una gran renovación, una fuerza de bien en el mundo, aunque permanezcan presentes todas las debilidades humanas. Verdaderamente todos somos capaces, todos estamos llamados a abrirnos a esa amistad con Dios, a no soltarnos de sus manos, a no cansarnos de volver y retornar al Señor hablando con Él como se habla con un amigo sabiendo, con certeza, que el Señor es el verdadero amigo de todos, también de todos los que no son capaces de hacer por sí mismos cosas grandes.

Por todo esto he comprendido mejor la fisonomía del Opus Dei: la fuerte trabazón que existe entre una absoluta fidelidad a la gran tradición de la Iglesia, a su fe, con desarmante simplicidad, y la apertura incondicionada a todos los desafíos de este mundo, sea en el ámbito académico, en el del trabajo ordinario, en la economía, etc. Quien tiene esta vinculación con Dios, quien mantiene un coloquio ininterrumpido con Él, puede atreverse a responder a nuevos desafíos, y no tiene miedo; porque quien está en las manos de Dios, cae siempre en las manos de Dios. Es así como desaparece el miedo y nace el coraje de responder a los retos del mundo de hoy.”

San Josemaría

Vemos, pues, que el ahora emérito Benedicto XVI comprendía (y estamos seguros que sigue comprendiendo) la especial naturaleza espiritual de aquel hombre que, siendo joven sacerdote no dejaba de catequizar a los niños más pobres de Madrid a los que, él mismo lo escribía y repetía siempre que se le preguntaba, debía quitar los mocos de la cara antes de empezar su santa labor espiritual.

Para muchos enemigos de la Obra pero, sobre todo, de San Josemaría, a quien hacen diana de sus críticas habiendo pasado muchos años desde que fuera llamado por Dios a su Casa, debe ser sorprendente que dijera, a quien quisiera escucharlo, que él no era nada sin Dios y que era Dios quien actuaba, en todo caso, utilizándolo a Él como instrumento.

Sin embargo, a nosotros no nos sorprende nada que se digan tales cosas porque con ellas no es que se quiera hacer daño a quien fundo la Obra (que también) sino que se hace uso de la maldad para ponerle el dejo en el ojo a Dios mismo que fue quien “sopló” (al fin y al cabo el Espíritu Santo comunica así las cosas del Creador) al corazón de aquel sacerdote que completaba sus estudios en Madrid, que debía dar un paso muy importante y construir, nada más y nada menos, que Su Obra, la de Dios. Y eso, reconozcámoslo, no viene nada bien a los enemigos del Todopoderoso ni al Príncipe de este mundo, primus inter pares de los que odian al Creador.

Por otra parte, como era, y es, más que “normal” sentar maledicencias sobre la Obra fundada por San Josemaría, dejó bien claro, para que nadie se llevase a engaño, cuál era la misión central y los objetivos que tenía (y damos por seguro que tiene) el Opus Dei. Y la respuesta se recoge en Conversaciones, 24:

“El Opus Dei pretende ayudar a las personas que viven en el mundo —al hombre corriente, al hombre de la calle—, a llevar una vida plenamente cristiana, sin modificar su modo normal de vida, ni su trabajo ordinario, ni sus ilusiones y afanes. Por eso, en frase que escribí hace ya muchos años, se puede decir que el Opus Dei es viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo. Es recordar a los cristianos las palabras maravillosas que se leen en el Génesis: que Dios creó al hombre para que trabajara. Nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que se pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. El trabajo no es sólo uno de los más altos de los valores humanos y medio con el que los hombres deben contribuir al progreso de la sociedad: es también camino de santificación.

Si se quiere buscar alguna comparación, la manera más fácil de entender el Opus Dei es pensar en la vida de los primeros cristianos. Ellos vivían a fondo su vocación cristiana; buscaban seriamente la perfección a la que estaban llamados por el hecho, sencillo y sublime del Bautismo. No se distinguían exteriormente de los demás ciudadanos. Los fieles del Opus Dei son personas comunes; desarrollan un trabajo corriente; viven en medio del mundo como lo que son: ciudadanos cristianos que quieren responder cumplidamente a las exigencias de su fe”.

Nosotros celebramos, en este día, la existencia de una persona que supo conocer la espiritualidad a la que pertenecía desde su bautismo y quien supo escuchar a Dios cuando le inspiró, en su corazón, la importancia que tenía la vida ordinaria y que, en ella, se le podía encontrar. Y actuó en consecuencia promoviendo un movimiento eclesial católico en el que se destaca, precisamente, al importancia que tiene lo pequeño y que, tantas veces, se desprecia.

Celebramos, por tanto, que Dios quiso suscitar, entre sus hijos, a quien supiera cumplir con su voluntad a pesar de todos los pesares que tuvo que soportar, en vida, el sacerdote aragonés ido a Madrid para mejorar su formación y, desde allí, supo ir, precisamente, al cielo donde mora junto a los mejores de entre los hijos de Dios.

Desde allí seguro que ve lo que hacen aquellos que el Creador tiene por suyos (pues lo somos) pero que, a veces, desprecian la filiación divina y esconden la unidad de vida en algún cajón o bajo cualquier celemín.

San Josemaría

Celebramos, también, a quien supo imprimir una característica muy propia de su personalidad: la santa cabezonería que le impulsó a no cejar en la construcción del Opus Dei por muchos obstáculos que se pusieran por delante y por muchas incomprensiones que, aún hoy día, se repetían y se repiten.

Y celebramos hoy (aunque habría que hacerlo todos los días por merecimientos propios) a quien supo darse cuenta que cuando Cristo pasa por el corazón de un hombre no puede, éste, mirar para otro lado sino, muy al contrario, sopesar lo que eso significa en su existencia de hijo de Dios.

Y por cierto, los más avispados se habrán dado cuenta de que, en la imagen de arriba, acompaña a San Josemaría una persona también muy importante en la vida de la Obra. En efecto, el casi Beato don Álvaro del Portillo.

Y es que, como diría aquel, lo bueno abunda.

Eleuterio Fernández Guzmán