4.07.14

 

“Dime en qué crees y te diré quién eres”, suele decirse.

Los antepasados de Monteczuma, lejos de ser los precursores del “amor y paz” de los años ’60 o de la New Age moderna, eran cultores de la guerra y la sangre.

Para los aztecas había un conflicto bélico perpetuo que se desataba en el cielo y descendía hasta la tierra: el sol, al levantarse, expulsaba con sus rayos a la luna y a las estrellas trayendo el nuevo día, pero al caer la tarde moría y solo era revivido si los aztecas, “el pueblo del sol”, ofrecía a su dios sangre humana, “la sustancia de la vida”. Para corroborar estos dichos, basta solo con visitar el Museo Nacional de México donde se conserva la “piedra calendario”, cuyo diámetro excede los 3m. y donde se representa la historia del mundo y la Guerra Sagrada entre las fuerzas opuestas de la naturaleza. A la vista se puede percibir, en el centro de la figura, cómo el sol abre desmesuradamente la boca y con la lengua sedienta reclama la sangre victimaria.

Se trataba de “alimentar al sol”, fuente de la luz; para ello los mozos del cruento banquete eran los mismos funcionaros del gobierno. Como señala el admirador de los indios Von Hagen “el gobierno azteca se hallaba organizado del principio al fin para mantener los poderes del Cielo y obtener su favor con cuantos corazones humanos era posible conseguir”[1]. De ahí que se necesitaran tanto las guerras contra las tribus vecinas para procurarse el menú del día.

A lo largo del año se realizaban sacrificios de todo tipo. Para provocar la lluvia, inmolaban niños porque creían que sus lágrimas tenían la virtud mágica de atraer el agua del cielo. En el sexto mes un niño y una niña eran ahogados al hundirse una canoa llena de corazones de víctimas. Los ritos en honor del dios del fuego tenían una incomparable “belleza bárbara”, tan del agrado de quienes lamentan la caída de esta civilización: los prisioneros de guerra danzaban junto con sus captores; de pronto estos les arrojaban en el rostro una sustancia analgésica y luego los lanzaban al fuego mientras alrededor de la hoguera se realizaba una danza macabra. Cuando todavía se encontraban con vida, sacaban con ganchos a las víctimas y les abrían el pecho para arrancar sus corazones y ofrecerlos al dios[2].

Eso sí: eran grandes amantes de la naturaleza y respetuosos del medio ambiente, pues para sus vestiduras y durante el tiempo dedicado a los dioses de la fertilidad, utilizaban pieles de prisioneros recientemente desollados.

Pero no todo era espectáculo público, también había lugar para las diversiones privadas, como por ejemplo, un gran número de estas inmolaciones se hacían puertas adentro. Para estos sacrificios menores, sin embargo, se reservaban a las mujeres, los niños y los esclavos[3]. Practicaban también el canibalismo ceremonial y, cuando las víctimas habían sido inmoladas, los cadáveres eran arrojados por las escaleras de piedra de los templos y después comidos por nobles y guerreros. Según algunos estudiosos de estas “civilizaciones” “aproximadamente el 1% de la población, unas 250.000 personas, era sacrificado cada año durante el siglo XV en lo que ahora es México Central”[4].

Todo era una rueda: para asegurar el movimiento del mundo debían perpetuar los sacrificios humanos y para obtener más víctimas debían guerrear, y para ganar las guerras tenían que ofrecer sacrificios…

Según las crónicas, en 1486 fue dedicada la gran pirámide de Huitzilopochtli donde el Emperador Ahuitzotl hizo inmolar a más de 20.000 víctimas luego de una batalla contra tribus vecinas por más de dos años[5].

Este fenómeno no solo se daría en los pueblos del norte; veamos dos párrafos esclarecedores que trae Enrique Díaz Araujo:

“El holocausto de seres humanos como víctimas ofrecidas para apaciguar a los dioses fue puesto en práctica por aztecas, mayas, muiscas y quichuas… La antropofagia estaba vinculada también con el culto religioso; por razones rituales la practicaban iroqueses, aztecas, chiriguanos, guaraníes… Se llegó (en el Perú) hasta el reparto de tierras y mujeres entre los indios por un funcionario especial llamado ‘tocricoc’… Sahagún describe estos tristes cortejos de esclavos que caminaban flemáticamente hacia la muerte: bañados ritualmente, vestidos y adornados lujosamente, iban embrutecidos por la bebida divina ‘teooctly’, que habían tomado y terminaban su vida en la piedra de los sacrificios… Ya se ha dicho que, no habiendo animales de carga, hubo de apelarse a esos esclavos para el transporte ‘a lomo de indio’. Esta forma de transporte se generalizó en Perú a pesar de la existencia de la llama… Había prostitución, y dice Lehmann que frecuentemente los plebeyos cedían a los nobles sus hijas como concubinas. La poligamia era posible en la medida de la fortuna del varón… Era costumbre de los chibchas que el tributo al cacique se pagara con mujeres, que, esclavizadas, tenían hijos con aquel; esos niños se convertían en manjar de sus padres en actos de canibalismo repugnante[6]. Entre los huarpes y cácanos era común el sororato, esto es, el derecho del esposo, al casarse, de unirse también con todas las hermanas menores de su mujer. Los mismos huarpes condenaban a muerte, pena que se cumplía inexorablemente, a las mujeres que osaban mirarlos cuando ellos se hallaban entregados a sus prolongadas borracheras… Los vencidos (en las guerras constantes) eran muertos o esclavizados. En el primer caso, ciertas parcialidades, como los caribes, los guaycurúes y los jíbaros, cortaban sus cabezas y las exhibían como trofeos de guerra. Los Incas, pueblo que en el lenguaje actual hubiésemos tildado de imperialista, pues dilató sus fronteras a fuerza de hostilidades expansivas y crueles sufridas por sus vecinos, construían tambores con la piel de los vencidos y quenas con sus huesos… La ebriedad fue un azote en casi todos los grupos aborígenes, causa de degeneración moral y factor de mortalidad de primer orden… La sodomía era generalizada en algunos pueblos… El incesto, la poligamia, la desnudez total, el levirato, esto es, la costumbre que obliga al hermano del que murió sin hijos a casarse con la viuda, el sororato, fueron comunes en numerosas parcialidades…”

No había sido mejor la suerte de los mayas, pueblo al cual indigenistas suelen describir como “los griegos de América”, pacíficos y dedicados a erigir templos y estudiar la ruta de los astros.

“Toda América estaba en la Edad de la Piedra Pulida cuando fue descubierta. Había traspasado los límites de la Edad de la Piedra Bruta, pero aun no había alcanzado la de los metales. Cierto es que el cobre, el bronce y los metales preciosos eran muy empleados con una variedad de propósitos, pero la piedra tallada y la pulida constituían en todas partes el principal material seleccionado para fabricar instrumentos cortantes… la rueda de alfarero y el barnizado no habían sido inventados… se erigieron estructuras simétricas de piedra, pero la escuadra, el compás, la plomada, la balanza y las pesas no habían sido inventadas… no habían llegado a idear los remos o velas para propulsarlos (botes), usaban únicamente la pala, y el timón les era desconocido… los instrumentos de cuerda escapaban a su capacidad ‘creadora’. A lo que agrega Louis Baudin: ‘La escritura no existía en el Perú… Los indios no conocían la sierra, las tenazas, el berbiquí, el tornillo, el clavo, la barrena, la lima, el cepillo, las tijeras, los fuelles, la cola, el vidrio, ni siquiera la rueda… Desconocían el hierro o no querían explotarlo… La famosa mina de Potosí fue descubierta por los españoles… No conociendo los indios el torno, hacían vasos de tierra cocida con moldes… hay un hecho cierto y curioso que ha colocado a los indios en un estado de inferioridad manifiesta en relación con los demás pueblos de la antigüedad”[7].

La guerra era continua porque suministraba esclavos y víctimas para los sacrificios. También los dioses mayas tenían que ser alimentados y su alimento predilecto era la sangre. No se contentaban con inmolar prisioneros de guerra y ofrecían a los dioses mujeres y niños. Como vemos imitaban a los aztecas pero añadían una perversión de su cosecha y cortaban por lo sano al mutilarse sus miembros viriles, según nos narra su apologista Von Hagen[8].

Uno de los testimonios del obispo de Santa Marta, Fray Francisco Ortiz, nos deja el calco de lo que fue aquella sociedad “natural”:

“Los hombres de Tierra Firme comen carne humana, son sodomíticos más que generación alguna. Ninguna justicia hay entre ellos; andan desnudos, no tienen honor ni vergüenza; son como asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse ni matar: no guardan verdad si no es en su provecho. Son inconscientes, no saben qué cosa sea consejo; son ingratos y amigos de novedades. Précianse de borrachos… Emborráchanse también con humo y con ciertas hierbas que los sacan de seso. Son bestiales en los vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos, hijos a padres. No son capaces de doctrina ni castigo. Son traidores, crueles, vengativos que nunca perdonan; enemiguísimos de la religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios apocados y bajos. No guardan fe ni orden; no se guardan lealtad marido a mujer, ni mujer a marido. Son agoreros, hechiceros, nigrománticos. Son cobardes como liebres, sucios como puercos. Comen piojos, arañas, gusanos, crudos, como los hallan… No tienen arte ni maña de hombres… Con los enfermos no usan piedad alguna, y aunque sean vecinos o parientes, los desamparan al tiempo de la muerte… Cuando más crecen se hacen peores… En fin, digo que nunca creó Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades sin mezcla de bondad y gobierno”[9].

Como el ejemplo siempre debe comenzar desde lo alto los más cumplidores de la ley eran los sacerdotes precolombinos: solo en Tenochtitlán había 5000 ministros del culto. Se cuenta que incluso los sacerdotes mayas jamás lavaban ni peinaban sus cabellos, que habían quedado pegajosos y nauseabundos por la sangre de las víctimas. “Los dioses mandaban, los sacerdotes interpretaban la voluntad divina y el pueblo obedecía ciegamente”[10] nos dicen los admiradores de estas prácticas.

Jacques Soustelle, apologista de los aztecas confiesa que esta tribu estaba moral y físicamente al extremo de sus posibilidades en sus sacrificios humanos masivos y declara que “si los españoles no hubieran llegado (…) la hecatombe era tal (…) que hubieran tenido que cesar el holocausto para no desaparecer[11].

Pero un pueblo es lo que consume, como decían los antiguos estoicos y aunque no quisiésemos creer ni siquiera a los propios defensores de las prácticas aborígenes, podríamos echar un vistazo a lo que nos ha quedado. Para quien haya tenido la gracia de visitar ese hermoso país que es México, puede darse una vuelta por el ya citado Museo Nacional que se encuentra en D.F.; allí el testimonio de las “obras de arte” azteca es un testimonio perenne de su “cultura”. Cuando el francés Elie Faure, experto en Historia del Arte, las contempló por primera vez, palideció y dijo: “son casi siempre monstruosas, contorsionadas, aplastadas… no es posible distinguir más que montones de carne palpitante y despedazada, masas de entrañas, pilas de vísceras”[12].

La representación de la diosa-madre Coatlicué, es una obra premonitoria de la cultura del aborto: descubierta en 1790 en la ciudad de México, tiene 2 metros de alto y pesa 12 toneladas: “su cabeza está formada por el extraño acoplamiento de dos cabezas; en lugar de manos tiene patas de jaguar y sus pies son garras de águila. Se muestra degollada, como las mujeres sacrificadas en los ritos de fecundidad; de su garganta abierta saltan chorros de sangre que representan dos serpientes. Tiene un collar, compuesto por manos y termina en una calavera y su falda está formada por víboras trenzadas”[13].

Como es natural pensar, este tipo de culto (¿encubierto?) al demonio hacía que la cultura misma estuviese en decadencia y que tuviesen “menos adquisiciones científicas que los griegos del siglo V antes de Cristo”[14].

En fin, un mundo no tan feliz; todo estaba más o menos así hasta que llegaron los europeos…

 


[1] V. Von Hagen, The Aztec: man and tribe, The New American library, New York 1962, 162.

[2] Ibidem, 95.

[3] G. Vaillant, The Aztecs of Mexico, Penguin Books, 1961, 200.

[4] Jan Gehorsam, “Hambre Divina de los Aztecas”, Diario La Nación, 18-XI-86.

[5] V. Von Hagen, op. cit, 164.

[6] Erau Cañais, Las poblaciones indígenas de la Argentina, Buenos Aires 1986, pp. 498-499.

[7] Brinton, Daniel, La raza americana, Nova, Buenos Aires 1946, 57-58, citado por Enrique Díaz Araujo,Propiedad indígena, UCALP, La Plata 2009, 96-97.

[8] V. Von Hagen, op. cit, 125.

[9] Costantino Bayle, España en Indias, Madrid 1944, Editora Nacional, 43, citado en Enrique Díaz Araujo,Propiedad indígenaop. cit., 100. La célebre película dirigida por Mel Gibson (Apocalipto) parece quedarse corta cuando uno se adentra en la literatura histórica de muchos de estos pueblos.

[10] V. Von Hagen, op. cit, 165.

[11] Jean Dumont, “La primera liberación de América”, en “Verbo” oct. 1986, 85.

[12] V. Von Hagen, op. cit, 152.

[13] Bruno Bonnet-Eymard, Notre Dame de Guadalupe, La Contre-Reforme-Catholique au XXè siècle, Suppl. Sept. 80, 20. Germain Bazin, Conservador del Museo del Louvre, decía que “ningún arte había previamente simbolizado con tanta fuerza el carácter inhumano de un universo hostil… Es un caos de formas toma­das de todos los reinos de la naturaleza; el único ritmo que asocia entre sí tales formas es comparable al de ciertas danzas salvajes que constan de una sucesión de estremecimientos frenéticos. Es un ritmo sísmico de la pura energía en acción sin el orden de una potencia intelectual… Para ellos el universo es un medio verdaderamente demoníaco” (Germain Bazin, en “Satan”, Desclée de Brouwer, 1948, 516-517).

[14] V. Von Hagen, op. cit, 168-169.