7.07.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración para tiempos de descanso ,

Descansar en Dios

Venid a un sitio tranquilo,
nos susurras al oído sin parar,
y nosotros vivimos distraídos,
corriendo siempre, sin tiempo para descansar.

Hoy, esta tarde
con todos estos amigos que me acompañan
me presento ante ti como cuenco vacío,
para que me llenes de tu amor.

Me presento ante ti como barro fresco,
para que me des forma de nuevo.

Me presento ante ti como cuaderno usado,
para estrenar pagina nueva contigo.

Me presento ante ti, lleno de mí,
para que me vacíes
y seas tú la presencia que me habita en el fondo.

Me presento ante ti,
aunque a penas te tengo presente,
para que tú me invadas,
me envuelvas,
me lleves de la mano.

Gracias, Señor, por tus invitaciones
a gozar de ratos de oración,
no permitas que nunca me distraiga
para que siempre me alimente de tu Amor.

Aunque, sin duda alguna, el verano es el tiempo de descanso por antonomasia no es poco cierto que hay otros periodos en el año en los que la actividad laboral cesa. En tales momentos podemos estar tentados en apartar a Dios a un lado porque, creemos, entonces no nos hace falta.

Sin embargo, tal es una forma de pensar un tanto extraña para un creyente…

El creyente católico sabe que debe orar en tiempos de descanso. Primero, porque tiene más tiempo (excusa que muchas veces se utiliza para no hacerlo en tiempo “ordinario”); en segundo lugar porque Dios siempre está escuchando y el Señor no se va nunca de vacaciones (sólo descansó un día, tras la creación, su Creación).

Por eso nos podemos dirigir a Dios al ser obligación grave del católico hacerlo. Es grave y es, además, necesaria.

Cuando aquellos primeros discípulos, que lo eran del Bautista, le dijeron a Jesús dónde vivía, Él los llevó a un sitio tranquilo donde les debió enseñar los primeros rudimentos de la fe que iban a ir mejorando con el paso del tiempo. Y en tal forma, en el lugar tranquilo del silencio volcamos, en el corazón de Dios, el nuestro, para pedir, también en tiempo de descanso, sobre todo en tal tiempo.

Y le pedimos a Dios por lo de siempre pero, ahora, porque lo necesitamos más que nunca pues, al sentirnos gozosamente bien, podemos caer en la trampa del Maligno (tentación básica y de siempre) de no agradecer lo que el Creador nos ha donado. También este tiempo de descanso es donación del Todopoderoso.

Debemos, en efecto, dirigirnos al Creador porque muchas veces, demasiadas veces, vivimos aislados de Él y miramos para otro lado cuando desde su Palabra se nos inquiere a ser buenos hijos suyos y a entregar, a los demás, por ejemplo, nuestro tiempo. Y somos egoístas, a veces demasiados.

Ahora nos podemos dar cuenta, de verdad, de la situación espiritual en la que nos encontramos: vacíos por dentro y llenos de lo que nos sobra y debemos echar fuera (del corazón salen las obras… también las malas). Por eso le pedimos a Dios que nos llene de lo que vale la pena, de su Espíritu Santo.

Pero, por otra parte, siempre estamos, debemos estar, dispuestos a ser renovados. Desde nuestro corazón, hacia él, ha de llegar el influjo del Amor del Padre y hacernos, otra vez y otra (tantas son nuestras caídas…) nuevos en su corazón y nuevos desde y en nuestra alma.

Siempre debemos pedirle a Dios que esté con nosotros porque de no ser así, de no darnos cuenta de que está (¡y lo está!) perderemos una gran posibilidad de manifestarnos como hijos suyos. Y que nos lleve de la mano, de Su mano Santa y Poderosa que todo lo creó y mantiene.

Es más, no podemos decir que Dios no nos diga, muchas veces, que nos invita a dirigirnos a Él. El caso es que vivimos más que distraídos.

Este tiempo, éste, el de descanso (sea en el tiempo que sea) es propicio para orar a Dios. Seguros estamos que nos escucha y que siempre quiere que tal cosa hagamos.

Eleuterio Fernández Guzmán