8.07.14

 

Se llamaba Mónica, era cristiana y estaba casada con Patricio, un pagano de difícil carácter. De dicho matrimonio nacieron tres hijos, uno de los cuales se llamaba Agustín. Desesperada por el comportamiento de su retoño, la buena mujer imploraba a Dios con lágrimas por su conversión. Era tanto su amor por él, que se dirigió al obispo de Milán, Ambrosio, para que le predicara el evangelio. El santo obispo le dio una respuesta que ha quedado para la historia: ¡No puede perderse un hijo de tantas lágrimas!. Lo que ocurrió después, ya lo saben. Ese hijo se convirtió y llegó a ser obispo de Hipona así como uno de los más grandes santos que ha dado la Iglesia.

Salvando las enormes distancias, yo también tuve una madre, Amelia, que se ocupó, y mucho, por mi salud espiritual. No es que ella fuera un modelo de santidad inmaculada, pero desde luego supo transmitirme su amor por el Señor, por la Virgen y hasta por la Iglesia. Tuve además la suerte de que fuera catequista, lo cual sirvió, entre otras cosas, para que yo tomara la primera comunión un año antes (contaba con 7) de lo que era habitual por entonces. Ella le dijo al párroco que yo estaba preparado de sobra y el sacerdote no puso inconveniente.

Con el paso de los años, le tocó pasar por un auténtico calvario de salud. Pasó muchos años entre dolores tan espantosos que estuvo ingresada en la unidad del dolor del hospital madrileño de Puerta del Hierro. Le llegaron a colocar una bomba de morfina. También padeció de los nervios, lo cual hacía que su personalidad fuera ciertamente complicada. Pero la gracia de Dios le permitió ofrecer siempre sus sufrimientos.

El fallecimiento prematuro de mi padre supuso un mazazo espantoso tanto para ella como para mí. Yo tenía 16 años y estaba en la etapa más complicada de la vida, la adolescencia. Aquella muerte, en vez de unirnos, nos enfrentó. Solo Dios sabe cuánto lamento el daño que la hice y lo mucho que la hice sufrir. Me aparté de la Iglesia, de la fe, llegué a atentar contra mi vida y me sumí en el mundo del esoterismo y la Nueva era.

En medio de ese caos, Dios vino en rescate mío. Primero, me devolvió al cristianismo, vía protestantismo evangélico. No podía ser de otra forma, dado que mi única relación entonces con la Iglesia era vía un sacerdote franciscano que me enseñó a practicar “control mental", que como luego supe, era una puerta abierta hacia la posesión demoniaca. No voy a insistir más en esa cuestión.

Cuando junto con mi esposa me hice evangélico, mi madre me insistía en que se alegraba mucho de que volviera a ser cristiano pero no entendía por qué no regresaba a la Iglesia. Eso llegó a decírselo a quien era mi pastor, que demostró la paciencia suficiente como para no responder con cajas destempladas. Tuve auténticas patateras con ella y dado mi natural carácter controversial, intenté, en vano, convencerle de los que yo creía que eran errores de bulto doctrinales del catolicismo. Fui especialmente virulento con su devoción por la Virgen de Lourdes, a cuyo santuario acudía de vez en cuando en la esperanza de un milagro que la librara de tanta enfermedad. Mísero de mí, llegué a decirle que aquello era obra de Satanás. Llegó un momento en que decidimos no discutir más, porque íbamos a acabar muy mal.

Lo que ocurrió al final de su vida ya lo he contado en alguna ocasión. El mismo Dios que me había sacado del abismo del esoterismo tenía dispuesto que abandonara el protestantismo evangélico para regresar a la Iglesia. Como yo era muy cabezota y soberbio -sigo siéndolo-, y dado que llevaba varios años arremetiendo contra la fe católica, el Señor quiso que pasara unos meses muy cerca de las iglesias ortodoxas. También he escrito sobre ello. El día en que asistí a una liturgia bizantina en una parroquia greco-ortodoxa de Madrid, el Luis Fernando evangélico prácticamente dejó de existir.

Justo entonces, la hepatitis crónica que sufría mi madre se convirtió en un cáncer de hígado. Ella tenía la intención de ir de nuevo a Lourdes en el otoño siguiente, pero yo sabía que no le daría tiempo a llegar con vida. Y me ofrecí a llevarla a Lourdes. Jamás olvidaré la expresión de su cara cuando le hice la propuesta. A la semana siguiente, nos fuimos mi madrina, ella y yo para Francia. Lo que ocurrió allá lo publiqué en este blog: “Mi primer viaje a Lourdes”. A Lourdes llegué con una madre y salí con dos. Lo que Cristo regaló a San Juan en la cruz, a mí me lo regaló en aquella gruta.

Mi madre no sanó tras esa visita, pero sí ocurrió lo que para mí es un milagro. Los dos meses largos que siguieron los pasó sin apenas dolores. El cáncer avanzó pero apenas la oímos quejarse. La última semana de su vida la pasé a su lado. Me encargué de que recibiera todos los sacramentos. Dado que mi habitación estaba pared con pared con la suya, no pude evitar oír la conversación que mantuvo con el sacerdote. Me acuerdo como si lo oyera ahora mismo de una frase suya: “Siempre he ofrecido mis sufrimientos al Señor para que hiciera con ellos lo que quisiera. Aquello me conmovió y me sigue conmoviendo. Al día siguiente la tuve que ingresar y en otros días partió hacia el Padre.

Entre su muerte, el 6 de septiembre de 1999, y mi regreso a la Iglesia Católica -acompañado de mi esposa- no pasaron ni dos meses. Tengo muy claro que eso fue posible gracias a las cruces que ella ofreció. Dios mediante, la debo junto a mi padre no solo la vida terrenal, sino, si Dios me concede permanecer fiel hasta el final, la vida eterna.

Luis Fernando Pérez Bustamante