26.07.14

Veía constantemente la mano del sacerdote al que mató, que le bendecía


Entre los 15 beatificados del domingo 26 de julio, son mayoría los que perdieron la vida en Tarragona (nueve), muriendo el resto en las provincias de Huesca (dos), Barcelona, Jaén y Málaga.

No quisieron negar su condición sacerdotal

Pau Roselló Borgueres, de 41 años y natural de Vimbodí i Poblet (Tarragona), era capellán de las teresianas de Tarragona, donde fue asesinado el 26 de julio de 1936 con el canónigo Miquel Vilatimó Costa. Ambos fueron beatificados en 2013 (ver artículo del 9 de mayo). Cuando le preguntaron los milicianos a Roselló si era sacerdote, dijo: “¡Sí!, Y no estoy solo. Somos dos, y siempre que quieran algo de nosotros nos encontrarán aquí, porque no pensamos escondernos ni marcharnos”. Los llevaron al Ayuntamiento, y en el coche de la muerte (con colchones encima y cañones de escopeta que salían por las ventanas) a la carretera de Reus, donde los mataron.

Vilatimó, de 47 años y oriundo de Vic (Barcelona), se había ordenado en Vic en 1913, continuó estudios en Lovaina y desde 1915 a 1928 fue profesor de Filosofía en el seminario de Vic. Después continuó siéndolo en el de Tarragona, donde publicó artículos en el periódico La Cruz, y en las revistas Analecta Sacra Tarraconense y Cataluña Social, además de libros como El sindicalismo, errores y peligros. Al estallar la guerra dijo: “Ya nos podemos preparar, puesto que recaerá todo sobre nosotros y la religión”. Al ver que destruían el archivo y saqueaban la catedral, envió a un empleado para salvar un libro inédito del cardenal Mercier. Se refugió en casa de su amigo Pablo Roselló, y se despidió de su compañero, el Dr. Vallés, con estas palabras: “Si no nos vemos más, hasta el cielo”. En casa de Roselló dio la orden de que nadie negara su condición sacerdotal. Los dos se prepararon con una vida de oración para su martirio. Cada día iba a dar la comunión a las religiosas de la Compañía de Santa Teresa, que estaban en un piso.

Francesc Vidal Sanuy, de 58 años y natural de Montpalau (Lleida), vicario de la parroquia de San Francisco, era sacerdote desde 1895. Cuando estalló la guerra, se arriesgó yendo a la parroquia para salvar el Santísimo, que reservó en su piso y con el que comulgaban las religiosas y sirvienta que vivían con él. El 26 de julio, un grupo de milicianos se presentó diciendo: “Venimos a buscar al cura”. Él contestó amablemente: “¿Dónde vamos?”. Le dijeron que a comisaría para declarar, y los siguió en silencio.

Fue asesinado junto con Pau Gili Pedrós, de 24 años y natural de Els Omellons (Lleida), ayudante (“familiar”) del obispo auxiliar Borràs, que había sido ordenado en 1934 y a su vez había sido detenido junto con el sacerdote Pere Batlle, con el que compartía domicilio. A estos tres sacerdotes los llevaron al local de la CNT en el convento de Jesús María (calle Méndez Núñez, 14). De allí, Batlle fue llevado al Frente Popular, mientras que a Vidal y Gili los llevaron al barco prisión Cabo Cullera, cuyo comandante rechazó admitirlos porque no llevaban orden de detención. Así que los llevaron a la desembocadura del río Francolí y los fusilaron detrás de los astilleros.

Josep Masquef Ferrer, sacerdote de 64 años y natural de Tarragona, fue asesinado en la carretera de Valls el 26 de julio de 1936 y beatificado también en 2013 (ver artículo del 11 de mayo).

Ofrezco con mucho gusto la vida

Aleix Miquel Rosell, de 53 años y natural de El Pla de Santa Maria (Tarragona), era sacerdote desde 1906 y ecónomo de la Riera de Gaià desde febrero de 1934, fue vicario de Solivella, de Alforja y de Constantino, el 1914, ecónomo de Bellmunt, y después de Gratallops, en 1916, de Capafonts, en 1921, de Cervià, en 1924, de Pira; en 1930, de la Masó, y en febrero de 1934, regente de la Riera (Tarragona). El 20 de julio de 1936 acudió a un sacerdote para hacer confesión general, ya que estaba convencido de que sería martirizado. La noche del 21 se refugió con el sacerdote Francesc Robert en el bosque, aunque llovía, y de nuevo se confesaron. El 22 celebró misa, por la tarde huyó por los tejados y el 23 llegó a Tarragona, refugiándose en la calle Fortuny número 8. Pasaba el día rezando y dijo: “Es una gracia tan grande el martirio, que no la merezco, pero si Dios me destina a ello, ofrezco con mucho gusto la vida”. El día 26 aparecieron dos milicianos en el piso, se lo llevaron y lo asesinaron esa tarde.

El monje de Montserrat Josep Maria Jordà Jordà, tarraconense de 53 años, fue también asesinado en Tarragona.

En Reus, fueron asesinados los sacerdotes Josep Badia Minguella, beneficiado de la parroquia de Sant Pere, oriundo de Salomó (Tarragona)
y de casi 73 años, y Josep Civit Timoneda, párroco de la Puríssima Sang, de 61 y de El Omells de na Gaia (Lleida, ver artículo del 21 de diciembre).

Badia se ordenó en 1889. Era conocido por dar todo a los necesitados y no tolerar nunca que se criticara a nadie delante de él. Llevaba diez años meditando y comentando la posibilidad del martirio. En la madrugada del 26 tardó en salir de su habitación y dijo a su ama de llaves: “La Virgen me ha infundido un gran valor y me ha inspirado que no me pasará nada malo”. Empezaron a rezar el rosario y al llegar a los misterios dolorosos entraron cinco milicianos a hacer un registro. Eran las once de la mañana. Al preguntar por el sacerdote, él contestó: “¡Soy yo!”.

De modo que tú eres sacerdote. ¿Por qué vestido de seglar?

Es contra mi voluntad; las circunstancias me obligan.
¡Quedas detenido!

Conducido al camino del Molinet, ante la fábrica de gas de Reus, le pusieron de cara a la pared, pero volviéndose dijo a sus asesinos: “Os perdono; enviadme al cielo”. Los bendijo y añadió: “Disparad. ¡Viva Cristo Rey!”. Uno de los ejecutores, cuando estaba para morir, decía que veía constantemente la mano de este sacerdote que le bendecía.

Jaume Vendrell Olivella, cuyo nombre como monje en Montserrat era Bernat, de 58 años y natural de Sant Esteve d’Ordal, fue asesinado cerca de Gelida (ambas en Barcelona) y beatificado como los anteriores en 2013 (ver artículo del 29 de junio).

En la provincia de Huesca, fueron asesinados ese domingo el sacerdote mercedario burgalés de 28 años Amancio Marín Mínguez en el cementerio de Binéfar (ver artículo del 26 de marzo), y un religioso del monasterio benedictino del Pueyo, Vicente Burrel Enjuanes, de 39 años, en Barbastro (ver artículo del 28 de diciembre, y biografía, de la que está tomada esta foto).

El calvario del padre Mariano de San José -Santiago Altolaguirre- en la Fuensanta

Villanueva del Arzobispo (Jaén) es sede del Santuario de la Virgen de la Fuensanta, del que se ocupaban los trinitarios, uno de los cuales era Santiago Altolaguirre Altolaguirre (padre Mariano de San José), de 78 años y oriundo de Yurre (Vizcaya). La Fuensanta era ya lugar de peregrinación en 1291, cuando recibe bulas del papa Nicolás IV. La orden trinitaria se restauró en 1879 con un convento en Alcázar de San Juan, al que acudió un trinitario exclaustrado que era párroco en Iznatoraf. Cuando pasaron de 40 religiosos, este propuso abrir un segundo convento en Villanueva del Arzobispo para atender el Santuario. Según Pedro Aliaga Asensio, la comunidad trinitaria del Santuario de la Virgen de la Fuensanta. Estaba compuesta por los padres José de Jesús María (superior), Mariano de San José, Matías de Jesús Nazareno, Vicente de la Purificación, y el hermano fray Lázaro de la Virgen de la Fuensanta.

El día 21 de julio de 1936 subió al Santuario un numeroso grupo de milicianos que conminaron a la comunidad a que entregaran las armas. Registraron el convento, buscando el pretendido armamento, que no encontraron, y abandonar el Santuario, amenazando a los frailes con que sufrirían las consecuencias de su negativa, si no se decidían a entregarles las armas. El 22 por la mañana, volvieron a subir los milicianos al Santuario. Reunieron a la comunidad en la portería, y dieron a los padres por detenidos; fray Lázaro se encontraba en el pueblo, haciendo las compras. En un camión bajaron a los cuatro padres a los grupos escolares, habilitados como cárcel, donde “fueron objeto de burlas, amenazas y palizas”.

El padre Altolaguirre se fue a Roma antes de cumplir los 15 años para hacerse trinitario (sólo en la ciudad eterna había convento de españoles de esa orden): “su entrada en el convento romano de San Carlino, junto a otros jóvenes venidos de tierras vascas, fue el factor determinante para afianzar aquel grupo de supervivientes de las supresiones de la Orden”, afirma Aliaga. En 1881 fue a Alcázar de San Juan y en 1884 a Villanueva del Arzobispo. El 22 de julio de 1936, “antes de la detención se despidió de unos vecinos, abrazándolos y diciéndoles: Para siempre; después los llevó a la iglesia y les dio a comulgar todas las formas que quedaban en el sagrario. Cuando oyó llegar el camión, dijo a estas personas: Ya vienen a por nosotros. Ya detenidos, alguien tuvo un gesto de piedad hacia él, narrado por un testigo: Pidió agua y los milicianos se la negaron. Mi hermano acudió a dársela y le dieron un golpe en el brazo que le hizo sangrar al Padre por la boca.”

Al día siguiente sacaron al padre Altolaguirre a las 7 de la mañana para llevarlo al Santuario. Según Aliaga, muchos hombres, mujeres y niños gritaban, blasfemaban y lo insultaban. Fue introducido en el convento, paseándole varias veces por la huerta, mientras le preguntaban por las armas; el P. Mariano les respondía, una y otra vez, que los religiosos no tenían armas. Entraron en el templo y procedieron a torturarlo: “Primero le ataron con sogas las muñecas de las manos, obligándole a adoptar una actitud orante, mientras le daban puñetazos y lo golpeaban con las culatas de los fusiles, apaleándolo sin piedad. Después, arrancando astillas de madera del suelo de la iglesia, se las introducían debajo de las uñas de los dedos de la mano derecha”. Se oyó gritar al Padre Mariano varias veces “¡No, por Dios; no, por Dios!”.

Con la misma soga, lo ataron del cuello; echando la soga por encima de la verja que cerraba el presbiterio, lo izaron en el aire, dejándolo caer. Lo arrastraron atado por las naves de la iglesia. Lo subieron a las cámaras del convento, donde lo volvieron a atar, de forma que quedase de rodillas sobre unos palos; lo descalzaron y le dieron una paliza en la planta de los pies con unas tablas del antiguo entarimado del presbiterio de la iglesia. La paliza con las tablas duró unos seis minutos; mientras, le apuntaban con las escopetas, diciendo: “Quitaros, que lo matamos; o declaras o te damos un tiro; no lo matéis, que hay que hacerle sufrir hasta que diga la verdad”.

Llevaron a fray Lázaro, que acababa de ser detenido. A ambos religiosos les pasaron una soga por el pecho, y los colgaron del techo de las cámaras, teniéndolos así unos veinte minutos. Fray Lázaro le dijo: “Padre Mariano, aquí morimos colgados”, respondiéndole éste: “Moriremos como mártires, preparémonos”; a continuación, dio la absolución a su compañero y empezó a decir jaculatorias que enfurecieron a los milicianos, insultando y amenazando con las escopetas a ambos frailes. Finalmente los descolgaron y desataron. La cara del Padre Mariano estaba toda ella amoratada. Intimaron a los dos religiosos, diciéndoles: “si decís en la calle lo que os hemos hecho, os cortamos la cabeza”. El Padre Mariano fue llevado a la calle, donde esperaba mucha gente. Al verlo, empezaron a gritar, insultándole, dándole tirones del hábito, abofeteándole algunas mujeres que habían recibido ayudas por su mano, mientras otras lo empujaban para que cayera al suelo. Los milicianos discutían si llevarlo a la cárcel en camión o andando. Viendo que algunas personas amenazaban con quemar el camión si lo subían en él, optaron por hacer el trayecto andando.

El padre Mariano recorrió tres kilómetros entre dos filas de milicianos, rodeados de la gente que gritaba, blasfemaba, le empujaba y le daban tirones del hábito. Eran las once de la mañana. Un testigo de vista declara: “El aspecto que presentaba aquel anciano, que apenas podía andar, era desolador y no cesaban de proferirle palabras soeces e insultantes, y empujándole con los cañones de las escopetas, más que andar iba a trompicones, completamente congestionado y sin exhalar una queja”. En la cárcel, pidió confesarse con un sacerdote. Muchos presos quisieron confesarse con él. Se mostraba, según declaraba uno de los compañeros de prisión, como “el sacerdote más decidido y menos temeroso del peligro, animándonos y diciéndonos que la salvación de todos estaba en prepararnos a bien morir, y sin fuerzas y hasta hablando con trabajo, no paraba de exhortarnos y recomendar nuestra preparación. Nuestros familiares, por los mil medios que empleaban, procuraban que llegara a nosotros algo de alimentos; yo no recuerdo que a él le llegara nada de nadie, y si alguno le ofrecía algo de lo que recibía, él contestaba que podía aguantar, que lo tomáramos nosotros”.

A las once de la noche del 26 de julio se presentaron bastantes personas con armas de fuego en la cárcel, empezando a disparar desde las ventanas de las aulas, convertidas en calabozos, donde estaban los presos. Éstos se tiraron al suelo, tapándose con los colchones durante unas cuatro horas. Algunos de los pistoleros se subieron encima de la prisión, y quitando unas bovedillas, empezaron a disparar a los presos. Entre quienes hallaron la muerte esa noche, estaba el padre Mariano de San José, que quedó muerto, sentado en una silla. Los compañeros le oyeron decir: “Perdónalos, Señor, porque no saben el beneficio que nos hacen al ponernos en ocasión de morir por Tí”.

En Motril, por último, tras los cinco agustinos asesinados el día de Santiago, otros dos sacerdotes murieron al día siguiente. Entre las 10 y las 11 de la mañana, entre burlas, mofas y escarnios, fue ametrallados el padre agustino Vicente Pinilla Ibáñez -de 66 años y natural de Calatayud (Zaragoza)-, en el atrio de la iglesia de la Divina Pastora, en la que se había refugiado la noche anterior en compañía de su párroco, Manuel Martín Sierra -de 43 años y de Churriana de la Vega (Granada)-, a quien mataron unos metros más adelante. Ambos fueron beatificados en 1999.

Más sobre los 1.523 mártires de la guerra civil española, en Holocausto católico.