26.07.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Hagamos, ahora mismo, un alto en el camino de los textos bíblicos para reflexionar sobre una realidad más que importante en nuestra vida de creyentes.

El sentido de la Biblia en nuestra vida

Santa Bíblia

Dice Francisco Varo (1), tomando palabras de Gregorio Magno, que la Biblia es, al fin y al cabo, “una carta de Dios dirigida a su criatura”. Y, por eso mismo, un “mensaje que le hace llegar quien lo conoce bien y lo quiere”.

La Palabra de Dios, contenida en los libros que forman las Sagradas Escrituras, es, pues, para los que nos consideramos hijos del Padre, un instrumento poderoso que, bien conocido y utilizado, fundamenta nuestra propia existencia y da sentido a nuestro caminar hacia el definitivo Reino de Dios.

Supone, por tanto, una especie de asidero al que poder acudir en nuestro quehacer; un, a modo, de piedra angular sobre la que se construye nuestra vida.

Así, seguimos las palabras de San Juan, que, en su Primera Epístola (1, 2-3) dejó escrito que

“Os anunciamos la vida eterna: que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos para que también vosotros viváis en esta unión nuestra que nos une con el Padre y con su Hijo Jesucristo”.

Por otra parte, el sentido que tiene la Biblia para los cristianos, aquí católicos, lo expresa bien la Constitución Dei Verbum cuando, en su número 13 dice que

“Sin mengua de la verdad y de la santidad de Dios, la Sagrada Escritura nos muestra la admirable condescendencia de Dios, ‘para que aprendamos su amor inefable y cómo adapta su lenguaje con providencia solícita por nuestra naturaleza’” (2)

¿Podemos entender, por otra parte, que lo dicho en las Sagradas Escrituras tiene alguna utilidad en un mundo tan alejado de Dios como el que nos ha tocado vivir?

 

En primer lugar, lo que, en realidad, supone, es una voluntad (en quien se acerca a ellas) de ver transformada su vida. Bien sabemos que, siendo Palabra de Dios está, ahí, puesta, para mostrarnos el camino hacia el Padre y no como una bella forma de decir las cosas.

Tenemos pues, como dice Francisco Varo (en el libro citado supra) “un largo forcejeo íntimo contra sí mismo” que cada cual realizamos cuando, al enfrentarnos con la lectura de la Biblia, vemos que lo que allí se propone dista mucho de nuestra voluntad, muchas veces mundana.

Al transformar nuestro corazón (de uno de piedra, si lo era, a uno de carne) nuestras relaciones con los demás han de cambiar porque bajo el prisma de las Sagradas Escrituras la relación con el otro deviene fraterna y con eso, seguramente, dejaremos de apuntar los errores ajenos en piedra para escribirlos, cribados por la misericordia de tan nuevo corazón, en el agua donde, fácilmente, se borran. Y eso porque habrá perdón.

Por otra parte, ver el mundo a la luz de la Biblia no es, por decirlo así, una manifestación de buenismo ni algo como alejado de la dureza de las cosas sino, al contrario, un afrontar las mismas con el consejo sabio de Cristo y la mano experta y paterna de Dios.

Es, sobre todo, y más que nada, algo eminentemente útil la lectura y comprensión de las Sagradas Escrituras.

A la luz de Dios el encuentro con el Padre en los libros que componen el Antiguo y el Nuevo Testamento, es tan válido para nuestra vida que prescindir de ello no es algo recomendable ni, tampoco, admisible para un cristiano. Agua viva que no podemos dejar de beber.

¿Es conveniente, pues, leer muy a menudo las Sagradas Escrituras?

A este respecto dice San Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que,

“En efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza”.

Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento.

Dice el apóstol Cefas, más conocido como Piedra, entre nosotros Pedro, que hay que estar “siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15), y lo hace en un entorno difícil, demandando, por ello, el mantenerse firmes en la fe e, incluso, en su proclamación lo que, con seguridad, podría acarrear problemas de una gravedad, digamos para acabar pronto, letal.

Pero, independientemente de la razón que impele a Pedro a decir esto, el caso es que en esta afirmación del primer Pontífice, vicario de su Maestro, encontramos, claramente, el porqué hemos de acudir a la Biblia, el porqué nos es irremediablemente necesario que nuestra sed de creyentes la colmemos con la lectura asidua, contemplativa y formativa, de este texto sagrado.

¿Qué significa estar preparados?, ¿qué dar razón?, ¿qué mostrar esa nuestra esperanza? Vayamos, pues, con ello.

Estar preparados es, en principio, o significa, estar formado, ser conocedor de lo que creemos es importante para nuestra vida. Al igual que cada cual procura, o se la procuran, una destreza en el desempeño de su labor diaria, de su trabajo, la que le hace sudar (aunque muchas veces esto sea, sólo, una metáfora) y con la que se gana el sustento, ese pan de cada día aunque éste sea, tan solo, material…, de la misma forma, digo, la preparación en este tema, que a fuer de ser espiritual constituye una parte importante del hecho mismo de ser persona (cuerpo y alma nos conforman), al menos, a un fifty-fifty (si se me permite este término anglosajón), es esencial, por lo tanto, una lectura continua de las letras que constituyen, constatando la sabiduría de Dios, el devenir de un pueblo elegido y, luego, la confirmación de lo que los libros de la Antigua Alianza (o Antiguo Testamento) contenían en potencia para hacerse forma, persona, en la figura de Jesucristo, Hijo de Dios y, por eso mismo, hermano nuestro.

Para estar preparados, por lo tanto, no basta con un ser cristiano nominal, sólo de nombre, por el bautizo que, por eso mismo, nos introdujo en el seno de Dios con la donación del Espíritu Santo. Ese momento, justo en ese instante, la Palabra de Dios se posó en nuestro corazón y, allí, espera el momento en que, con ansia de conocer, la despertemos de su sueño eterno. Esa preparación, y en ella, se encuentra la fuerza que nos impulsa a seguir por el camino que tenemos trazado, aquel para el que Dios nos creó dándonos, así, la posibilidad de encontrar, por nosotros mismos, sus huellas en nuestra vida.

Cabe, por lo tanto, preparación; hay, por lo tanto, que acudir a la fuente que mana leche y miel, a recuperar el maná que nuestros aquellos nosotros en el desierto gustaron pero no amaron al comportarse como criaturas terrestres y no como criaturas espirituales, gustando más del comer que del sentir porque aún no habían oído aquello que Jesús diría de que nosotros somos de este mundo y que Él no (Jn 8, 23) y que, por eso, deberíamos acudir allí dónde se contenía su existencia, a esas Sagradas Escrituras que, en la Nueva Alianza aún iban a tardar en escribirse pero en las que venía, en la Antigua, prefigurada, la persona del Maestro.

Pero esa preparación ha de ser para algo y no mera formación que, estéril, no produce más que engreimiento y orgullo equivocado (como todo orgullo) Esa preparación tiene, sobre todo, una razón, aquella que Pedro definiera como eje de nuestro comportamiento, donde se encierra, por así decirlo, el qué de este tema, el centro del bienestar de cada cual.

Gracias al Beato Juan Pablo II ya tenemos confirmación de algo defendido por la Iglesia pero muy mal entendido por muchos. Su Carta Encíclica Fides et Ratio clarificó, enseñó, que la razón no está separada de la Fe ni la Fe se siente lejana de la Razón. Lo que, al fin y al cabo, nos dice este texto iluminante es que la Razón se incardina en la Fe, que la Fe da, ofrece, obsequia, a la razón, con la base de su ser, con aquello que constituye su esencia, un motivo o, mejor, una causa fundante de su mismidad.

Por lo tanto, esa razón, ese ser mismo de nuestra Fe, la debemos buscar en la lectura del texto que da origen a la misma Fe y, ésta, al sentido de la razón para que, conforme a lo dicho por Boecio, seamos individua substantia rationale naturae, o sea, substancia individual de naturaleza racional. Esa razón que debemos de transmitir, trasladar, predicar como apóstoles de este tiempo, la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

Además de la preparación y la razón, de las que podemos beber en la Biblia, nos queda, para acabar, algo sobre lo cual mucho se dice, en el sentido de que es lo último que se pierde (pero cuando se cree que todo está perdido) Me refiero a la esperanza, de la cual tenemos que dar razón, para lo que tenemos que estar preparados.

La Esperanza acompaña a la Fe y a la Caridad y parece ser la hermana pobre de estas virtudes. Junto a una y a otra (la Caridad es la ley suprema del Reino de Dios) da la impresión de que la esperanza queda disminuida, opacada, venida a menos.

Sin embargo, también en la Biblia, libro de libros, la acoge como ejemplo de lo que es bueno y de lo que debemos conocer. Cuántas veces no hemos recordado el salmo 22 que Jesús recita en la cruz, a punto de dar el paso a la verdadera vida: “¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado? ¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos? ” para acabar con ese “ Hablarán del Señor a la generación futura, anunciarán su justicia a los que nacerán después, porque esta es la obra del Señor” (Salmo 22, 31b-32) que no es más que un canto esperanzado y confiado en la misericordia de Dios; o cuántos salmos no buscan amparo en Dios aún viendo la mala situación en la que se encuentra el hombre, el salmista mismo o a quien se refiera con su canto o, para ser más radicales en el ejemplo ¿qué rasgo mejor hay que la cruz, qué esperanza que sea mejor y más concreta que lo que viene tras ella, la resurrección?. Por eso, esa nuestra esperanza para la cual hemos de estar preparados, eso que parece que no se pierde, aunque sea lo último, tiene un discurrir claro a lo largo de toda la Escritura Santa, a lo largo de esos libros que nos muestran la mejor manera de responder sobre el qué de nuestra fe, sobre el cómo de entender el paso de Jesús por nuestra vida, sobre la verdadera razón, esa causa que es fundamento de un proceder, que nos lleva por el camino, a veces pedregoso, a veces triste, a veces estéril, de nuestra terrena existencia.

NOTAS

(1) Profesor del Antiguo Testamento en la Universidad de Navarra. Aquí la referencia es al libro “¿Sabes leer la Biblia?”, publicado en la Editorial Planeta.

(2) San Juan Crisóstomo, In Gen.3.8.hom17,1.

Eleuterio Fernández Guzmán