1.08.14

“Pueblos originarios”: ¿tenían derecho los conquistadores?

 

“¿Qué derecho tenían los españoles para irrumpir en la paz de los ‘pueblos originarios’? ¿Qué derecho poseían para tomar sus tierras y desparramar sus ideas, su cultura y su religión?”.

Hemos escuchado esta frase una y mil veces, como si fuera un caballito de batalla permanente; detengámonos entonces un poco en ello.

Existe hoy una corriente ideológica que ha logrado instalar en algunos medios lo que sería el “justo reclamo” de las tierras aborígenes “usurpadas” por los descubridores al momento de la conquista.

A estas preguntas intentaremos darle respuesta tratando de resumir al máximo la cuestión y basándonos en los autores más autorizados a nuestro alcance. Sin embargo, digámoslo de una vez, hemos llegado tarde, ya que hace 500 años hubo un grupo de hombres que ya se había planteado el problema de la posible ilegitimidad de la conquista: los mismos españoles…

– ¿Cómo?

Sí, los mismos españoles tuvieron dudas de sus derechos de conquista.

Un rey escrupuloso como Carlos V, el mismo pueblo español y los teólogos más eximios de la corona española comenzaron casi desde el principio, a dudar de la licitud de lo que estaban haciendo (en el curso de la historia, España fue el único país en que se planteó la legitimidad o ilegitimidad de una conquista y que incluso llegó a suspender momentáneamente la empresa hasta tanto no se definiera el asunto)[1].

Fue la inteligencia cristiana la que, de este modo, elaboró un cuerpo de doctrina sólido que se dio en llamarse “la cuestión de los justos títulos”, es decir, la legitimidad o no de los derechos sobre las tierras descubiertas en las “Indias” occidentales.

Pero… ¿qué derechos se invocaban para conquistar? Digamos sucintamente que dos eran los títulos que se invocaban al momento de arrogarse la potestad: la donación papal y el derecho natural.

La donación papal de las tierras

Apenas siete meses después del primer viaje de Colón, Alejandro VI –el Papa reinante– decidía realizar la donación de gran parte del Nuevo Mundo a la Corona de Castilla y León. Para ello redactó la famosísima bula Inter coetera, donde donaba a dicha corona las tierras e islas halladas y por hallar en el occidente, con el cargo de evangelizarlas.

Leamos partes de la misma resaltando algunos párrafos:

“Nos hemos enterado en efecto que desde hace algún tiempo os habíais propuesto buscar y encontrar unas tierras e islas remotas y desconocidas y hasta ahora no descubiertas por otros, a fin de reducir a sus pobladores a la aceptación de nuestro Redentor y a la profesión de la fe católica, pero, grandemente ocupados como estabais en la recuperación del mismo reino de Granada, no habíais podido llevar a cabo tan santo y laudable propósito; pero como quiera que habiendo recuperado dicho reino por voluntad divina y queriendo cumplir vuestro deseo, habéis enviado al amado hijo Cristóbal Colón (…). Estos, navegando por el mar océano con extrema diligencia y con el auxilio divino hacia occidente, o hacia los indios, como se suele decir, encontraron ciertas islas lejanísimas y también tierras firmes que hasta ahora no habían sido encontradas por ningún otro, en las cuales vive una inmensa cantidad de gente que según se afirma van desnudos y no comen carne y que –según pueden opinar vuestros enviados– creen que en los cielos existe un solo Dios creador, y parecen suficientemente aptos para abrazar la fe católica y para ser imbuidos en las buenas costumbres, y se tiene la esperanza de que si se los instruye se introduciría fácilmente en dichas islas y tierras el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo (…).Nos pues encomendando grandemente en el Señor vuestro santo y laudable propósito, y deseando que el mismo alcance el fin debido y que en aquellas regiones sea introducido el nombre de nuestro Salvador, os exhortamos (…) y os requerimos atentamente a que prosigáis de este modo esta expedición y que con el ánimo embargado de celo por la fe ortodoxa queráis y debáis persuadir al pueblo que habita en dichas islas a abrazar la profesión cristiana sin que os espanten en ningún tiempo ni los trabajos ni los peligros (…). Y para que (…) asumáis más libre y audazmente una actividad tan importante (…) haciendo uso de la plenitud de la potestad apostólica y con la autoridad de Dios omnipotente que detentamos en la tierra y que fue concedida al bienaventurado Pedro y como Vicario de Jesucristo, a tenor de las presentes, os donamos, concedemos y asignamos perpetuamente, a vosotros y a vuestros herederos y sucesores en los reinos de Castilla y León, todas y cada una de las islas y tierras predichas y desconocidas que hasta el momento han sido halladas por vuestros enviados y las que se encontrasen en el futuro y que en la actualidad no se encuentren bajo el dominio de ningún otro señor cristiano, junto con todos sus dominios, ciudades, fortalezas, lugares y villas, con todos sus derechos, jurisdicciones correspondientes y con todas sus pertenencias; y a vosotros y a vuestros herederos y sucesores os investimos (…). Y además os mandamos en virtud de santa obediencia que haciendo todas las debidas diligencias del caso, destinéis a dichas tierras e islas varones probos y temerosos de Dios, peritos y expertos para instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes[2].

He aquí el justo título que se ha invocado siempre por parte de España: la donación pontificia de las tierras por descubrir.

Dicha “donación” de las tierras tiene su fundamento en el derecho divino, es decir, en el mismo derecho que posee el Sumo Pontífice de hacer uso de los bienes temporales en orden a lo espiritual. Tal acto jurídico de parte del Papa, no solo no fue discutido en su tiempo, sino que fue aceptado completamente por Europa.

Desde el punto de vista de la Teología el hecho podría explicarse así; antes de subir al Padre, Jesucristo dijo: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 18-20).

Al ser investido Pedro como Vicario (representante) de Cristo en el mundo, también tiene él todo poder en el Cielo y en la Tierra, de aquí que pueda utilizar (como dice la Bula) “la plenitud de la potestad apostólica”, haciendo uso de su potestad patrimonial en vistas del bien común espiritual de las almas. Vale la pena recordar esto: el poder temporal del Papa es siempre en orden a un fin espiritual, de allí que esta donaciónde América a la corona española tenga el fin principal de llevar el Evangelio a este Nuevo Mundo, sin violarles el derecho que poseen por naturaleza a que se les predique el Evangelio. Dicha donación sin embargo, es “con cargo”, es decir con una cierta obligación de que los reyes (y sus sucesores) debanevangelizar e “instruir en la fe católica e imbuir en las buenas costumbres a sus pobladores y habitantes”, de ahí que, incumplido el cargo, podría perfectamente revocarse[3].

Por último, una cosa que no debe dejar de considerarse es que la donación pontificia otorgaba la propiedad de estas tierras a la “Corona”, no al “Estado Español” (es decir, el gobierno de turno), por esto la autonomía primero y la independencia después de los países americanos, comenzada a inicios del siglo XIX fue legítima. Se adujo que los justos títulos habían caducado al abdicar la Corona en manos de Bonaparte y que no se quería servir sino a la corona española que estaba siendo atacada por los enemigos de la Madre Patria y de la Religión.

Ahora bien; al parecer, dicha “donación” podía ser aceptada por los europeos siguiendo su costumbre jurídica, pero… ¿no era un atropello frente al derecho de dominio de los habitantes precolombinos que no conocían a Cristo ni sabían que la tierra le pertenecía? ¿Qué derecho tenía el Papa de “donar” lo que era “de otros?”.

La conquista frente al derecho natural, según Francisco de Vitoria

Pudiendo quedarse en la respuesta teológica (que no por ello deja de ser cierta)[4], la Cristiandad también intentó preguntarse acerca de los justos títulos en base al orden natural. Es decir, en el caso de que alguien no aceptara la gloriosa donación papal a la corona española: ¿había derecho a asentarse en las tierras americanas? España será, lo repetimos, la única nación en la historia que hizo un examen de conciencia político sobre el tema; no lo hizo Inglaterra con Estados Unidos; no lo hizo la URSS con la infinidad de tierras robadas a diversos países durante el comunismo; no lo hizo Israel con los palestinos. Fue España la que puso un “parate” y se preguntó acerca de lo que estaba haciendo. Es acertada, entonces, la frase de Caturelli cuando dice que “es conveniente volver a señalar que no se conoce, en la historia de la humanidad, una actitud semejante: un doctor, Vitoria, muchos doctores españoles, un rey y un pueblo, por propia decisión, plantean de modo permanente, la legitimidad y moralidad de sus actos; una nación tiene el propósito de no soslayar el drama, nunca resuelto del todo en el tiempo finito de la historia, de la conciencia cristiana”[5].

Fue, como decíamos, Francisco de Vitoria quien encabezó el planteo acerca de los “justos títulos”. Bastaba, ciertamente, con la donación; sin embargo quiso desmenuzar la madeja para volver a armarla luego. Para ello recurrió al derecho natural e internacional[6].

Veámoslo poco a poco según su propia visión[7]:

1. La sociedad y comunicación natural

“Los españoles tienen derecho a recorrer los territorios de los Indios y a permanecer allí, mientras no causen daños a los bárbaros, y estos no pueden prohibírselo”.

Es de derecho natural o más bien, está ínsito en la naturaleza humana el que seamos animales sociales(“animal político” llamaba Aristóteles al hombre), de aquí que era legítimo al español el visitar Las Indias y ofrecer un intercambio de bienes sin causarles daño alguno. Por el mismo motivo les sería lícito comerciar con ellos y participar de los bienes que no son de nadie (res nullius) como por ejemplo, recoger el oro de los campos, las perlas o los peces del mar, etc.; el principio es: “las cosas que no son de ninguno son de quien las ocupa o posee”.

2. La propagación de la religión cristiana

Se pasa ahora del precedente motivo de derecho natural al derecho divino positivo, derecho y deber al mismo tiempo (existencialmente prioritario) de poder predicar y comunicar la salvación cristiana por parte de la Iglesia y sus miembros.

Así lo declara:

“Los cristianos tienen derecho de predicar y anunciar el Evange­lio en las provincias de los bárbaros y aunque esto es de derecho común y está permitido a todos, pudo, sin embargo, el Papa enco­mendar esta misión a los españoles y prohibírsela a los demás. Si los indios se oponen es lícito llevarles guerra” –afirmaba nuestro autor.

Está el derecho (y la obligación) de los cristianos de propagar el Evangelio y esto no solo se deriva de las palabras de Cristo (“id y ense­ñad a toda creatura…”), sino también surge a partir del derecho de recorrer el territorio libremente y comerciar con sus gentes, enseñando también “la verdad a los que quieran oír”; además, porque quedarían fuera del estado de salvación si no se les predicara y también los indios tenían derecho a ser instruidos en la Fe. ¿O acaso no es también un “derecho humano” el poder acceder a un culto? ¿Con qué derecho se les denegaría esa facultad a los aborígenes que aun no habían conocido el mensaje del Evangelio? ¿Qué ley se invocaría para impedirles la posibilidad de religarse con el Dios Verdadero?

La religión cristiana nunca ha sido impuesta por la fuerza y si en algunas ocasiones lo fue, se trató de un exceso reprochable por parte de la autoridad; el abrazar la Fe implica una aceptación libre de la voluntad (“non ad imponendam, sed disuadendam”, decía San Agustín, es decir, disuadiendo, no imponiendo).

El Papa Alejandro VI, en este caso, podía encomendar esta misión a determinado grupo de personas (las coronas de Castilla y León y sus vasallos) y prohibírselo a los demás para unificar los criterios; ¿con qué derecho? Con el de ser la cabeza de la Iglesia y pastor supremo.

3. Defensa de los indios convertidos

“Si algunos bárbaros se convierten al cristianismo, y sus prín­cipes quieren por la fuerza o por medio del terror volverlos a la idolatría, los españoles por esta razón, si no hay otra forma, pueden también hacer la guerra, hasta destituir a veces a sus gobernantes”.

Es decir, si los indios, aun permitiendo la predicación la impidieran después la conversión de algunos, matando o castigando a los convertidos (como ocurrió en diversas ocasiones y como sucede en Medio Oriente con los musulmanes que se convierten al cristianismo), los españoles tendrían el derecho de defender a esos terceros contra la persecución declarándoles la guerra y hasta destituyendo a sus jefes como se hace en la guerra justa.

Entra aquí en juego la legítima defensa del tercero, como sucede incluso en la moral individual. ¿Qué derecho tiene un hombre de entrometerse en el caso de una joven que desea hacerse un aborto aludiendo que “puede hacer lo que quiera ‘con su cuerpo’”? El derecho (y la obligación) que tiene quien interviene es el derecho que le da la defensa de un tercero indefenso (el hijo).

4. El cambio o suplantación del príncipe

“Si una buena parte de los bárbaros se hubiera convertido a la fe de Cristo…, mientras sean cristianos de verdad puede el Papa con causa justa, pídanlo ellos o no, darles un príncipe cristiano y quitarles los otros príncipes infieles”.

Dicha frase se desprende del poder temporal que posee el Papa en orden a lo espiritual. Si el gobernante que posee un grupo de cristianos es mediocre o bien contrario al bien común espiritual, aquel –como jefe de los cristianos– puede sugerir un dirigente más adecuado para sus súbditos.

5. Tiranía de los gobernantes

En el ámbito del derecho natural, el daño de los terceros inocentes legitima también en favor de estos a los conquistadores –como dice Vitoria; los españoles pueden intervenir en su favor “ante el daño de los inocentes, como cuando se ordena el sacrificio de hombres o la matanza de hombres libres de culpa con el fin de devorarlos”.

Así comenta el propio pa­dre Vitoria: “Aun sin la autoridad del Pontífice, los príncipes españoles pueden prohibir a los bárbaros tan nefastas costumbres y ritos, porque tienen derecho a defender a los inocentes de una muer­te injusta (…). Se puede intimar a los bárbaros a que desistan de semejantes ritos; si se niegan, existe ya una causa para hacerles guerra y emplear contra ellos todos los derechos de guerra. Y si tan sacrílega costumbre no puede abolirse de otro modo, se puede cambiar a sus jefes e instituir nuevos gobiernos”.

Ya hemos señalado que la estructura de la sociedad precolombina podía caracterizarse como una sociedad de dominadores y de esclavos. La enorme bibliografía actual así lo muestra tanto la referida a Mesoamérica cuanto a la América andina, de allí que semejante tiranía terminara en la alianza de grupos indígenas con los conquistadores españoles para luchar contra caciques y vecinos tiránicos.

Dicha existencia de “leyes inhumanas que perjudi­can a los inocentes” da el derecho de intervención; es el caso –como se vio– de los sacrificios humanos y la antropofagia que, aunque practicados en diversísimos lugares de América, alcanzaron su culmen entre los aztecas. El derecho natural exige la defensa del inocente y por ello se puede obligar a los indios a aban­donar esas prácticas; si se niegan, entonces podría declarárseles la guerra.

6. La verdadera y libre elección

 

“Si los bárbaros mismos, comprendiendo la prudente administra­ción de los españoles, libremente quisieran –tanto los príncipes como los súbditos– tener y recibir como soberano al rey de España, este podría ser y sería título legítimo y aun de derecho natural”.

Este es el caso de las reducciones jesuíticas y franciscanas, en donde los indios optaban libremente por pertenecer a la Corona de España al entender el beneficio enorme que les traía en el ámbito material y espiritual.

7. En razón de aliados y amigos

 

“A veces los mismos bárbaros guerrean entre sí legítimamente, y la parte que padeció injusticia y tiene derecho a declarar la guerra, puede llamar en su auxilio a los españoles y repartir con ellos el botín de la victoria”.

Este último fue el caso (el mismo Vitoria lo recuerda), de la alianza de los tlaxcaltecas con Cortés y sus españoles para derrocar la tiranía del imperio azteca.

Reflexiones finales

Como dice Caponnetto, “la verdad es que los indios ejercieron entre ellos, con toda naturalidad, las prácticas comunes del saqueo, la invasión armada, la expansión violenta, el reparto de bienes y tierras como botín de guerra y el despojo más absoluto de las tribus vencidas. Impuestos, cargas, retribuciones forzadas, exacciones y pesados tributos, fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la llegada de los españoles. Y la noción jurídica de propiedad era tan inexistente como la de igualdad. El más fuerte sometía al más débil, las tierras eran propiedad arbitraria de los jefes vencedores, el trabajo forzado para un Estado despótico y divinizado resultaba la norma, y quienquiera que hubiese osado plantear –como lo hicie­ron los españoles– cuáles eran los justos títulos de las tribus domi­nantes para enseñorearse sobre las dominadas, no hubiese pasado del balbuceo inicial”[8].

Hay una cosa que es muy cierta: los principales dueños de la tierra que encontraron los españoles (aztecas, incas y mayas), lo eran a expensas de otros dueños. Y no faltaron los casos en que, gracias a la Conquista, diversos pueblos sojuzgados pudieron reencontrarse con una situación más benigna que les había sido negada. También es cierto que no todos los bienes ni todas las propie­dades de las que se apoderaron los españoles tenían dueño conoci­do; además, existían enormes regiones y riquezas sin ex­plorar ni descubrir ni trabajar (¡solo el 5% de América estaba poblada!).

No somos nosotros, hombres “desarrollados” del siglo XXI los que nos preguntamos acerca de los “derechos” de propiedad de España en América. Ya en aquellas épocas otros lo hicieron antes, y hasta podríamos invertir la carga de la prueba preguntándonos: “¿eran justos los títulos que tenían los indios antes de que llegaran los españoles?”.

En efecto, fue en el Perú que el Virrey Don Francisco de Tole­do, se propuso indagar la real dimensión de la injusticia del siste­ma incaico y, consiguientemente, el grado de justificación que en­contraba la acción española. Para ello se sumió en la investigación de las célebres Informaciones y dispuso la preparación de una ‘historia verdadera’ a cargo de Pedro Sarmiento de Gamboa. Tanto allí como en la Historia Índica, se contienen argumentos más que suficientes para enten­der que la tan mentada “propiedad indígena” de los grupos dominan­tes se asentaba en razones de fuerza y de despojo.

Además, como ya se ha dicho, España no instaló “colonias”, sino “encomiendas” y “reparticiones” y “virreinatos”. Se “encomendaba” lo inhóspito y se “repartía” lo habitado para poder evangelizarlo y civilizarlo. Es distinto fundar una ciudad en el desierto y hacerla “propia”, que saquear una casa particular llena de bienes.

Lo cierto es que España se desangró fundando ciudades en lugares inhóspitos (como por ejemplo, Santiago del Estero en Argentina, donde el calor llega a los 50° y donde hay que recorrer casi 1000 kilómetros para poder llegar al mar). Podría haber elegido primero lugares más “redituables” para ello, como Buenos Aires (que tiene zona costera), pero quiso privilegiar la evangelización antes que la comercialización.

Como bien dice Caponnetto: “Los fabricantes de leyendas negras que vuelven y revuelven constantemente sobre la manta por el oro como única razón de la Conquista, deberían explicar también por qué España llega, perma­nece y se instala no solo en zonas de explotación minera sino en territorios inhóspitos y agrestes, que las espadas tuvieron que abrir a su paso para qué luego pudiera fecundarse el surco e izarse la Cruz de Cristo. Por qué no se abandonó la empresa conquistadora si recién en la segunda mitad del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por­qué, en resumen, si solo contaba el oro, no es solo un mercado ne­grero y esclavista, un vulgar lupanar financiero, lo que ha quedado como testimonio de la acción de España en América, sino un con­glomerado de naciones ricas de Fe y de Cultura”[9].

En fin, España quiso servir a Dios antes que a Mamón.

 


[1] Véase al respecto el precioso libro de Jean Dumont, El amanecer de los derechos del hombre: la controversia de Valladolid, Encuentro, Madrid 1997, pp. 280.

[2]«Inter coetera» (1era.) de Alejandro VI, del 3 de mayo de 1493; traducción extraída de America Pontificia primi saeculi evangelizationis, 1493-1592, J. Metzler, I, Vaticano 1991, 71-75. Existe también, al día siguiente de esta, una reedición sustancialmente igual a la presente pero con la inclusión de la línea imaginaria que establecía el límite entre los territorios castellanos y portugueses por conquistar.

[3] Para quien quiera ampliar dicha tesis, vea Enrique Díaz Araujo, Propiedad indígena, UCALP, La Plata 2009, 111 pp. y América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005, tº 1, del mismo autor. A quien interese el tema sobre la facultad de donar tierras por parte del Papa, puede consultar también al gran santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II IIae, q. 10, a. 10: “Se debe considerar que el dominio y autoridad han sido introducidos por el derecho humano, mientras que es de derecho divino la distinción entre fiel e infiel. Ahora bien, el derecho divino, que procede de la gracia, no abroga el derecho humano, que se funda en la razón natural. Por lo tanto, la distinción entre fiel e infiel, en sí misma, no abroga el dominio y jurisdicción de los infieles sobre los fieles. Puede, no obstante, ser derogado, en justicia, ese derecho de dominio o prelacía por sentencia u ordenación de la Iglesia, investida de la autoridad de Dios. Efectivamente, los infieles, debido a su infidelidad, merecen perder su autoridad sobre los fieles, que han sido elevados a hijos de Dios. La Iglesia, sin embargo, unas veces lo hace y otras no. (…) Mas en el caso de los infieles no sometidos temporalmente a la Iglesia o a sus miembros, no estableció esta ese derecho, aunque pudiera jurídicamente establecerlo. La Iglesia adopta esa postura para evitar el escándalo. También el Señor manifestó que podía excusarse del tributo porque los hijos son libres (Mt 17,24). Sin embargo, mandó pagar el tributo para evitar el escándalo”.

[4] Seguimos aquí las consideraciones hechas por Ramón Menéndez Pidal, Vitoria y las Casas, Espasa-Calpe, Madrid 1958, 20-30 y en Alberto Caturelli, El nuevo mundo, UPAEP, México 1991, 177-182.

[5] Alberto Caturelli, op cit., 178.

[6] Hay, sin embargo, quienes ven en el teólogo salmantino una ayuda similar a un salvavidas de plomo…. Esta es la posición de Enrique Díaz Araujo. Según el historiador argentino, Vitoria, alejándose del legítimo derecho papal de donación, atacó indirectamente a la corona española con sus “razones naturales”, dando pie a un futuro ataque de la intelectualidad liberal y masónica. Para este autor, el verdadero derecho español sobre América es la donación papal del Vicario de Cristo y, el resto, macanas. Cfr. Enrique Díaz Araujo, América, la bien donada, UAG, Guadalajara 2005.

[7] Véase aquí los extractos traídos por Cayetano Bruno, La España misionera, Didascalia, Rosario 1990, 82-84.

[8] Antonio Caponnetto, Hispanidad y leyendas negras, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires 1989, 97.

[9] Antonio Caponnetto, op. cit., 107.