Advirtió contra el deslumbramiento engañoso del relativismo

Papa Francisco en Corea: encuentro con obispos de Asia y Misa de clausura de la Jornada de la Juventud

 

El Papa Francisco se reunió hoy con 68 Obispos de 35 países de Asia, en el Santuario de los mártires en Haemi y les alertó sobre las tentaciones del «espíritu del mundo», especialmente el relativismo, la superficialidad y las «respuestas fáciles». Posteriormente, la VI Jornada de la Juventud Asiática concluyó con una misa en el castillo de Haemi.

17/08/14 11:58 AM


(Agencias/InfoCatólica) Durante el encuentro con los obispos asiáticos, el Santo Padre aseguró que en el «vasto continente» de Asia, «en el que conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos».

«De hecho, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia. Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida y el punto de referencia fundamental para llegar a nuestra meta? Ciertamente, ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos». El papa Francisco subrayó que «no podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad».

«Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo».

El Papa advirtió que «no siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de diversos modos». El primero, señaló, «es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación».

«No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad».

Una segunda tentación, continuó, «es la superficialidad: la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes». «Si no estamos enraizados en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo».

La tercera tentación, apuntó, es «la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. La fe, por su naturaleza, no está centrada en sí misma, la fe tiende a ‘salir fuera’. Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión». «Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda. A partir de ella comienza nuestro diálogo y ella es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse». «Ya que Cristo es nuestra vida, hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo».

El Papa luego añadió «un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz». «Permítanme, por tanto, que les pregunte por los frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa?».

El papa Francisco señaló además que «junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía». «Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, esperanzas y aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa».

El Santo Padre expresó al final su confianza en que «en este espíritu de apertura a los otros», los países asiáticos «con los que la Santa Sede no tiene aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará». Palabras del Papa a los obispos.

Después del encuentro con los obispos, algunos minutos después de las 16 horas locales, el Santo Padre llegó al castillo de Haemi en una camioneta blanca con un sobrio dosel, en medio de los vivas y alegría de los presentes. El vehículo se detuvo varias veces para permitir que el Santo Padre diera su bendición y besara a varios niños. Entre el numeroso público coreano se encontraban unos 6 mil jóvenes que participaron a la Jornada de la Juventud Asiática, provenientes de 22 países.

El altar para la santa misa, que inició a las 16,30 locales estaba en un estrado con techos tipo pagoda de líneas convexas y tejas azules, con un aire muy oriental. Tenía además dos fajas de color rojo y azul, que en el logo de la JJA signifícan las dos partes, norte y sur, de un mismo país, Corea.

Mientras los celebrantes ingresaban, el coro entonaba el himno de la JMJ. El Santo Padre vestía paramentos blancos, con la mitra crema y dorada y el palio con sus cruces negras.

El Papa celebró la misa en latín e hizo su homilía en idioma inglés. Las lecturas han sido en diversos idiomas asiáticos: la primera lectura en tagalog o filipino, la segunda lectura en otro idioma asiático, mientras que el evangelio ha sido leído en idioma coreano.

En la homilía el papa Francisco le comentó a los jóvenes el lema de la JJ Asiática: «La gloria de los mártires brilla sobre ti». Y «con la certeza del amor de Dios» les invitó: «Vayan al mundo, de modo que ‘con ocasión de la misericordia obtenida’, sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus conciudadanos y todas las personas de este gran continente ‘alcancen misericordia’, Esta misericordia es la que nos salva. Y concluyó: «Queridos jóvenes de Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, sigan este camino que sin duda les llenará de alegría». Homilía del Santo Padre en la Misa de clausura de la JJA.


Palabras del Papa a Obispos de Asia

Queridos hermanos Obispos,

Reciban mi saludo cordial y fraterno en el Señor ahora que estamos reunidos en este lugar santo donde muchos cristianos dieron sus vidas por fidelidad a Cristo. Su testimonio de caridad ha traído gracias y bendiciones no sólo a la Iglesia en Corea sino también más allá de sus confines; que sus oraciones nos ayuden a ser pastores fieles de las almas confiadas a nuestros cuidados.

Agradezco al Cardenal Gracias sus amables palabras de bienvenida y la labor de la Federación de las Conferencias Episcopales de Asia en orden a impulsar la solidaridad y promover la acción pastoral en sus Iglesias locales.

En este vasto continente, en el que conviven una gran variedad de culturas, la Iglesia está llamada a ser versátil y creativa en su testimonio del Evangelio, mediante el diálogo y la apertura a todos.

De hecho, el diálogo es una parte esencial de la misión de la Iglesia en Asia (cf. Ecclesia in Asia, 29). Pero al emprender el camino del diálogo con personas y culturas, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida y el punto de referencia fundamental para llegar a nuestra meta?

Ciertamente, ha de ser el de nuestra propia identidad, nuestra identidad de cristianos. No podemos comprometernos propiamente a un diálogo si no tenemos clara nuestra identidad.

Y, por otra parte, no puede haber diálogo auténtico si no somos capaces de tener la mente y el corazón abiertos a aquellos con quienes hablamos, con empatía y sincera acogida. Tener clara la propia identidad y ser capaces de empatía son, por tanto, el punto de partida de todo diálogo.

Si queremos hablar con los otros, con libertad, abierta y fructíferamente, hemos de tener bien claro lo que somos, lo que Dios ha hecho por nosotros y lo que espera de nosotros. Y, si nuestra comunicación no quiere ser un monólogo, hemos de tener apertura de mente y de corazón para aceptar a las personas y a las culturas.

No siempre es fácil asumir nuestra identidad y expresarla, puesto que, como pecadores que somos, siempre estamos tentados por el espíritu del mundo, que se manifiesta de diversos modos. Quisiera señalar tres.

El primero es el deslumbramiento engañoso del relativismo, que oculta el esplendor de la verdad y, removiendo la tierra bajo nuestros pies, nos lleva a las arenas movedizas de la confusión y la desesperación.

Es una tentación que hoy en día afecta también a las comunidades cristianas, haciéndonos olvidar que «bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre» (Gaudium et spes, 10; cf. Hb 13,8).

No hablo aquí del relativismo únicamente como sistema de pensamiento, sino de ese relativismo práctico de cada día que, de manera casi imperceptible, debilita nuestro sentido de identidad.

Un segundo modo mediante el cual el mundo amenaza la solidez de nuestra identidad cristiana es la superficialidad: la tendencia a entretenernos con las últimas modas, artilugios y distracciones, en lugar de dedicarnos a las cosas que realmente son importantes (cf. Flp 1,10).

En una cultura que exalta lo efímero y ofrece tantas posibilidades de evasión y de escape, esto puede representar un serio problema pastoral. Para los ministros de la Iglesia, esta superficialidad puede manifestarse en quedar fascinados por los programas pastorales y las teorías, en detrimento del encuentro directo y fructífero con nuestros fieles, especialmente con los jóvenes, que tienen necesidad de una sólida catequesis y de una buena dirección espiritual.

Si no estamos enraizados en Cristo, las verdades que nos hacen vivir acaban por resquebrajarse, la práctica de las virtudes se vuelve formalista y el diálogo queda reducido a una especie de negociación o a estar de acuerdo en el desacuerdo.

Hay una tercera tentación: la aparente seguridad que se esconde tras las respuestas fáciles, frases hechas, normas y reglamentos. La fe, por su naturaleza, no está centrada en sí misma, la fe tiende a «salir fuera». Quiere hacerse entender, da lugar al testimonio, genera la misión.

En este sentido, la fe nos hace al mismo tiempo audaces y humildes en nuestro testimonio de esperanza y de amor. San Pedro nos dice que tenemos que estar dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a quien nos lo pidiere (cf. 1 P 3,15). Nuestra identidad de cristianos consiste, en definitiva, en el compromiso de adorar sólo a Dios y amarnos mutuamente, de estar al servicio los unos de los otros y de mostrar mediante nuestro ejemplo no sólo lo que creemos sino también lo que esperamos y quién es Aquel en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2 Tm 1,12).

Así pues, la fe viva en Cristo constituye nuestra identidad más profunda. A partir de ella comienza nuestro diálogo y ella es lo que debemos compartir, sincera y honestamente, sin fingimientos, mediante el diálogo de la vida cotidiana, el diálogo de la caridad y en todas aquellas ocasiones más formales que puedan presentarse. Ya que Cristo es nuestra vida (cf. Flp 1,21), hablemos de él y a partir de él, con decisión y sin miedo.

La sencillez de su palabra se transparenta en la sencillez de nuestra vida, la sencillez de nuestro modo de hablar, la sencillez de nuestras obras de servicio y caridad con los hermanos y hermanas.

Quisiera añadir un aspecto más de nuestra identidad como cristianos: su fecundidad. Naciendo y nutriéndose continuamente de la gracia de nuestro diálogo con el Señor y de los impulsos del Espíritu, da frutos de justicia, bondad y paz.

Permítanme, por tanto, que les pregunte por los frutos de la identidad cristiana en su vida y en la vida de las comunidades confiadas a su atención pastoral. ¿La identidad cristiana de sus Iglesias particulares queda claramente reflejada en sus programas de catequesis y de pastoral juvenil, en su solicitud por los pobres y los que se consumen al margen de nuestras ricas sociedades y en sus desvelos por fomentar las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa?

Finalmente, junto a un claro sentido de la propia identidad cristiana, un auténtico diálogo requiere también capacidad de empatía.

Se trata de escuchar no sólo las palabras que pronuncia el otro, sino también la comunicación no verbal de sus experiencias, esperanzas y aspiraciones, de sus dificultades y de lo que realmente le importa.

Esta empatía debe ser fruto de nuestro discernimiento espiritual y de nuestra experiencia personal, que nos hacen ver a los otros como hermanos y hermanas, y «escuchar», en sus palabras y sus obras, y más allá de ellas, lo que sus corazones quieren decir.

En este sentido, el diálogo requiere por nuestra parte un auténtico espíritu «contemplativo» de apertura y acogida del otro. Esta capacidad de empatía posibilita un verdadero diálogo humano, en el que las palabras, ideas y preguntas surgen de una experiencia de fraternidad y de humanidad compartida.

Nos hace capaces de un auténtico encuentro, en que se habla de corazón a corazón. Nos enriquece con la sabiduría del otro y nos dispone a recorrer juntos el camino de un mayor conocimiento, amistad y solidaridad.

Como dijo justamente san Juan Pablo II, nuestro compromiso por el diálogo se basa en la lógica de la encarnación: en Jesús, Dios mismo se ha hecho uno de nosotros, ha compartido nuestra existencia y nos ha hablado con un lenguaje humano (cf. Ecclesia in Asia, 29).

En este espíritu de apertura a los otros, tengo la total confianza de que los países de este continente con los que la Santa Sede no tiene aún una relación plena avancen sin vacilaciones en un diálogo que a todos beneficiará.

Queridos hermanos en el Episcopado, les agradezco su acogida fraterna y cordial. Viendo este gran continente asiático, su vasta extensión de tierra, sus antiguas culturas y tradiciones, nos damos cuenta de que, en el plan de Dios, las comunidades cristianas son verdaderamente un pusillus grex, un pequeño rebaño, al que, sin embargo, se le ha confiado la misión de llevar la luz del Evangelio hasta los confines del mundo.

El Buen Pastor, que conoce y ama a cada una de sus ovejas, guíe y fortalezca sus desvelos por congregar a todos en la unidad con él y con los miembros de su rebaño extendido por el mundo.

Encomiendo a cada uno de ustedes a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y les imparto de corazón mi bendición, como prenda de gracia y de paz en el Señor.


Homilía del Papa en la misa con los jóvenes de la JJ asiática

 

«Queridos amigos:

«La gloria de los mártires brilla sobre ti». Estas palabras, que forman parte del lema de la VI Jornada de la Juventud Asiática, nos dan consuelo y fortaleza. Jóvenes de Asia, ustedes son los herederos de un gran testimonio, de una preciosa confesión de fe en Cristo. Él es la luz del mundo, la luz de nuestras vidas. Los mártires de Corea, y tantos otros incontables mártires de toda Asia, entregaron su cuerpo a sus perseguidores; a nosotros, en cambio, nos han entregado un testimonio perenne de que la luz de la verdad de Cristo disipa las tinieblas y el amor de Cristo triunfa glorioso. Con la certeza de su victoria sobre la muerte y de nuestra participación en ella, podemos asumir el reto de ser sus discípulos hoy, en nuestras circunstancias y en nuestro tiempo.

Esas palabras son una consolación. La otra parte del lema de la Jornada –«Juventud de Asia, despierta»– nos habla de una tarea, de una responsabilidad. Meditemos brevemente cada una de estas palabras.

En primer lugar, «Asia». Ustedes se han reunido aquí en Corea llegados de todas las partes de Asia. Cada uno tiene un lugar y un contexto singular en el que está llamado a reflejar el amor de Dios. El continente asiático, rico en tradiciones filosóficas y religiosas, constituye un gran horizonte para su testimonio de Cristo, «camino, verdad y vida» (Jn 14,6). Como jóvenes que no sólo viven en Asia, sino que son hijos e hijas de este gran continente, tienen el derecho y el deber de participar plenamente en la vida de su sociedad. No tengan miedo de llevar la sabiduría de la fe a todos los ámbitos de la vida social.

Además, como jóvenes asiáticos, ustedes ven y aman desde dentro todo lo bello, noble y verdadero que hay en sus culturas y tradiciones. Y, como cristianos, saben que el Evangelio tiene la capacidad de purificar, elevar y perfeccionar ese patrimonio. Mediante la presencia del Espíritu Santo que se les comunicó en el bautismo y con el que fueron sellados en la confirmación, en unión con sus Pastores, pueden percibir los muchos valores positivos de las diversas culturas asiáticas. Y son además capaces de discernir lo que es incompatible con la fe católica, lo que es contrario a la vida de la gracia en la que han sido injertados por el bautismo, y qué aspectos de la cultura contemporánea son pecaminosos, corruptos y conducen a la muerte.

Volviendo al lema de la Jornada, pensemos ahora en la palabra «juventud». Ustedes y sus amigos están llenos del optimismo, de la energía y de la buena voluntad que caracteriza esta etapa de su vida. Dejen que Cristo transforme su natural optimismo en esperanza cristiana, su energía en virtud moral, su buena voluntad en auténtico amor, que sabe sacrificarse. Éste es el camino que están llamados a emprender. Éste es el camino para vencer todo lo que amenaza la esperanza, la virtud y el amor en su vida y en su cultura. Así su juventud será un don para Jesús y para el mundo.

Como jóvenes cristianos, ya sean trabajadores o estudiantes, hayan elegido una carrera o hayan respondido a la llamada al matrimonio, a la vida religiosa o al sacerdocio, no sólo forman parte del futuro de la Iglesia: son también una parte necesaria y apreciada del presente de la Iglesia. Permanezcan unidos unos a otros, cada vez más cerca de Dios, y junto a sus obispos y sacerdotes dediquen estos años a edificar una Iglesia más santa, más misionera y humilde, una Iglesia que ama y adora a Dios, que intenta servir a los pobres, a los que están solos, a los enfermos y a los marginados.

En su vida cristiana tendrán muchas veces la tentación, como los discípulos en la lectura del Evangelio de hoy, de apartar al extranjero, al necesitado, al pobre y a quien tiene el corazón destrozado. Estas personas siguen gritando como la mujer del Evangelio: «Señor, socórreme». La petición de la mujer cananea es el grito de toda persona que busca amor, acogida y amistad con Cristo. Es el grito de tantas personas en nuestras ciudades anónimas, de muchos de nuestros contemporáneos y de todos los mártires que aún hoy sufren persecución y muerte en el nombre de Jesús: «Señor, socórreme». Este mismo grito surge a menudo en nuestros corazones: «Señor, socórreme». No respondamos como aquellos que rechazan a las personas que piden, como si atender a los necesitados estuviese reñido con estar cerca del Señor. No, tenemos que ser como Cristo, que responde siempre a quien le pide ayuda con amor, misericordia y compasión.

Finalmente, la tercera parte del lema de esta Jornada: «Despierta», habla de una responsabilidad que el Señor les confía. Es la obligación de estar vigilantes para no dejar que las seducciones, las tentaciones y los pecados propios o los de los otros emboten nuestra sensibilidad para la belleza de la santidad, para la alegría del Evangelio. El Salmo responsorial de hoy nos invita repetidamente a «cantar de alegría». Nadie que esté dormido puede cantar, bailar, alegrarse. Queridos jóvenes, «nos bendice el Señor nuestro Dios» (Sal 67); de él hemos «obtenido misericordia» (Rm 11,30). Con la certeza del amor de Dios, vayan al mundo, de modo que «con ocasión de la misericordia obtenida por ustedes» (v. 31), sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, sus conciudadanos y todas las personas de este gran continente «alcancen misericordia» (v. 31). Esta misericordia es la que nos salva.

Queridos jóvenes de Asia, confío que, unidos a Cristo y a la Iglesia, sigan este camino que sin duda les llenará de alegría. Y antes de acercarnos a la mesa de la Eucaristía, dirijámonos a María nuestra Madre, que dio al mundo a Jesús. Sí, María, Madre nuestra, queremos recibir a Jesús; con tu ternura maternal, ayúdanos a llevarlo a los otros, a servirle con fidelidad y a glorificarlo en todo tiempo y lugar, en este país y en toda Asia. Amén».