18.08.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Gloria

Santisima Trinidad

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Como era en el principio, ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén

A lo mejor hay quienes no tienen muy claro el sentido que la Santísima Trinidad tiene para un católico. Al menos como doctrina está más que definida y a estas alturas de la fe nadie que sea verdaderamente católico puede negar la misma o mirar para otro lado cuando se habla o se lee acerca de ella.

Mucho de lo que supone nuestra fe tiene que ver con hacer uso de la fórmula “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Es así porque es un misterio de Dios que tiene todo que ver con nuestra propia naturaleza humana.

Es bien cierto que podamos no acabar de comprender el todo de lo que eso supone pero no por eso podemos hacerlo de lado o, como hacen algunos, pensar que es una elaboración teológica con ánimo perjudicial para nuestro entendimiento. Y es que no podemos despreciar cuanto no comprendemos del todo.

Lo que fue

Le pedimos a Dios por aquello que sucedió en el “Principio”. Cuando hablamos de tal momento es cuando entendemos que, entonces, Dios creada, el Hijo estaba presente frente al Padre y el Espiritu Santo sobrevolaba las aguas de la creación. No podemos, siquiera, imaginar las cosas de otra forma. Por eso le pedimos a Dios por lo que fue en aquel tiempo, en aquel momento del principio de la Creación. Entonces, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo actuaban al unísono y provocaban lo que ha sido el empezar de una realidad de la que ahora disfrutamos.

Damos gracias a Dios
por lo que fue, porque supo hacer
lo que no existía,
porque habilitó lo inexistente
para que fuese,
porque meditó, en su corazón,
una mejor forma
de hacer que naciera
la vida.
Y como pudo, lo quiso y lo hizo.

Lo que es

Pero las gracias a Dios, al Hijo y al Espíritu Santo se las damos, también, por lo que hoy es. Y es que cuando el Todopoderoso creó no lo dejó todo abandonado. El “descando” del séptimo día no supuso un olvido de lo que había hecho. Eso es fabulosamente impensable y queda fuera de la voluntad de Quien todo lo hizo. Es que lo mantiene todo.

Por tal mantenimiento, por no habernos olvidado y seguir perdonando nuestras muchas caídas… por eso le damos gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

A Dios por estar; al Hijo por permanecer voluntariamente entre nosotros y al Espíritu Santo por guiarnos y no dejar que caigamos en la fosa a la que tanto se refirió el salmista.

Damos gracias a Dios
por nuestro presente,
por lo que ha hecho para que sea
posible,
porque ha querido que vivamos
y existamos,
porque nos permite dar gracias
si queremos darlas,
porque es Padre paciente
y porque lo es.

Lo que será

Pero también damos gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por lo que ha de ser. Como estamos más que seguros que la vida no termina en este mundo perdido y, muchas veces, alejado de forma voluntaria de la mano de Dios (y no por voluntad de su Creador) no bien cierto es que confiamos, y tenemos fe en eso, en que hay vida más allá de esta vida. Por eso damos gloria a Quien lo ha hecho posible.

Por los siglos de los siglos ha de querer decir que la gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo lo es, queremos que sea porque será, para toda la eternidad.

Y nosotros, además, que somos los beneficiados por la vida eterna que Dios nos entregó a cambio de la sangre de su Hijo, no podemos hacer otra cosa que dar gracias. Y dar gloria a Quien todo lo hace posible es una buena forma de hacerlo.

Damos gracias a Dios
y a Cristo y al Espíritu Santo
porque todo lo que ha de venir,
todo nuestro porvenir
será nuestro y será porvenir
porque la Santísima Trinidad
así lo ha querido.
Y damos gracias, ahora mismo
por el mundo que ha de venir,
por la eternidad que se nos ha entregado,
por vivir siempre con Quien todo lo puede
y ha querido quedarse con nosotros,
pecadores incapaces de darnos cuenta
de lo que debemos agradecer.


Gloria al Padre,
Gloria al Hijo,
Gloria al Espíritu Santo,
que son y están porque quieren
ser y estar,
porque tal Trinidad no sólo es santa
sino que es… y está.

Y Amén porque sea, porque es.

Eleuterio Fernández Guzmán