13.09.14

 

No podía faltar en nuestra bitácora, este año en que se cumplen 100 años de la muerte de San Pío X, una referencia a la condición de este pontífice como decisivo reformador de la música litúrgica, sobre todo a través de su famoso motu proprio Tra le sollecitudini, promulgado en 1903, concretamente el 22 de noviembre, día de Santa Cecilia, patrona de los músicos.

En este primer artículo dedicado al tema haré un bosquejo general del panorama en que se fraguó tal reforma, dejando para un artículo posterior las cuestiones más directamente relacionadas con su motu proprio.

En una primera aproximación lo que se percibe al escuchar la música sacra predominante durante el siglo XIX es un estilo cercano, si no idéntico, al de la ópera italiana. Las piezas de música sacra de ese estilo tienen una estructura y un desarrollo musical que no nacen de la estructura y sentido del texto, sino que siguen el impulso autónomo de la propia música. Ya en el siglo XVIII la música había levantado un vuelo artístico propio muy poderoso, y el aprecio ilustrado por la sencillez y la claridad había ido produciendo unas formas de composición cada vez más estructuradas, con unos elementos melódicos y armónicos que convergían cada vez más íntimamente con este deseo de claridad formal. En este planteamiento el texto litúrgico tendía a ser supeditado cada vez más al impulso autónomo de la música.

Este racionalismo ilustrado del s. XVIII había propugnado la unificación del estilo musical occidental primero alrededor del llamado barroco internacional (Bach, Haendel, Telemann), y después alrededor del  estilo clásico (Mozart, Haydn). Tal forma de componer, algunas de cuyas características permanecieron en el estilo teatral italiano hasta bien avanzado el siglo XIX, entra en crisis con la llegada del romanticismo. Al racionalismo amante de los conceptos nítidos y claros para el entendimiento, pero al fin y al cabo abstractos, sucede una reacción romántica que se apasiona en la búsqueda de lo concreto, de lo propio y característico. Este espíritu romántico, en lo socio-político, promueve la aparición de los diversos nacionalismos centrados en la búsqueda más o menos atinada de las características propias de los grupos humanos. Relacionada con esto está la investigación sobre la música popular propia de cada pueblo. De ahí el llamado nacionalismo musical, que lleva a los grandes compositores de diversos países a anclar toda la sofisticación de su creación sabia en lo sencillo y característico de la tradición popular.

En el siglo XIX también la Iglesia está buscando lo genuino y propio suyo. Y lo encuentra, con mucha razón, en el arte gótico y en la llamada, no sin cierta insidia, “Edad Media”. En lo musical el canto gregoriano, nacido en aquellos siglos de la Cristiandad, es reconocido naturalmente como expresión musical propia de la Iglesia. Hace no mucho escuché a un estudioso la certera observación de que incluso hoy en día, cuando desde la publicidad o el cine se quiere evocar a la Iglesia, se echa mano del estilo gótico en lo visible o el canto gregoriano en lo audible. Si acaso, en un segundo lugar, también un estilo polifónico solemne y contemplativo inspirado la polifonía del s. XVI. Pero es claro que el catolicismo no suele ser significado ni por las misas de Mozart, en el extremo de lo bueno, ni por las cancioncillas parroquiales del postconcilio, en el extremo de lo malo.

Ahora bien, en lo que respecta a la música hay una diferencia respecto a otras artes. Cuando los siglos cristianos plasmaron en la materia su impulso existencial dejaron para la posteridad cosas visibles, tangibles, que al cabo del tiempo podían ser contempladas en su estado original. Salvo casos de demolición o transformación traumática, una catedral del siglo XIII o un fresco del siglo XI podían ser conocidos perfectamente por el observador del siglo XIX. Pero no así la música, que carece de una existencia fija en el espacio y aprehensible por el entendimiento con una relativa independencia de las circunstancias. La música existe sólo en el fugaz momento en que suena. Después sólo quedan su recuerdo y los efectos que ha dejado en el espíritu.

De igual modo, el canto litúrgico de la Iglesia había experimentado una evolución a través de la serie incontable de momentos fugaces en que se había ejecutado, de modo que en el siglo XIX nadie tenía dudas de que el canto llano que sonaba en la iglesias no era idéntico ni mucho menos al canto gregoriano surgido hacia el siglo VIII. En consecuencia, el espíritu romántico general interesado en la búsqueda de lo concretamente tradicional y genuino despiertó el deseo de conocer el canto litúrgico en su condición original.

Creo que en este punto es necesario hacer una matización. Esta búsqueda de lo primigenio y genuino no era una novedad en la Iglesia. Por su condición –también en lo teológico- de cuerpo, de ente histórico, la Iglesia siempre reconoció la realidad de su evolución, y para garantizar que fuese una evolución sana, coherente y orgánica, y con el fin de corregir espasmos y desviaciones respecto a su crecimiento natural, siempre se había preocupado de volver periódicamente la vista a sus orígenes. Así, el Concilio de Trento también tuvo como objetivo en sus disposiciones litúrgicas y musicales recuperar la conexión con los comienzos. La diferencia es que en el siglo XIX esta misma reflexión estaba unida a los nuevos procedimientos científicos críticos y sistemáticos, que en el caso del canto litúrgico pasaban por la aproximación musicológica a las fuentes más antiguas conservadas. Y aquí surgió desde el principio un interesante debate entre dos posturas: por una parte, la de quienes consideraban posible y deseable una vuelta a los orígenes a través del estudio musicológico de los primitivos códices gregorianos; por otra, la de que quienes consideraban esta búsqueda una quimera no sólo imposible sino indeseable, por cuanto suponía el abandono de la realidad del canto llano vivo del siglo XIX, que no dejaba de ser un testimonio vivo de la evolución tradicional. Finalmente se impuso la primera opción, liderada por la abadía benedictina de Solesmes.

En otros géneros de la música sacra había ocurrido algo parecido, pero con consecuencias bastante más graves en el plano litúrgico-musical. En reacción a esto, a lo largo del siglo XIX fue apareciendo en diversos países un movimiento de músicos que compartían la intuición de que la música religiosa se había desviado gravemente de su camino. En 1817 Etienne-Alexandre Choron funda en París la que poco más tarde sería reconocida como Institution royale de Musique religieuse, y a partir de 1825 sus alumnos empiezan a interpretar obras de Palestrina en la liturgia de La Sorbona, toda una novedad en la época.

En 1830 Pío VIII reafirma en su breve Bonum est confiteri Dominum los principios del Concilio de Trento relativos a la música litúrgica. Por esos mismos años la refundada abadía benedictina de Solesmes comienza su decisivo trabajo de restauración del canto gregoriano conforme a los más antiguos códices conocidos.

En 1843 se funda en París la Societé de Musique vocale religieuse et classique, también con el fin de recuperar la polifonía católica tradicional. A esta sociedad se suma el compositor suizo Louis Niedermeyer (1802-1861), quien está plenamente convencido de que la clave para mejorar la música sacra está en la recuperación de los modelos polifónicos tradicionales. Y con estos principios funda en 1853 su propio centro de formación:la École Niedermeyer. El movimiento parisino para la restauración de la música sacra culmina con la fundación en 1894 de la Schola Cantorum.

En la Alemania católica, Franz Xaver Witt funda en 1868 en Regensburg la Sociedad Ceciliana  (Allgemeiner Cäcilien-Verband für Deutschland) para la restauración de la música sacra conforme a la auténtica tradición católica, concretada en el gregoriano y la polifonía, y reconocida oficialmente por Pío IX en 1870. Su impulso es continuado dentro de Alemania por Franz Xaver Haberl (1840-1910) en Ratisbona.

En Bélgica el prestigioso organista Jaak-Nicolaas Lemmens (1823-1881) funda en Malinas en 1878 su École de Musique religieuse.

En España el movimiento lo lidera Hilarión Eslava (1807-1878), maestro de capilla de la catedral de Sevilla y luego de la Capilla Real de Madrid. Eslava, después de unos primeros años de composiciones litúrgicas absolutamente teatrales, como su celebérrimo Miserere, hacia 1850 cambia su perspectiva y comienza a componer música litúrgica mucho más sobria y religiosa, desarrollando incluso una doctrina teórica sobre ello.

En Italia el movimiento de restauración de la música sacra se concreta en la fundación de la Associazione Italiana di S. Cecilia. Sobre el estado de la música religiosa en este país contamos con este testimonio sobre cómo se celebraban en 1870 las vísperas en la basílica romana de San Pablo Extramuros:

El canto de las vísperas viene a durar cerca de tres horas, y es una especie de “academia” musical. Los cantores están en la tribuna, solistas y coros; las voces son afectadas, teatrales; casi todos están sentados dando la espalda al altar para atender a la música. Es un espectáculo más profano que religioso. 

En 1884 Lucido Maria Parocchi, cardenal vicario de León XIII para la ciudad de Roma, promulgó su Ordinatio en la que señalaba la conveniencia de seguir “la tradición de los mayores”, entendida expresamente como “la herencia de San Gregorio Magno y Palestrina”, es decir: una vez más, el gregoriano y la polifonía romana del XVI.

León XIII quiso que fueran divulgados y explicados los fundamentos de la reforma de la música sacra que estaba ya en marcha en varios países, y encargó esta tarea al jesuita Angelo de Santi (1847-1922), quien será más tarde figura determinante para el motu proprio Tra le sollecitudini de Pío X.

El cardenal Giuseppe Sarto, futuro Pío X y por entonces patriarca de Venecia, había dedicado mucha atención a la cuestión de la música sacra desde sus tiempos de seminarista, y venía siguiendo con entusiasmo los artículos que De Santi, por indicación de León XIII, publicaba en La Civiltá Cattolica. Cuando en 1893 desde la Congregación de Ritos se pidió su aportación, junto a la de otros obispos, para aclarar o modificar la mencionada Ordinatio de 1884, el cardenal Sarto se dirigió a De Santi para que le ayudase en la preparación de dicha aportación, de acuerdo con la línea que venía expresando en sus artículos y que el cardenal aprobaba entusiásticamente. De Santi, que obviamente tenía el tema muy pensado y madurado, tardó apenas dos semanas en corresponder a la petición del cardenal y le envió su informe. El cardenal a su vez lo envió tal cual a la Congregación de Ritos.

El informe constaba de tres partes. Comenzaba con unas consideraciones generales sobre los principios tradicionales que habían regido desde siempre en la Iglesia la música sacra. Después trataba la reforma de la música sacra que, como hemos dicho antes, se había originado ya en diversos países de Europa. Terminaba proponiendo una serie instrucciones concretas para poner en práctica dicha reforma.

La Congregación de Ritos estimó que el informe Sarto/De Santi era el mejor de todos los recibidos, pero consideraba que la Iglesia no estaba aún preparada para recibir una normativa tan estricta como la que pedía el futuro Pío X. Así que el 7 de julio de 1894 la Congregación de ritos publicó un Reglamento sobre la música sacra, cuyas  indicaciones venían a quedarse en un punto intermedio entre las posturas conservadoras de aquel status quo mundanizado, por una parte, y el impulso reformador liderado por el cardenal Sarto, por otra. Días después, el 21 de julio de 1894, el prefecto de la Congregación de Ritos, Aloisi Masella, envió una carta al episcopado italiano en la que, reconociendo al gregoriano y la polifonía palestriniana su condición de modelos de música sacra, se dejaba en manos de los obispos el admitir “otro tipo de estilos de música “sacra” que se juzgasen dignos”, lo que resultaba decepcionante para los reformadores por cuanto prolongaba el deficiente estado de las cosas.

Pero a esa misma libertad se acogió el cardenal Sarto para publicar el 1 de mayo de 1895 su Carta pastoral sobre la música sacra, que retomaba el informe preparado para la Congregación de Ritos en 1893 y adelantaba mucho de lo que luego sería Tra le sollecitudini.

Como se ha podido ver, el motu proprio de San Pío X no surgió “de la nada”, ni del capricho personal de un pontífice, ni mucho menos de sus gustos musicales particulares, ni tampoco de los de sus colaboradores. Por el contrario, fue el fruto maduro de casi un siglo de anhelos del mundo católico por ver a la música sacra limpia de la costra de mundanidad que se le había ido adhiriendo. Y esto no para configurarla según alguna determinada moda estética o musical, sino para devolverle su vida propia, su lógica interna y la coherencia con lo que desde siempre, de modo claro y constante, ha enseñado la Iglesia en materia de música sacra.

Por desgracia aquellos debates “pastorales” de finales del siglo XIX volvieron a reproducirse en el último cuarto del siglo XX. Y también por desgracia, después de unos textos conciliares que hablaron con bastante claridad sobre la doctrina tradicional católica sobre la música litúrgica, la normativa de nivel inferior ha incurrido con frecuencia en la misma ambigüedad de que adolecían aquellos documentos que retrasaron el proyecto reformador del santo pontífice desde sus años de cardenal. Ambigüedad que ha vuelto a sumir a la música litúrgica en un estado de postración y degeneración bastante peor que el que denunciaron durante todo un siglo las voces citadas en este artículo.

En la próxima entrega describiré en detalle el motu proprio Tra le sollecitudini de San Pío X, con la esperanza de que pueda arrojar algo de luz también para nuestro tiempo.

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