16.09.14

Manuel Lozano Garrido

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Por otra parte, vamos a traer aquí, durante 10 semanas, con la ayuda de Dios, el llamado “Decálogo del enfermo” que Lolo escribió para conformación y consuelo de quien sufra.

Primer precepto del Decálogo del enfermo
“¡Dolor, que haces decir ‘Padre mío y Dios mío’!”

Lolo

El ser humano, creación de Dios, no tiene, muchas veces, al Padre como Creador suyo pues eso supone una serie de procederes que no está dispuesto a seguir a lo largo de su vida. Dios, así, se vuelve incómodo y acaba molestando. Tan es así que no es infrecuente el caso de creyentes que se apartan del Todopoderoso y creen, así, vivir más felices, existencialmente encontrados por una forma de proceder que, sin embargo, no les conviene para nada.

Dios nos crea y, por lo tanto, no va dejar de ser nuestro Señor por mucho que miremos para otro lado.

Hay, sin embargo, un momento o, mejor, una circunstancia que hace que muchos creyentes vuelvan al seno de donde salieron y que quisieron abandonar por creer que les pesaba mucho la carga de tener a Dios como Padre (que todo lo ve y todo lo sabe)

Decimos que hay una circunstancia muy concreta, un momento. A todo ser humano se le presenta no una sino varias ocasiones a lo largo de su vida. Podemos decir que es un compañero del viaje que estamos haciendo por este valle de lágrimas. Y tiene un nombre y un apellido: dolor y sufrimiento.

Los hay que se achantan (se vienen abajo, se acobardan) en los momentos en los que han de padecer una grave enfermedad. Y eso es humano porque a nadie le gusta sufrir por sufrir y a cuando las cosas vienen muy mal dadas no es infrecuente que haya muchos decaimientos de ánimo y muchas bajadas a los infiernos de la existencia.

Tales personas no acuden a Dios porque creen, no con mala fe muchas veces, que poco va a solucionarles Quien los ha creado. Y procuran desasirse de la enfermedad como buenamente pueden.

No piden, no demanda, no oran a Dios en busca de consuelo de alma y de corazón.

Pero, gracias al Todopoderoso, no todo ser humano actúa de igual forma. Y es que hay personas, creyentes, que se avienen a la voluntad del Creador y demandan y oran en busca del consuelo de alma y de corazón.
Bien podemos decir que es posible, según nos dice este primer precepto del “Decálogo del Dolor”, que acudir a Dios en tales momentos hace salir, del corazón, lo mejor que cada uno llevamos dentro.

Acordarse de Dios, entonces, no es que esté más o menos bien sino que es absolutamente necesario. Si, además, quien en tales circunstancias se acuerda poco del Padre habrá recuperado una buena costumbre espiritual consistente en poner en práctica la oración, seguro, de petición y, es más que probable, de gracias.

Decir, entonces, “Padre mío y Dios mío” es como una especie de descubrimiento de la paternidad del Creador en nosotros y de la filiación divina de nosotros en Dios. Es como traer a la realidad del entonces una profunda verdad que puede aliviarnos del mal trago por el que estemos pasando.

Sabemos que es Padre porque lo tenemos como verdad de fe. El caso es, sin embargo, que tal realidad nos transforme y recorra nuestro corazón como savia vivificadora no es algo que suceda de forma automática sino que, al parecer, necesitamos pasar por la tiniebla para buscar a Dios, para descubrirnos en su corazón y para liberarnos de la coraza que la falta de fe nos procura.

Y por ser Padre lo tenemos cerca. Y tan cerca que, muchas veces, apenas lo percibimos según sea nuestra ceguera espiritual.

Y Dios. También lo descubrimos como Dios en el dolor y en lo que supone de sufrimiento tal circunstancia.

En realidad, el Creador siempre está. No necesita que lo busquemos porque siempre está. Sin embargo, ha de ser gozoso para el Señor ver que, aunque sea en circunstancias sufrientes tratamos de hallar consuelo en la oración y rescatamos de nuestra memoria y corazón aquello que nos acerca al Padre. Y es que nunca nos cree perdidos para siempre pues está más que seguro, lo sabe, que llegará el momento en el que gritaremos (y no solo interiormente) “¡Padre mío Dios mío” pero no como lo hizo Tomás cuando se dio cuenta que el Jesús que veía era el Maestro con el que había estado tantas veces y lo vio en aquellas llagas. No. Lo haremos con necesidad de consuelo ante nuestra desgracia. No para confirmar que a Quien vemos existe sino porque sabemos que su existencia es garantía de nuestro gozo y nuestra salvación eterna.

Entonces, en aquel momento, habremos ganado algo de cielo, algo de la vida que dura para siempre, siempre, siempre y habremos sabido sobrenadar aquella situación por la que estemos pasando. Y seremos libres porque le habremos aceptado a Dios en nuestra vida y porque, ante la adversidad, habremos sido capaces de vencer nuestra soberbia y demostraremos algo de humildad.

Y es que el dolor, siempre, tiene tales virtualidades y tales formas de proceder en nosotros. Al fin y al cabo somos hijos necesitados de un Padre.

Eleuterio Fernández Guzmán