24.09.14

Amor de  Dios

“Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él”.

(1 Jn 4, 16)

Este texto, de la Primera Epístola de San Juan es muy corto pero, a la vez, muestra la esencia de la realidad de Dios al respecto del ser humano que creó y mantiene en su Creación.

Es más, un poco después, tres versículos en concreto, abunda en una verdad crucial que dice que: “Nosotros amamos, porque él nos amó primero”.

Dios, pues, es amor y, además, es ejemplo de Amor y luz que ilumina nuestro hacer y nuestra relación con el prójimo. Pero eso, en realidad, ¿qué consecuencias tiene para nuestra existencia y para nuestra realidad de seres humanos?

Que Dios sea Amor, como es, se ha de manifestar en una serie de, llamemos, cualidades que el Creador tiene al respecto de nosotros, hijos suyos. Y las mismas se han de ver, forzosamente, en nuestra vida como quicios sobre los que apoyarnos para no sucumbir a las asechanzas del Maligno. Y sobre ellas podemos llevar una vida de la que pueda decirse que es, verdaderamente, la propia de los hijos de un tan gran Señor, como diría Santa Teresa de Jesús.

Decimos que son cualidades de Dios. Y lo decimos porque las mismas cualifican, califican, dicen algo característico del Creador. Es decir, lo muestran como es de cara a nosotros, su descendencia.

Así, por ejemplo, decimos del Todopoderoso que muestra misericordia, capacidad de perdón, olvido de lo que hacemos mal, bondad, paciencia para con nuestros pecados, magnanimidad, dadivosidad, providencialidad, benignidad, fidelidad, sentido de la justicia o compasión porque sabemos, en nuestro diario vivir que es así. No se trata de características que se nos muestren desde tratados teológicos (que también) sino que, en efecto, apreciamos porque nos sabemos objeto de su Amor. Por eso el Padre no puede dejar de ser misericordioso o de perdonarnos o, en fin, de proveer, para nosotros, lo que mejor nos conviene.

En realidad, como escribe San Josemaría en “Amar a la Iglesia “ (7)

“No tiene límites el Amor de Dios: el mismo San Pablo anuncia que el Salvador Nuestro quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad (1 Tim II, 4).”

Por eso ha de verse reflejado en nuestra vida y es que (San Josemaría, “Forja”, 500)

“Es tan atrayente y tan sugestivo el Amor de Dios, que su crecimiento en la vida de un cristiano no tiene límites”.

Nos atrae, pues, Dios con su Amor porque lo podemos ver reflejado en nuestra vida, porque nos damos cuenta de que es cierto y porque no se trata de ningún efecto de nuestra imaginación. Dios es Amor y lo es (parafraseando a San Juan cuando escribió – 1Jn 3,1- que somos hijos de Dios, “¡pues lo somos!”) Y eso nos hace agradecer que su bondad, su fidelidad o su magnanimidad estén siempre en acto y nunca en potencia, siempre siendo útiles a nuestros intereses y siempre efectivas en nuestra vida.

Dios, que quiso crear lo que creó y mantenerlo luego, ofrece su mejor realidad, la misma Verdad, a través de su Amor. Y no es algo grandilocuente propio de espíritus inalcanzables sino, al contrario, algo muy sencillo porque es lo esencial en el corazón del Padre. Y lo pone todo a nuestra disposición para que, como hijos, gocemos de los bienes de Quien quiso que fuéramos… y fuimos.

En esta serie vamos, pues a referirnos a las cualidades intrínsecas derivadas del Amor de Dios que son, siempre y además, puestas a disposición de las criaturas que creó a imagen y semejanza suya.

Dios es paciente

Paciencia del Padre

“No tarda el Señor en cumplir con su promesa, como algunos piensan; más bien tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan”

Este texto de la segunda epístola de San Pedro (3, 8-9) nos muestra muy bien el sentido que tiene el valor de la paciencia si nos referimos a Dios.

De todas formas, en los textos sagrados hay muchos otros ejemplos de lo que eso significa.

Por ejemplo, la parábola del hijo pródigo tiene mucho que ver con la paciencia que Dios tiene con nosotros.

La hemos escuchado muchas veces. En ella vemos reflejado el amor del padre que ve como su hijo se marcha de su casa, el egoísmo tanto del hijo que se marcha como del que se queda y, en fin, todo aquello que podemos relacionar con el amor propiamente hablando, tanto en su lado bueno como en el no tan bueno.

Pero también tiene mucho que ver la misma con la paciencia que Dios, Padre nuestro tiene con nosotros.

El caso es que esto no es nada extraño porque cuando Jesús hace referencia a una parábola lo que dice tiene mucho que ver con el Creador. Por eso al decir “El Reino de Dios es como…” entendemos que se refiere al propio Todopoderoso y, además, en la referida al hijo pródigo no resulta nada extraño entender que, en efecto, el tal padre de tales hijos hace la vez de Dios al respecto de nosotros.

Pues bien, Dios tiene paciencia. Y mucha, con nosotros.

Es bien cierto que del Amor del Padre otra cosa no se puede esperar pero, si bien lo pensamos, hace un uso extensivo del valor de la paciencia porque nosotros, hijos suyos, somos en exceso díscolos y un poco retraídos a la hora de reconocer su poder sobre nuestra existencia y, en fin, su plena soberanía.

Desde el mismo comienzo de la historia del pueblo judío como elegido de Dios el Creador tuvo que poner en práctica la paciencia porque demostró tener, aquel pueblo, dura cerviz. Si continuamente traicionaba el pacto que había hecho con el Todopoderoso, siempre esperaba el Señor la conversión de aquellos que había escogido. Y así una y otra vez los salvó de los tejemanejes del Mal que trabajada para que se apartase de su Creador aquel grupo de seres humanos muchas veces descarriados por voluntad propia.

Pero no queda ahí la cosa pues podría parecer que eso pasó hace muchos siglos y que poco tiene que ver con nosotros, con nuestro ahora mismo.

Estamos muy equivocados si pensamos así.

Dios, que no creó el mundo y se desentendió de él (como hemos visto aquí mismo) vela por cada uno de nosotros. Ve, puede ver y ve, nuestro interior, nuestro corazón. Conoce, por tanto, lo más íntimo de nuestras intenciones y, por tanto, sabe las razones primeras y últimas de nuestras acciones. Por eso no podemos engañarlo.

Pues bien, ante nuestras muchas caídas, ante las traiciones que manifestamos hacia el Amor de Dios y hacia su fidelidad con el pacto que hizo con su descendencia, el Creador tiene paciencia con nosotros. Santa paciencia que, además, es ilimitada. Y es que el Todopoderoso nunca se cansa de esperar.

Podemos decir que, atendiendo a una acepción de la palabra “Paciencia” que define a la misma como “Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho” eso es, exactamente, lo que hace Dios con nosotros a tal respecto: espera de nosotros la conversión, la confesión de fe porque desea mucho, sobre todo, que volvamos con Él y que nunca le abandonemos.

Por eso Dios tiene tanta paciencia con nosotros: porque nos espera.

Eleuterio Fernández Guzmán