27.09.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que, en este tiempo de verano (o de invierno o de cuando sea) no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que en las vacaciones veraniegas se ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones sin el agobio propio de los periodos de trabajo, digamos, obligado aunque necesario. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de lo que tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, sin embargo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien se conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Por otra parte, es bien cierto que Jesucristo, a lo largo de la llamada “vida pública” se dirigió en múltiples ocasiones a los que querían escucharle e, incluso, a los que preferían tenerlo lejos porque no gustaban con lo que le oían decir.

Sin embargo, en muchas ocasiones Jesús decía lo que era muy importante que se supiera y lo que, sobre todo, sus discípulos tenían que comprender y, también, aprender para luego transmitirlo a los demás.

Vamos, pues, a traer a esta serie sobre la Santa Biblia parte de aquellos momentos en los que, precisamente, Jesús dijo

Pan de vida eterna

Y Jesús dijo...

Y Jesús dijo… (Jn 6, 35- 40 )

”Les dijo Jesús: ‘Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día.”

Desde aquel mismo principio en el que el hombre fue hombre y la mujer, mujer, aquella especial creación de Dios ha tenido inscrito en su corazón un anhelo: vivir para siempre con Quien lo ha creado.

Tal forma de manifestar lo que nos une con Adonai no es, sólo, expresión de una voluntad de mejora o de gozo sino que manifiesta, en sí misma, una concordancia con la voluntad de Dios: Él quiere que estemos a su lado para siempre.

Sin embargo, a pesar de que el hombre, mediando causa del pecado original, no había podido acceder al Cielo sino que, como bien menor, había accedido al limbo de Abrahám donde quedaba a la espera de la llegada del Salvador (“bajó a los infiernos…”, decimos), no por eso pretería en su corazón aquel ansia de morar en las praderas del definitivo Reino de Dios.

Y Dios se apiadó, otra vez, de su creatura y le procuró la plenitud de los tiempos.

La venida al mundo del Hijo, enviado por el Padre y lleno del Espíritu Santo cumplía el pacto de Dios con el hombre. Y, como era de esperar, Aquel Emmanuel, Aquel Dios con nosotros, estaría, en efecto, con aquellos que el Creador había puesto sobre la faz de la Tierra. Pero, además, sería mucho más.

Tal es así que en el tiempo (relativamente extenso) de predicación del hijo de María y de José, es decir en aquellos tres años de difusión de la Palabra de Dios, había algo que preocupaba a Cristo: hacer ver que seguirlo a Él no era como hacer lo propio con otro maestro cualquiera, con otro rabino, con otro, en fin, sabio de su tiempo sino hallar el verdadero quicio en el que apoyar una existencia, la piedra angular que soportase el edificio de una vida humana digna de ser llamada creyente, encontrar el tesoro tan buscado a lo largo de los siglos.

Sobre eso dice Jesús algo al respecto del pan, de que Él es el Pan.

Los antepasados de aquellos que le escuchaban habían comido el maná que Dios les enviada en su caminar por el desierto. Lo hacía para que no se muriesen de hambre. Pero ellos se cansaron de comer siempre lo mismo y murmuraron contra quien los llevaba por aquel camino duro pero, a la vez, de fe.

Sin embargo, Aquel que había venido, que había salido (en expresión suya) del Padre era no un maná cualquiera sino el verdadero Pan de vida, aquel con el que alimentarse y no tener hambre espiritual nunca más.

Tan es así que eso que Jesús dice, entonces y ahora entendemos lo mismo, que tal alimento nos sirve, además, para resucitar en el último día que será cuando venga, en su Parusía, para juzgar a vivos y muertos es totalmente cierto al haber salido de la boca de Dios hecho hombre.

Todo, así, queda dicho: Dios crea, Cristo alimenta, el Espíritu sopla en nuestro corazón la certeza espiritual de que la voluntad del Todopoderoso se cumple cuando aceptamos que envió al Mesías porque quería que nos salváramos.

Pero nosotros dudamos. Eso mismo les dice Jesús a los que entonces le escuchan: tienen dudas a pesar, ¡a pesar!, de haber visto lo que hace y dice. Él, sin embargo, no tiene duda alguna y sabe lo que tiene que hacer y cuál es la misión que le ha encomendado su Padre. Y la cumple a rajatabla, a pie juntillas, de principio a fin pero, sobre todo, con el convencimiento de la necesidad de tal cumplimiento.

De todas formas, Jesús no nos pide mucho sino, simplemente, que vayamos a Él, que nos demos cuenta de lo que supone aceptarlo en nuestra vida y ser, verdaderamente, discípulos suyos. A cambio nos entrega todo lo que es importante y crucial para nuestra vida eterna.

Y es que, en realidad, todo lo demás sobra.

Eleuterio Fernández Guzmán