Las llaves de Pedro - La Iglesia católica, madre.

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles”(Lumen Gentium, 23)

Audiencia general 3 de septiembre de 2014

La Iglesia católica, madre.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En las catequesis anteriores hemos tenido ocasión de destacar varias veces que no se llega a ser cristianos por uno mismo, es decir, con las propias fuerzas, de modo autónomo, ni tampoco se llega a ser cristianos en un laboratorio, sino que somos engendrados y alimentados en la fe en el seno de ese gran cuerpo que es la Iglesia. En este sentido la Iglesia es verdaderamente madre, nuestra madre Iglesia —es hermoso decirlo así: nuestra madre Iglesia— una madre que nos da vida en Cristo y nos hace vivir con todos los demás hermanos en la comunión del Espíritu Santo.

La Iglesia, en su maternidad, tiene como modelo a la Virgen María, el modelo más hermoso y más elevado que pueda existir. Es lo que ya habían destacado las primeras comunidades cristianas y el Concilio Vaticano II expresó de modo admirable (cf. const. Lumen gentium, 63-64). La maternidad de María es ciertamente única, extraordinaria, y se realizó en la plenitud de los tiempos, cuando la Virgen dio a luz al Hijo de Dios, concebido por obra del Espíritu Santo. Así, pues, la maternidad de la Iglesia se sitúa precisamente en continuidad con la de María, como prolongación en la historia. La Iglesia, en la fecundidad del Espíritu, sigue engendrando nuevos hijos en Cristo, siempre en la escucha de la Palabra de Dios y en la docilidad a su designio de amor. La Iglesia es madre. El nacimiento de Jesús en el seno de María, en efecto, es preludio del nacimiento de cada cristiano en el seno de la Iglesia, desde el momento que Cristo es el primogénito de una multitud de hermanos (cf. Rm 8, 29) y nuestro primer hermano Jesús nació de María, es el modelo, y todos nosotros hemos nacido en la Iglesia. Comprendemos, entonces, cómo la relación que une a María y a la Iglesia es tan profunda: mirando a María descubrimos el rostro más hermoso y más tierno de la Iglesia; y mirando a la Iglesia reconocemos los rasgos sublimes de María. Nosotros cristianos, no somos huérfanos, tenemos una mamá, tenemos una madre, y esto es algo grande. No somos huérfanos. La Iglesia es madre, María es madre.

La Iglesia es nuestra madre porque nos ha dado a luz en el Bautismo. Cada vez que bautizamos a un niño, se convierte en hijo de la Iglesia, entra en la Iglesia. Y desde ese día, como mamá atenta, nos hace crecer en la fe y nos indica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el camino de salvación, defendiéndonos del mal.

La Iglesia ha recibido de Jesús el tesoro precioso del Evangelio no para tenerlo para sí, sino para entregarlo generosamente a los demás, como hace una mamá. En este servicio de evangelización se manifiesta de modo peculiar la maternidad de la Iglesia, comprometida, como una madre, a ofrecer a sus hijos el sustento espiritual que alimenta y hace fructificar la vida cristiana. Todos, por lo tanto, estamos llamados a acoger con mente y corazón abiertos la Palabra de Dios que la Iglesia dispensa cada día, porque esta Palabra tiene la capacidad de cambiarnos desde dentro. Sólo la Palabra de Dios tiene esta capacidad de cambiarnos desde dentro, desde nuestras raíces más profundas. La Palabra de Dios tiene este poder. ¿Y quién nos da la Palabra de Dios? La madre Iglesia. Ella nos amamanta desde niños con esta Palabra, nos educa durante toda la vida con esta Palabra, y esto es algo grande. Es precisamente la madre Iglesia que con la Palabra de Dios nos cambia desde dentro. La Palabra de Dios que nos da la madre Iglesia nos transforma, hace nuestra humanidad no palpitante según la mundanidad de la carne, sino según el Espíritu.

En su solicitud maternal, la Iglesia se esfuerza por mostrar a los creyentes el camino a recorrer para vivir una vida fecunda de alegría y de paz. Iluminados por la luz del Evangelio y sostenidos por la gracia de los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, podemos orientar nuestras opciones al bien y atravesar con valentía y esperanza los momentos de oscuridad y los senderos más tortuosos. El camino de salvación, a través del cual la Iglesia nos guía y nos acompaña con la fuerza del Evangelio y el apoyo de los Sacramentos, nos da la capacidad de defendernos del mal. La Iglesia tiene la valentía de una madre que sabe que tiene que defender a sus propios hijos de los peligros que derivan de la presencia de Satanás en el mundo, para llevarlos al encuentro con Jesús. Una madre defiende siempre a los hijos. Esta defensa consiste también en exhortar a la vigilancia: vigilar contra el engaño y la seducción del maligno. Porque si bien Dios venció a Satanás, este vuelve siempre con sus tentaciones; nosotros lo sabemos, todos somos tentados, hemos sido tentados y somos tentados. Satanás viene «como león rugiente» (1 P 5, 8), dice el apóstol Pedro, y nosotros no podemos ser ingenuos, sino que hay que vigilar y resistir firmes en la fe. Resistir con los consejos de la madre Iglesia, resistir con la ayuda de la madre Iglesia, que como una mamá buena siempre acompaña a sus hijos en los momentos difíciles.

Queridos amigos, esta es la Iglesia, esta es la Iglesia que todos amamos, esta es la Iglesia que yo amo: una madre a la que le interesa el bien de sus hijos y que es capaz de dar la vida por ellos. No tenemos que olvidar, sin embargo, que la Iglesia no son sólo los sacerdotes, o nosotros obispos, no, somos todos. La Iglesia somos todos. ¿De acuerdo? Y también nosotros somos hijos, pero también madres de otros cristianos. Todos los bautizados, hombres y mujeres, juntos somos la Iglesia. ¡Cuántas veces en nuestra vida no damos testimonio de esta maternidad de la Iglesia, de esta valentía maternal de la Iglesia! ¡Cuántas veces somos cobardes! Encomendémonos a María, para que Ella como madre de nuestro hermano primogénito, Jesús, nos enseñe a tener su mismo espíritu maternal respecto a nuestros hermanos, con la capacidad sincera de acoger, de perdonar, de dar fuerza y de infundir confianza y esperanza. Es esto lo que hace una mamá.

La Iglesia católica, madre

Con esta catequesis, el Papa Francisco comienza una serie dedica a la Iglesia católica, a hablar de la misma. Y empieza, digamos, por lo básico, elemento y esperable: la Iglesia católica es madre.

Sin duda alguna, aquellos que nos consideramos católicos nos sentimos hijos. Y si así nos sentimos es porque tenemos una madre que nos acoge y que, en su seno, nos cría.

Repite, con gozo, el Santo Padre, la expresión “nuestra madre Iglesia”. Y lo hace porque, en efecto, en ella somos todos hermanos y formamos una comunidad santa porque la Iglesia católica, a pesar de sus hijos pecadores, es verdaderamente santa.

Sabemos, por tanto, que es madre la que es Esposa de Cristo (y que tiene como modelo a otra Madre, la de Dios, María Virgen) y que lo es de cada uno de aquellos que, tras el bautizo, entramos a formar parte de tan especial filiación. Pero, en realidad, ¿qué quiere decir, a nivel espiritual, que la Iglesia católica sea madre nuestra?

Pues esto tiene consecuencias no menguadas o de poca importante.

Así, por ejemplo, nos hace “crecer en la fe y nos índica, con la fuerza de la Palabra de Dios, el camino de salvación”.

Estas palabras del Papa Francisco nos hacen ver dos realidades que son cruciales para un católico. Ambas tienen que ver con nuestra naturaleza espiritual pues otra cosa no puede decirse del aumento de nuestra fe y el saber cuál es el camino que nos lleva a la vida eterna.

Tales verdades, hechos incontestables con relación a la función de madre de la Iglesia católica, nos sirven, además, para darnos cuenta del privilegio que tenemos al formar parte de la misma y que, por tanto, no somos huérfanos espirituales (y esto también lo dice aquí el Santo Padre)

Pero, además, y relacionado directamente con la segunda función, la Iglesia católica, a través de la Palabra de Dios que nos transmite, cambia nuestro corazón y lo adapta a la ternura y la no dureza que debe manifestar quien se considera hijo de Dios. Corazón de carne gracias a la predicación y a la transmisión de las sílabas santas de las Sagradas Escrituras.

Y es que la Iglesia católica, como madre de los bautizados en nombre de Dios, del Hijo y del Espíritu Santo e incardinados en su seno, nos marca un camino cierto, una senda segura que nos lleva al definitivo Reino de Dios o vida eterna. Y así lo hace porque a través de la gracia de los Sacramentos instituidos por Cristo (dice el Papa Francisco, con razón, que la Eucaristía como uno muy especial para tal fin) nos hacemos conscientes de la riqueza espiritual que contiene los mismo y de lo que tal realidad supone en la lucha contra el Príncipe de este mundo. Y es que las asechanzas del Maligno no pueden contra la propia Palabra de Dios transmitida, en su esencia, por la Iglesia católica la cual, por cierto, nos es más que espiritualmente útil para el fin que buscamos y que no es otro que la bienaventuranza y la visión beatífica.

Por tanto, el amor hacia la Iglesia católica ha de ser profundo, arraigado en un corazón de hijos que se saben amados por quien fue creación del Hijo por antonomasia, de Quien, sabiendo lo que tenía que padecer, quiso entregar a Pedro las llaves de aquella y entregarla como madre al mundo todo y entero.

Eleuterio Fernández Guzmán