Cien misas por su alma

 

Hace años, y por razones que no vienen ahora al caso, estuve trabajando una temporada con libros parroquiales de defunciones de los siglos XVII y XVIII. Los asientos de las partidas de defunción daban constancia de las “mandas” que cada finado dejaba ordenadas en asuntos piadosos. No era extraño observar encargos de diez, veinte, treinta, cien e incluso más misas por su eterno descanso. Junto a esto, casi general también, dejar limosnas para otras misas por el alma de sus padres, suegros, familiares o personas con las que tuviera alguna obligación.

Hoy resto resulta chocante, pero si lo pensamos bien ofrece al menos cuatro puntos de reflexión en este domingo de difuntos que al menos un servidor intentará explicar en la homilía.

1. La certeza de la muerte. Lo sabían, y por eso ante ella y con tiempo, comenzaban a pensar en cosas tales como entierro, mortaja, funerales, caridades y otras cosas. Falta nos hace en un momento en que la muerte se oculta, quizá por si acaso nos diera por pensar. Hemos de morir, y presentarnos ante Dios.

2. Qué bien conocían la doctrina católica sobre los novísimos: muerte, juicio, infierno y gloria. Y que bien sabían de la importancia de morir como fieles hijos de la Iglesia. Prácticamente en todas las partidas de defunción pude ver “recibió los santos sacramentos de penitencia, unción y viático”. Morir en gracia, pero sabiendo que el paso al cielo lleva una purificación previa en el purgatorio. Sabiendo además que por ese misterio que es la comunión de los santos la oración, la caridad y las misas por su alma serían los mejores sufragios.

3. Saberse ante Dios como gente pequeña y pecadora necesitada de su misericordia. Me sorprende hoy con qué desfachatez decidimos que al cielo va todo el mundo porque sí, como si tuviéramos unos derechos inalienables antes los cuales Dios no tiene más solución que arrugarse. Aquella gente de hace siglos, y además de pueblo, conocían mucho mejor que nosotros el misterio de Dios.

4. La caridad con el hermano que lleva a acordarse de los ya fallecidos y que comprende que es deber moral de cada uno rezar por todos los difuntos y especialmente por aquellos con los que tiene más obligación.

Cómo ha cambiado hoy todo esto. Pareciera que ante la muerte lo único necesario es decir que está en el cielo, convertir si acaso el funeral no en una petición de perdón y gracia para el difunto, sino en un homenaje póstumo y olvidarnos del hecho mismo de la muerte. Pues no es esa la doctrina católica. Ni mucho menos.