Liturgia: menos palabras y más y mejores signos

 

Me encuentro con gente que me sugiere que en algunas celebraciones, especialmente en las muy especiales o en aquellas que se da una mayor abundancia de niños, tengamos en la parroquia una especie de monitor – comentarista que vaya explicando los gestos, los signos, las partes de la celebración.

Error. Grave error. Sobre todo porque en la práctica supone minusvalorar los gestos para sustituirlos por palabrería no siempre adecuada. Un ejemplo puede ser la misma lectura del evangelio. El monitor – comentarista puede decir que es importante, que es la palabra del mismo Cristo, que hay que estar atentos. Vale. Pero impresiona mucho más y habla mejor de lo que es el evangelio que el sacerdote haga la procesión de entrada con el evangeliario en alto, lo deposite en el altar, y en el momento de la proclamación lo tome de nuevo, camine solemnemente hacia el ambón y además se haga acompañar por dos con ciriales. Hasta el budista más despistado se da cuenta de que lo que se va a leer es algo muy serio.

No digamos nada la consagración. Las palabras pronunciadas con solemnidad, cirios, campanillas, la elevación pausada, la genuflexión devota. ¿Hacen falta más palabras? Habla más de la presencia del Señor una genuflexión correcta ante el sagrario que cuatro frases por bien construidas que estén.

La liturgia es un conjunto de signos y palabras, pero hay que tener en cuenta que siempre, pero siempre, los gestos son más sinceros y elocuentes que las palabras. De nada me vale hablar de la importancia del evangelio si acabo leyéndolo de cualquier modo y en una fotocopia. Pérdida de tiempo querer destacar la consagración si la hacemos a toda prisa porque nos hemos alargado en la homilía y en la procesión de ofrendas y hay que ahorrar tiempo. Buena gana pretender que alguien comprenda quién está en el sagrario por más que lo queremos explicar con palabras, si pasamos por delante y hacemos como mucho una genuflexión apresurada.

La liturgia es mucho más gesto que palabra. Sí, era en latín, pero cuando el monaguillo colocaba una vela más sobre el altar, se arrodillaba y tocaba la campanilla todos podían comprender que algo grande estaba sucediendo, aunque no supiera ni papa de liturgia católica.

Curiosamente, de ahí vendrán las preguntas y las interesantes respuestas. ¿Por qué ese libro es tan importante? ¿Por qué todos se arrodillan en ese momento y se toca la campanilla? ¿Por qué al pasar por delante de esa caja se arrodillan? No hace falta ser católico. El más perdido en temas de liturgia se da cuenta de que algo especial está ocurriendo.

Por la cosa de la sencillez se abandonan los gestos. Los sustituimos por cuatro palabrejas de coleguis creyendo que esa es la clave. El resultado son unas celebraciones cada vez menos religiosas, más intrascendentes en el pleno sentido de la palabra, es decir, con menos Dios. Mala cosa.

No es tan complejo. Altares perfectos en limpieza y orden. Vestiduras sagradas dignas. Gestos pausados y solemnes. Saber proclamar los textos dándonos cuenta de que hasta el tono es distinto en el gloria o el prefacio –alabanza-, la consagración, solemne y a la vez intimista, que no es igual proclamar el evangelio que leer dos avisos. Inclinaciones, genuflexión, actitud de silencio… y la liturgia va sola. Y al revés. Qué más da el altar, qué más da el leccionario, y los ornamentos, y los gestos… y… y nada. Todo es nada.