VI. Credibilidad e incredibilidad

Los motivos de credibilidad

Además de los preámbulos de la fe, puede preceder algo más  al acto de fe, los llamados «motivos de credibilidad». Al igual que los «preámbulos de la fe», soporte racional natural de la misma, los puede suplir la fe infusa, de manera parecida estos motivos pueden no estar en los que disfrutan de la fe, sin necesidad de poseerlos o buscarlos. Sin embargo, para todos son útiles, no porque sean el motivo de creer, que es la veracidad y autoridad de Dios, sino porque prueban, ante la razón humana, el hecho que Dios se ha revelado a los hombres.

La aceptación de una verdad como revelada por Dios, en la que consiste el acto de fe, está motivada, en este sentido, no sólo porque su contenido no es algo irracional, sino también porque es razonable. Puede decirse que, ante la razón, no se cree irreflexivamente o a la ligera. Aunque la razón humana no advierta la evidencia interna de lo creído, su verdad y su origen revelado, queda confirmada con obras, que sobrepasan el poder de la naturaleza.

Entre estas obras fuera del orden de la naturaleza están los milagros, como la curación de enfermedades, resurrección de los muertos o hechos que no siguen las leyes naturales. Nota Santo Tomás que: «Lo que es más admirable, la inspiración de los entendimientos humanos, de tal manera que los ignorantes y sencillos, llenos del Espíritu Santo, consiguieron en un instante la más alta sabiduría y elocuencia. En vista de esto, por la eficacia de esta prueba una innumerable multitud, no sólo de gente sencilla, sino también de hombres sapientísimos, corrió a la fe católica, no por la violencia de las armas ni por la promesa de deleites, sino lo que es aún más admirable, en medio de grandes tormentos, en donde se da conocer lo que está sobre todo entendimiento humano y se coartan los deseos de la carne y se estima todo lo que el mundo desprecia».

No obstante, precisa seguidamente, «el mayor de los milagros», y obra que manifiesta claramente la acción divina, es que la voluntad humana, movida desde dentro por la gracia de Dios,  haga que el entendimiento acepte el contenido sobrenatural de la revelación.

Además, que, de acuerdo con ella, desee los bienes espirituales sobre los sensibles. «Y que esto no se hizo de improviso ni casualmente, sino por disposición divina, lo manifiesta el que Dios lo predijo que así se realizaría, a través de muchos oráculos de los profetas, cuyos libros tenemos en veneración como portadores del testimonio de nuestra fe»[1].

 

El milagro de la Iglesia

            Hay otros fundamentos a la racionabilidad del asentimiento del acto de fe o «motivos de credibilidad». Además del hecho milagroso de la primera evangelización del mundo, se dieron otros muchos, pero de distinto valor. Estos prodigios, que confirmaron la fe,  no sólo se dieron en los inicios de la Iglesia, se continúan dando en la actualidad con los milagros, por medio de los santos de la Iglesia.  No obstante, no sería necesaria la repetición de los prodigios pasados, porque ha perdurado su efecto, que es la misma Iglesia católica.

La existencia de la Iglesia es, según Santo Tomás, un motivo de credibilidad, o de una ayuda divina externa a la fe. No sólo su existencia, sino los muchos bienes maravillosos, que se dan en ella. Además de la propagación de la Iglesia, su inagotable fecundidad a través del tiempo, su santidad y su unidad católica, son un evidente perpetuo auxilio a la credibilidad de la fe cristiana[2].

 

Necesidad de la razón y de los sentidos

Por el contrario, los ataques a la religión cristiana  no son racionales, porque los argumentos que se emplean contra los contenidos de la fe, no pueden proceder rectamente de los primeros principios innatos, evidentes y conocidos por todos, ni, por tanto, tener poder demostrativo. Con la misma razón, por ello,  se pueden desarmar siempre.

Con la razón humana no se puede, en cambio, demostrar los contenidos de la fe aunque sean racionales,porque exceden la capacidad de la razón humana. No por eso, sin embargo, las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe. Sólo lo falso es lo contrario de lo verdadero, no, lo indemostrable para el hombre. Además, estos contenidos, que se poseen por la fe, han sido confirmados por la veracidad de Dios[3].  

A pesar de la  trascendencia de los contenidos de la fe  respecto a la mente humana, se les puede aplicar             las operaciones comprensivas del entendimiento humano por la misma racionalidad de la fe, aunque no para comprenderlos perfectamente. Además, para conocer cualquier verdad de fe, incluso los mismos términos con que está expresada, la razón ha de valerse de semejanzas con las cosas sensibles, aunque éstas son insuficientes para una comprensión de una manera casi demostrativa, ni mucho menos evidente.

Las cosas sensibles por ser creadas por Dios proporcionan un conocimiento de su autor, pero insuficiente. Las cosas sensibles son solamente un vestigio de Dios, y, como huellas divinas, manifiestan solo una semejanza imperfecta y limitada de su causa. «En esta vida no podemos conocer la esencia de Dios tal cual es, pero la conocemos en la medida que está representada en las perfecciones de las criaturas yen esta misma medida la significan los nombres que le aplicamos»[4].

Necesidad del conocimiento de la realidad creada

Nota Santo Tomás que: «Es provechoso, sin embargo, que la mente humana se ejercite en estas razones tan débiles, porque para todo hombre es agradabilísimo captar algo de las cosas altísimas, aunque sea por una pequeña y débil razón –y que debe reconocer para   no presumir de  comprenderlas y demostrarlas–»[5]. Tarea de la que se ocupa la teología natural o filosófica.

La teología natural y la teología sobrenatural no sólo no se oponen, sino que la primera conduce a la segunda. Por ello, la consideración de las criaturas contribuye a la comprensión de la fe cristiana.

Es necesario, por tanto,  el estudio de las criaturas, para desechar los errores sobre Dios,pues los errores sobre las criaturas alejan del verdadero conocimiento de Dios y también, por ello, de las verdades de la fe.Las concepciones equivocadas de las criaturas llevan a una doctrina también falsa sobre Dios y, con ella, ya no es posible aceptar la fe cristiana, porque el error sobre las criaturas provoca una falsa concepción  sobre Dios y, como no es posible que la falsedad sea sujeto de la verdad, aparta de la fe[6].

La fe es un conocimiento racional superior al conocimiento corriente y al filosófico, pero no hay que olvidar que, por una parte, en la fe el entendimiento no comprende aquello a que asiente creyendo; por otra, que el entendimiento asiente porque quiere, movido por un auxilio especial de Dios, y no forzado por la evidencia misma de la verdad[7].

 

La libertad religiosa

Las verdades esenciales sobre  lo que hay que creer, y que son el fundamento de lo que hay que hacer para obtener la felicidad perfecta,  están en  el Credo[8]. Su recitación es el acto de fe por excelencia. Sin embargo, sólo pueden hacer verdaderamente este acto de fe los que tienen la virtud sobrenatural de la fe[9].

Los infieles, o los que no profesan la religión cristiana,  no pueden hacer este acto de fe,  porque no creen lo que Dios reveló con vistas a la felicidad sobrenatural del hombre. Puede ser, porque  lo ignoran, sin culpa alguna; o porque no han querido conocerlo, ni, por ello,  abandonarse  confiados a la acción de Dios, que puede y quiere dar la fe;  o  porque, habiéndolo conocido, han rehusado  a darle el asentimiento de su mente[10].

No se puede imponer la fe. Los infieles tienen el derecho a la libertad personal y a seguir  la propia conciencia. Se lee en el nuevo Catecismo: «“En materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella, pública o privadamente, solo o asociado con otros, dentro de los debidos límites” (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa, 2; cf. Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual,  26). Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana, cuya dignidad le hace adherirse libremente a la verdad divina, que trasciende el orden temporal. Por eso, “permanece aún en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella” (Declaración sobre la libertad religiosa, 2)»[11].

El derecho de los infieles no puede ser impedido por nadie[12]. Sin embargo, el mandato divino de anunciar el Evangelio, o el derecho a la libertad religiosa confiere también el derecho a su protección, incluso, indica Santo Tomás,  con la intervención militar. «Hay infieles que nunca han recibido la fe, como los gentiles y los judíos. Estos no deben ser obligados de ninguna forma a creer, porque el acto de creer es propio de la voluntad. Deben ser, sin embargo, forzados por los fieles, si tienen poder para ello, a no impedir la fe con blasfemias, incitaciones torcidas o persecución manifiesta. Por esta razón, los cristianos suscitan con frecuencia la guerra contra los infieles, no para obligarles a aceptar la fe, pues si los vencen y hacen cautivos los dejan en su libertad de creer o no creer, sino para forzarlos a no impedir la fe de Cristo»[13].

Además, afectaría al derecho de la libertad religiosa, que se refiere tanto a la religiosidad en el ámbito privado como a su manifestación individual o colectiva en público. Declaraba el papa San Juan XXIII que: «Entre los derechos del hombre débese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en público (…) Nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: “Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos” (Leon XIII, Libertas praestantissimum,  3, 21)»[14].

 

La creencia natural y la fe del pecador

Los hombres irreligiosos no pueden hacer el acto de fe del cristiano; porque, incluso si tienen por cierto lo que Dios reveló ––debido a la autoridad de Dios, que no puede equivocarse, ni engañarnos––, la adhesión de su mente no es el efecto de la virtud sobrenatural de la fe infusa. Lo es entonces de una fe natural adquirida por la evidencia de unos signos o hechos. Además, esta fe natural carece del querer, por la virtud teologal de la caridad, a la palabra de Dios, ni tiene, por ello, hacía ella confianza ni afecto.

Se diferencian así del estado de la fe del pecador, que conserva la fe sobrenatural, aunque en un estado informe, por no estar formada por la caridad, por carecer de la gracia santificante, como consecuencia de su pecado mortal.

El Concilio de Trento proclamó esta tesis frente a los protestantes,  al definir que: «Si alguno dijere que, perdida la gracia por el pecado, se pierde siempre y al mismo tiempo la fe. O que la fe que queda no es verdadera fe, aunque no esté viva, ó que el que tiene fe sin caridad no es cristiano, sea excomulgado»[15].

El Concilio Vaticano I declaró además que: «La misma fe en sí, aunque no obre animada de la caridad, es un don de Dios, y su ejercicio es obra conducente a la salvación, por cuya virtud el hombre presta libremente obediencia al mismo Dios, consintiendo y cooperando a su gracia, a la cual podría resistir»[16].

La fe formada y la fe informe no son dos virtudes distintas. Sólo se distinguen, indica Santo Tomás, en su perfección, porque: «La distinción de la fe formada y de fe informe se basa en lo que concierne a la voluntad, es decir, en la caridad, y no en lo que pertenece al entendimiento. De ahí que la fe formada y la fe informe no sean hábitos diversos»[17].

Además, con la fe natural en Dios, hasta se puede detestar la palabra de Dios- En cambio: «La fe, que es don de la gracia, aunque sea informe, inclina al hombre a creer por cierto amor al bien. De ahí que la fe de los demonios no es don de la gracia, sino que más bien son obligados a creer por la perspicacia natural de su entendimiento»[18].

 Al mismo tiempo, esta «fe», precisa Santo Tomás, no es en ningún modo meritoria, porque: « lo que desagrada a los demonios es que los signos de la fe sean tan evidentes, que se ven forzados a creer. El hecho, pues, de que crean, en nada disminuye su malicia»[19]. Por esta fe informe natural se dice en la Escritura: «También los demonios creen y tiemblan»[20].

 

La creencia del hereje

Los herejes, los que rechazan alguna verdad revelada,  no pueden hacer el acto de fe de la virtud sobrenatural; porque, hasta si se adhieren, por su mente, a tal o cual punto de la doctrina revelada, no se adhieren porque tengan la fe teologal, que no poseen en ningún estado. «El hereje que rechaza un artículo de fe no tiene el hábito ni de fe formada ni de fe informe».

La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «Es evidente que quien presta su adhesión a la doctrina de la Iglesia, como regla infalible, asiente a cuanto ella enseña. De lo contrario, si de las cosas que sostiene la Iglesia admite unas y otras las rechaza libremente, entonces no da su adhesión a la doctrina de la Iglesia como a regla infalible, sino a su propia voluntad. Por lo tanto, el hereje que pertinazmente rechaza un artículo no se halla dispuesto para seguir en todo la doctrina de la Iglesia (no sería hereje, sino sólo un equivocado, si no lo hiciera con pertinacia). Queda, pues, manifiesto que el hereje que niega un solo artículo no tiene fe de los otros, sino únicamente opinión según su propia voluntad»[21].

Las verdades que creen estos herejes lo son sólo por fe adquirida y que, en este caso,  es calificada por Santo Tomás como de mera opinión, porque es según el propio juicio., no lo es por fe teologal o sobrenatural. Los herejes son así más culpables con relación al acto de fe, que los irreligiosos.

Tampoco los apostatas, los que abandonan totalmente la fe que se ha recibido en el bautismo, y que antes habían aceptado voluntariamente,  pueden hacer el acto de fe. En realidad, la apostasía es lo mismo que la herejía, porque no es la negación de una o más verdades de la fe católica, sino la negación de todas. Es la herejía total[22].

 

La infidelidad

La herejía y la apostasía son especies de la infidelidad, en sentido formal y positivo,  y que supone el mayor alejamiento de la fe[23]. Debe tenerse en cuenta que: «La infidelidad puede tener dos acepciones. Una, como pura negación, y entonces infiel será el que no tiene fe. Otra, en la que infidelidad se toma por oposición a la fe y entonces infiel el que rechaza oír las proposiciones de la fe o la desprecia, conforme a las palabras de Isaías: “¿Quién creerá lo que hemos oído?” (Is 53, 1). En esto consiste propiamente la infidelidad, y así entendida es pecado».

En cambio: «Si tomamos la infidelidad como pura negación, como se da en los que no han oído nada sobre la fe, no tiene razón de pecado, sino más bien de pena, porque esta ignorancia de las realidades divinas es una consecuencia del pecado del primer padre»[24]. La infidelidad material o negativa, que es involuntaria, no es pecado, porque: «El poseer la fe no está al alcance de la naturaleza humana, sino solamente el no oponerse a la moción interior y a la predicación externa de la verdad»[25].

La situación de estos infieles o paganos es, sin embargo, infortunada. «Los infieles no pueden realizar las obras buenas procedentes de la gracia, esto es, las obras meritorias: aunque pueden cumplir algunas obras buenas para las que basta el bien de la naturaleza»[26]. Además, pueden obtener por la misericordia de Dios la gracia, y así arrepentirse de sus pecados y desear implícitamente el bautismo. Sin embargo, carecen de los poderosos auxilios de la religión católica, como lo son, por ejemplo, los sacramentos. Sin ellos, es muy difícil superar el mal, que les aleja de Dios.

                La infidelidad formal o positiva es un pecado contra fe y el más grave pecado, que se puede cometer, sólo inferior al odio a Dios, que se opone directamente a la caridad. «Todo pecado consiste en la aversión a Dios. Y tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. La infidelidad es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento, y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de Él. Y no podemos decir que conoce algo de Dios el que tiene de Él una opinión falsa, porque eso que él piensa no es Dios. En consecuencia, consta claro que el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral»[27]. Es el más peligroso de todos, porque al rechazar la fe al mismo tiempo se hace con la propia salvación eterna.

El pecado contra la fe, el no querer someter la propia mente a la palabra de Dios por respeto y por amor a esta palabra, siempre es culpa del hombre, porque resiste a la gracia actual de Dios, que le invita a hacer este acto de sumisión. Por ello: «La infidelidad como pecado nace de la soberbia, por la que el hombre no somete su entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres»[28].

Todos los hombres que viven en este mundo tienen siempre la gracia actual de la fe, aunque en grados diversos, según  le plazca a Dios distribuirla en los designios de su Providencia. Tener la virtud de fe sobrenatural es, de una cierta manera, la gracia más grande de Dios, porque, sin la fe sobrenatural,  no se puede nada en el orden de la salvación; y estamos totalmente perdidos para la otra vida, a menos que se reciba de Dios antes de morir.

 

Eudaldo Forment

 


 
[1] SANTO TOMÁS, Suma contra gentes, I, c. 6.
[2] Cfr. ibíd.
[3] Ibíd., I, c.7.

[4] IDEM, Suma Teológica, I, q. 13, a. 2, in c.

 

[5] CF. IDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 8.
[6] Cf. Ibíd. II, c. 3.
[7] Cf. Ibíd., III,  c, 40.
[8] Cf. Ibíd., II-II, q. 1, a. 6. El Credo o Símbolo de los Apóstoles es el, utilizado desde siempre en la liturgia bautismal. Santo Tomás también cita otros dos símbolos, que sobre el anterior lo completan. El primero, el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que denomina «símbolo de los Padres» o «símbolo niceno», –redactado por los santos padres en el concilio Ecuménico Constantinopolitano I (381), sobre la base de la profesión de fe del de Nicea I (325)–, y que es el que desde el siglo VI se usa en la liturgia de la Misa (el Credo de la Misa). El segundo, es el símbolo atanasiano, llamado también Quicumque, y que es atribuido a San Atanasio de Alejandría (296-373).
[9]Cf. SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 5.
[10] Cf. Ibíd., II-II, q. 10.
[11] Catecismo de la Iglesia Católica, 2016.
[12] Sólo está limitado por el bien común. Se restringe, por ello, cuando afecta a la moralidad y a la paz pública, que son las bases de la convivencia justa.
[13] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 10, a. 8, in c.
[14] JUAN XXIII, Encíclica Pacem in terris, I, 14. En el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos del hombre, también se dice: «Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia». El derecho a la libertad religiosa, que impide toda coacción para abrazar la fe religiosa y a no ser impedido en la práctica pública y privada de la religión, esta basado en la dignidad de la persona humana y en su naturaleza social.
[15] Concilio de Trento, Cánones sobre la justificación, canon XXVIII.
[16] Concilio Vaticano I, Constitución sobre la fe católica, c. 3.
[17] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, II-II, q. 4, a. 4, in c.
[18] Ibíd., II-II , q. 5, a. 2, ad 2.
[19] Ibíd., II-II, q. 5, a. 2, ad 3.
[20] St 2, 19.
[21] Cf. Santo Tomás, Suma Teológica,  II-II, q. 5, a.
[22] Cf.  Ibíd., II-II , q. 12, a. 1.
[23] Cf. Ibíd., II-II, q. 10, a. 5, in c.
[24] Ibíd., II-II, q. 10, a. 1, in c.
[25] Ibíd., II-II, q. 10, a. 1, ad 1. s.
[26] Ibíd., II-II, q. 10, a. 4, in c.
[27] Ibíd., II-II, q. 10, a. 3, in c.
[28] Ibíd., II-II, q. 10, a. 1, in c.