Yo de mayor me pido ser don Fabián

 

La alegría de don Fabián aquella tarde era de órdago a la grande, a la chica, a pares y a juego. Estaba que se salía. Cura de pueblo, con cinco mil habitantes a su cargo, no cabía en sí de gozo. Me lo encontré callejeando y se vino a mí con un enorme abrazo. ¿Sabes, me decía? Por fin lo he conseguido. Por fin tengo actividades parroquiales todos los días después de la misa de la tarde. Me faltaba el sábado y he conseguido iniciar un grupo de matrimonios aprovechando la gente que viene por aquí los fines de semana. 

Le habían dicho que no merecía la pena intentar nada. Pero menudo era don Fabián. Que si unas viejecitas para empezar, que si otro día exponía el Santísimo, otro más para unos jóvenes, una tarde a la residencia de ancianos, un grupo de formación, preparar bautizos… Cada tarde noche algo nuevo.

Hay muchos sacerdotes ejemplares como don Fabián. Curas de esos que sienten permanentemente en la boca del estómago un dolor por las ovejas que no están y un deseo irrefrenable de hacer santas a las que van llegando. Curas de breviario y oración, de sonrisa y ganas. Curas que saben aprovechar cualquier cosa para traer a los hombres a Cristo.

Me contaba don Fabián que algunos compañeros, cuando alguna vez le notaban cansado, le decían que era culpa suya, que si hacía todo eso era porque quería, que nadie se lo mandaba. Es verdad. Una parroquia se puede atender con muy poca cosa. Me decía hace unos días un amigo que lleva un par de semanas tratando de contactar con su parroquia para echar una mano en alguna cosa y que le es imposible, que vaya cuando vaya siempre está cerrada y fuera no hay ni un cartel con los horarios.

Con decir una misa a diario, incluso quitando un día para librar, un par de ellas si acaso el domingo, despacho previa cita telefónica, los chiquillos de comunión y algún bautizo, problema resuelto. Hay disculpas para todo: hay misas en otros sitios, los mayores que descansen, los jóvenes no tienen arreglo, los pobres al ayuntamiento y la gente no viene a nada. Qué descansada vida.

Pero llega don Fabián y se multiplica, abre el despacho horas, confiesa, pasea, ve a la gente, organiza pequeñas cosas, ofrece posibilidades, toca el corazón de los feligreses aprovechando su religiosidad más primitiva, invita a rezar… Y mira por donde van apareciendo algunos. Hasta que un día te da un abrazo por la calle feliz porque ya tiene tarea cada noche de la semana.

Qué les voy a decir. Que yo de mayor quiero ser don Fabián.