¿Santos y violentos?: Respuesta a dos comentarios

¿Santos y violentos?: respuesta a dos comentarios

Publicamos aquí un texto a raíz de dos comentarios realizados en nuestro blog acerca de las Cruzadas.

Comentario 1:

“Para nada de acuerdo…no se pueden justificar guerras armadas, de parte de personas llamadas a la paz y al amor..y demostrarlo para con los demás…las guerras que sucedieron en el antiguo testamento nos sirven para llevarlas a un plano NETAMENTE espiritual, no físico, cuando Jesús vino a este mundo lo hizo para establecer un nuevo pacto, en el cual las “acciones”, los “hechos” físicos ya no tenían el valor como antes, todo ahora (y en el tiempo de las cruzadas) es espiritual, y eso es algo que la Iglesia Católica parece no querer entender…

En el tema de las cruzadas, no creo que sean justificables, ya que Dios, desde la venida de Jesús, nos exhorta a una vida espiritual y a que nuestras “guerras” sean en ese plano exclusivamente, y como ya dije, en la época de las cruzadas, Jesús hace rato que había dejado esas reglas en la tierra……”

Comentario 2:“Padre: Si es que tiene respuesta posible. ¿Por qué ya no canoniza la Iglesia a personas que dan su vida por la fe en situación de guerra?”

Beato Miguel Gómez Losa, cristero

Respuesta en conjunto:

Estimados: muchas gracias por sus comentarios. Respecto a lo planteado, intentaremos dar una respuesta breve.

En primer lugar, como se lee en el actual Catecismo (Nº 828): “al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf LG 40; 48-51)”. Es decir, la Iglesia, cuando define en un acto magisterial definitivo (la canonización) que alguien está en el Cielo, no sólo declara que alcanzó la salvación practicando las virtudes en grado heroico, sino que se lo propone como modelo a seguir, es decir, que un fiel llevando ese género de vida, puede alcanzar también la salvación.

Ahora bien, la pregunta es la siguiente:

¿Puede llegar alguien al cielo empuñando las armas? Y, en caso afirmativo, ¿puede ser canonizado?

Como ya hemos dicho en nuestro blog (AQUÍ), hay que recordar una vez más que no toda guerra es mala. El padre Alfredo Sáenz, en ese hermoso libro titulado La Caballería[1], hace un breve análisis de lo que es la guerra; recuerda allí con San Agustín que “la guerra se hace para lograr la paz”[2], por lo que, por repugnante resulte a primera vista, en no pocas circunstancias acaba por ser una necesidad. Y sería tan inhumano ser belicista por principio como pacifista a ultranza, agregando: “no pienses que nadie puede agradar a Dios si milita con armas de guerra. Militar era el santo David… Soldado era aquel centurión… Soldado era Cornelio, etc… No se busca la paz para promover la guerra, sino que guerra se hace para lograr la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando pelees, para que venciendo a aquellos contra los cuales luchas los lleves a la paz”.

Santa Juana de Arco durante la coronación de Carlos VII

Pero no toda guerra es legítima, por ello la Iglesia siempre ha distinguido entre una guerra justa y una que no lo sea. “Hay guerra justa –escribía el mismo santo de Hipona– cuando se propone castigar la violación del derecho, cuando se trata, por ejemplo, de castigar a un pueblo que se rehúsa a reparar una acción mala o a restituir un bien injustamente adquirido”[3]. Debe agregarse, con Rábano Mauro, el caso frecuente de una invasión que siempre es legítimo repudiar con la fuerza. El más grande enciclopedista de la Edad Media, Vicente de Beauvais, en los mismos años en que toda Francia escuchaba o leía cantares de gesta, durante el reino de San Luis, desarrolló la doctrina agustiniana que siguen vigentes hasta el día de hoy: “Tres son las condiciones para que una guerra sea justa y lícita: la autoridad del príncipe que ordena la guerra; luego, una causa justa, y, por fin, una intención recta”. Y agregaba el compilador del siglo XIII: “Por causa justa hay que entender que no se va contra sus hermanos sino cuando han merecido un castigo por alguna infracción al deber, y la intención recta consiste en hacer la guerra para evitar el mal, para hacer avanzar el bien”[4]. No otra cosa enseñaba Santo Tomás de Aquino.

El mismo Concilio Vaticano II lo decía en la “Gaudium et spes” (nº 79) al condenar las guerras injustas: “El Concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales (…) . Una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras naciones

San Luis Rey

La idea de la legitimidad de algunas guerras y de la grandeza del soldado cristiano, hizo en el mundo occidental, entre los siglos IV al X, progresos tanto más sensibles, cuanto que se vivió en pleno horror de invasiones, barbarie, luchas mortales entre religiones y razas. No fue extraño que los Padres Apostólicos soñasen con una tierra nueva en la que florecería la paz del Evangelio, aquella paz que Cristo vino a traer al mundo. Pero esas teorías admirables —y un tanto utópicas— debieron inclinarse ante la cruda realidad. El mismo San Agustín, que debió vivir durante las invasiones de los Vándalos, se preguntaba: “¿qué hay de condenable en la guerra? ¿la muerte de hombres destinados a morir tarde o temprano? Tal reproche, en verdad, es para uso de cobardes, y no de hombres verdaderamente religiosos. No, lo que es culpable es el deseo de dañar a otros hombres, el amor cruel de la venganza, el espíritu implacable y enemigo de la paz, el salvajismo de la rebelión, la pasión del dominio y del imperio. Importa que tales crímenes sean castigados, y tal es precisamente la causa merced a la cual, por orden de Dios o de una autoridad legítima, los buenos se ven obligados a emprender en ocasiones algunas guerras”[5].

La guerra siempre es una desgracia, pero es inevitable. Pascal lo ha expresado con palabras insuperables: “Así como es un crimen turbar la paz donde reina la verdad, es también un crimen permanecer en paz cuando la verdad es destruida. Hay pues un tiempo en que la paz es justa y un tiempo en que es injusta. Se ha escrito que hay un tiempo de paz y un tiempo de guerra; es el interés de la verdad el que los discierne”.

Pues no toda violencia es mala. Cristo mismo, al menos en dos oportunidades, usó de ella para expulsar a los mercaderes del Templo según se lee en el Evangelio (Mt 21,13 y Jn 2,15). Y antiguamente, la Iglesia no dudaba en canonizar a quienes, habiendo alcanzado las virtudes heroicas, también habían empuñado las armas en guerra justa; basta con recordar aquí a San Fernando, a San Luis Rey o a Santa Juana de Arco, entre otros.

Pero entonces vayamos a la segunda pregunta que nos hacían más arriba: ¿por qué entonces ahora la Iglesia no los canoniza o bien elude esa faceta combativa? Es un problema serio que no puede eludirse.

En primer lugar hay que recordar que la canonización es un hecho político (es decir, prudencial, de gobierno); el por qué se canoniza a éste, antes que a aquél, o a aquél antes que éste, depende simplemente de las decisiones y circunstancias históricas, no de la santidad de la persona (Dios no se somete a nuestras burocracias). Es decir, es lícito y hasta conveniente, posponer en algunos casos esos reconocimientos públicos para evitar daños irreversibles; el caso de Santa Juana de Arco es paradigmático, pues fue canonizada recién 500 años después, entre otras cosas, para evitar disputas entre franceses e ingleses, dado que la jovencita había expulsado a los británicos de su patria en apenas algunos meses.

Pero si bien puede entenderse que se posponga una canonización por cuestiones circunstanciales, no lo es si se hace por una cuestión de “principios” y menos alegando los principios católicos, es decir, si se dijese: “no se canoniza a tal porque empuñó las armas”. Esta doctrina del pacifismo mal entendido no sólo es errada sino contraria a la doctrina tradicional de la Iglesia.

Santa Juana de Arco ante el sitio de Orléans

Debemos cuidarnos entonces de cierta corriente “irenista”, como la llamaba el Papa Pío XII[6].

Otro gran doctor de la Iglesia, como fuera San Bernardo, lo avala con su autoridad cuando escribe así sobre los templarios:

“Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: “Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor”. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor? [7]

Hace poco, en este mismo portal, (http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=22469f="http://infocatolica.com/?t=noticia&cod=22469), se señalaba la posibilidad de beatificar al “Samurai de Cristo". Ukon Takayama (http://www.religionenlibertad.com/el-samurai-de-cristo-ukon-takayama-un-senor-guerrero-admirado-por-30808.htm), que murió de muerte natural y fue señor feudal japonés, cristiano y guerrero.
En fin; espero que esto dé algo de luz. Acepto discrepancias o correcciones.

Que no te la cuenten…

Padre Javier Olivera Ravasi


 

[1] Alfredo Sáenz, La Caballería, Gladius, Buenos Aires 1991, 28-33.

[2] San Agustín, Carta a Bonifacio, Ep. 189, 6.

[3] San Agustín, Quaestiones Heptateuchum VI: PL 34, 781.

[4] San Agustín, Speculum morale, I. III, pars V, dist 124.

[5] San Agustín, Contra Faustum: PL 42, 447.

[6] Pío XII, Humani generis, nº 7.

[7] San Bernardo de Claraval, De laude novae militiae ad Milites Templi, en Régine Pernoud, Los templarios, Siruela, Madrid 1994, 170. Cursivas nuestras.