Silvano, desde Athos (VI)

 

Sexta parte de la serie de posts con textos escogidos del monje ortodoxo Silvano de Athos. En plena semana por la unidad de los cristianos, pidamos a los santos místicos católicos y ortodoxos que están ya en la presencia del Padre que intercedan por la unión de todos los cristianos en la barca de Pedro, a quien Cristo encomendó cuidar de su rebaño.

Distinguimos diversos grados de amor. El primero, es el temor de ofender a Dios. Quien mantiene su alma libre de todo mal pensamiento ha alcanzado el segundo. El tercero es el del alma que lleva sensiblemente la gracia en sí; el cuarto es el amor perfecto de Dios y aquel que lo posee tiene en el cuerpo y en el alma la gracia del Espíritu Santo. Su cuerpo es santificado y sus huesos serán incorruptibles. Aquel que vive en una tal santidad está libre de toda envidia y de toda pasión; la caridad lo envuelve completamente, y las cosas de la tierra no tocan más al alma. Y si bien este hombre vive en el mundo junto con los otros, sin embargo olvida las cosas de este mundo en su amor por Dios. 

Hay hombres que no temen la muerte y que dicen con san Simeón: “¡Deja ir ahora, Señor, a tu servidor!" 

Conozco un hombre a quien el Señor visitó por su gracia. Si el Señor le hubiese preguntado: “¿Quieres que te de todavía más?", él le hubiese respondido en su impotencia carnal: “Señor, Tú me ves, si me dieras más, yo moriría". Porque la potencia del hombre es limitada y no puede contener la plenitud de la gracia. El Señor ha subido al cielo y nos espera; pero estar con Dios quiere decir serle semejante. También nosotros debemos ser humildes y simples como los niños y servir al Señor. Entonces, un día, estaremos con Él en el Reino de los cielos, porque ha dicho: “Allí donde Yo estoy, allí estará mi servidor". Ahora mi alma está desalentada y abatida; mi espíritu no es puro, mis pecados me abruman y yo no tengo más lágrimas. He perdido la alegría y la paz; mi alma es impenitente y está fatigada por las tinieblas de la vida. 

San Poimén el Grande dice: “Nuestra voluntad se eleva como una muralla de hierro entre nosotros y Dios e impide que podamos unirnos a Él y ver su gracia". 

¿Qué me ha sucedido? ¿Cómo puedo recobrar lo que he perdido? ¿Quién me cantará el canto que yo amaba desde mi infancia, el cántico de la Ascensión del Señor? Escucharé este cántico con lágrimas porque mi alma está triste. ¡Laméntense conmigo, pájaros y animales salvajes; lloren conmigo, bosques y desierto! ¡Consuélenme, oh criaturas de Dios! 

Aquel que ha experimentado la dulzura del amor de Dios sabe que el reino de Dios está en nosotros. ¡Bienaventurado aquel que ha amado la humildad y las lágrimas y ha tenido horror a los malos pensamientos! Bienaventurado quien ama a su hermano, porque nuestro hermano es nuestra vida. Quien ama a un hermano tiene dentro de su alma de una manera sensible al Espíritu de Dios que le da paz y alegría, le da sus lágrimas por el mundo entero. Yo no puedo callarme con respecto a los hombres, por ellos sufre mi alma; los amo en el llanto, ruego por ellos con lágrimas. No puedo callar, hermanos míos, no puedo ocultar la bondad de Dios y no advertirles acerca de las astucias del Maligno.

No hay mayor felicidad que amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, y al prójimo como a sí mismo, según el mandamiento del Señor. 

Una vez, un día de Pascua, salí por la puerta principal del monasterio; un niño de cuatro años aproximadamente, con cara de fiesta, vino a mi encuentro -la gracia de Dios hace felices a los niños-. Yo tenía un huevo de Pascua y se lo di. Lleno de alegría, el niño corrió junto a su abuelo para mostrarle el regalo. Y por esta cosa insignificante, recibí de Dios una inmensa alegría; experimenté el amor por toda criatura y sentí el Espíritu de Dios en mi alma. De vuelta en la casa, oré largamente con lágrimas en una profunda compasión por el mundo. 

Si el Espíritu Santo habita en un alma, el hombre reconoce en sí el Reino de Dios. Dices, seguramente: ¿Por qué no tengo yo, una tal gracia? Porque quieres vivir según tu voluntad propia y no quieres abandonarte a la de Dios. 

El alma debe estar llena de un amor tan extraordinario por Dios, que el espíritu, liberado de toda otra preocupación, ponga todas sus energías sin interrupción en Dios. 

¡Feliz el pecador que se convierte a Dios y lo ama! Aquel que comienza a odiar el pecado ha alcanzado el primer grado de la escala celestial. Si los deseos de pecar no te asaltan más, entonces, has alcanzado ya el segundo grado. Pero quien en el Espíritu Santo conoce el amor perfecto de Dios, ha llegado a un punto elevado de la escala del cielo. Sin embargo esto sucede raramente. 

¿No es el Señor mismo quien dice: “El Reino de Dios está en ustedes"? Es ahora que comienza la vida eterna, es ahora que arrojamos la simiente de los tormentos eternos. ¡Les ruego, hermanos míos, hagan la prueba! Si alguien los ofende, los calumnia, arrebata lo que es vuestro, e incluso si es un perseguidor de la santa Iglesia, rueguen a Dios y digan: “Señor, somos tus criaturas, ten piedad de tus servidores y conduce sus corazones a la penitencia". Entonces sentirás la gracia en tu alma. Ciertamente, al principio, debes esforzarte en amar a tus enemigos; pero el Señor viendo tu buena voluntad te ayudará en todas las cosas y la experiencia misma te indicará el camino. Quien, por el contrario, medita en las malas cosas contra sus enemigos no puede poseer el amor y, por lo tanto, no puede conocer a Dios. 

No ser violento con su hermano; no juzgarlo jamás. Convencerlo con la dulzura y el amor. Orgullo y dureza quitan la paz. Ama a quien no te ama y ruega por él; así tu paz no será turbada. 

Puedes decir: los enemigos persiguen a nuestra Santa Iglesia, ¿cómo puedo yo amarlos? Escúchame: tu pobre alma no ha conocido a Dios; no ha reconocido cuánto nos ama y con qué deseo espera que todos los hombres hagan penitencia y consigan la vida eterna. Dios es Amor. Él envía sobre la tierra el Espíritu Santo que enseña al alma a amar a los enemigos y a rogar por ellos para que sean salvados. Este es el verdadero amor. 

Es dulce la gracia del Espíritu Santo e infinita la bondad del Señor, nosotros no podemos describirla con palabras. El alma tiende hacia Él, insaciable, invadida por su amor. Ella ha encontrado el reposo en Él y ha olvidado completamente el mundo. No siempre el Misericordioso concede esta gracia al alma; frecuentemente da el amor por el mundo entero, y es entonces que el alma llora por él e implora del Todopoderoso que derrame su gracia sobre toda alma y, en su piedad, perdone. 

Nuestra alma desea saber cómo fue tu vida con el Señor sobre la tierra, ¡oh, Madre de Dios! Pero has envuelto tu secreto en el silencio, no fue tu voluntad librar todo esto a la Escritura. 
Todo en el cielo vive y se mueve en el Espíritu Santo, pero Él está presente igualmente sobre la tierra; Él está presente en nuestra Iglesia, vive en los santos Sacramentos, en la Santa Escritura, en el corazón de los fieles. Él unifica a todos y es por esto que los santos nos son tan próximos, nos escuchan si los invocamos y nuestra alma siente que ellos interceden por nosotros. 

Los santos viven en otro mundo y allí ven la gloria de Dios, pero ven también, en el Espíritu, toda nuestra vida y nuestras acciones. Saben nuestros sufrimientos y escuchan nuestras fervientes oraciones. El Espíritu Santo les enseñó el amor de Dios durante su vida terrestre y aquel que posee este amor sobre la tierra entra en la Vida eterna y allí, en el cielo, el amor se engrandece y alcanza su perfección  Y si aquí abajo el amor no puede olvidar a su hermano, cuánto más los santos se acordarán y orarán por nosotros.