Homilía en la fiesta de Santo Tomás

 

I. En el libro de la Sabiduría encontramos una plegaria que Santo Tomás de Aquino habrá hecho suya y que nosotros, asimismo, podemos hacer nuestra: “Que Dios nos conceda hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de sus dones, porque Él es el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios” (Sab 7,15).

Hablar con conocimiento y tener pensamientos dignos de los dones de Dios son características que corresponden a un gran hombre. La dignidad, la grandeza, la excelencia, tiene como base la humildad; el reconocimiento de que Dios es, no una competencia molesta, sino “el mentor de la sabiduría y el adalid de los sabios”.

En su Diario S. Kierkegaard escribió que, buscando “aquello que Dios en el fondo reclama de mí”, experimentaba “tanto placer y tan íntimo consuelo en contemplar a los grandes hombres, quienes, habiendo encontrado una perla semejante, dan por ella todo lo demás (Mt 13,42), hasta la propia vida”.

Un pensamiento similar, en un contexto diferente, nos transmitía, a los alumnos, uno de los profesores que tuve en la Universidad Gregoriana. Sobre los temas de futuras tesinas o tesis recomendaba algo muy oportuno: “Estudiad a un grande”.

Realmente con esos trabajos académicos no es tanto lo que el autor aporta al mundo, salvo excepciones, sino lo que el que ha de recorrer ese itinerario aprende de otros, particularmente de los grandes.

La historia - y el presente -  de la Iglesia están llenos de grandes hombres. Yo creo que un buen motivo de credibilidad, que inclina la balanza a favor de la verdad del Cristianismo, es la inmensa pléyade de los santos; de grandes cristianos, de grandes hombres.

En esta pequeña barca, que siempre parece a punto de hundirse, se han enrolado Pedro y Pablo, Agustín y Tomás de Aquino, Francisco y Buenaventura, Tomás Moro y J.H. Newman, entre muchos otros y otras, como Teresa de Jesús.

Otro de mis profesores recoge en un libro suyo una inscripción que puede leerse en la cúpula de la iglesia romana de San Eligio degli Orefici: “Astra Deus nos templa damus Tu sidera pande” (Oh Dios, Tú nos das los astros, nosotros te dedicamos templos, Tú nos concedes generosamente las estrellas).

La bóveda celeste que los templos renacentistas reproducen en sus bóvedas, de azul y dorado, no es un cielo oscuro, sino un cielo repleto de estrellas. Esas estrellas son los santos, los grandes hombres que se han dejado tocar y modelar por el poder nuevo de la gracia. En ellos, en esas estrellas, resplandece la luz de la gloria del Resucitado. Esas estrellas nos iluminan y nos acompañan.

Pienso en todo esto en la fiesta de Santo Tomás de Aquino. Alguien poco simpatizante del Catolicismo y de Santo Tomás dijo, con humor británico y a la vez descreído, lo siguiente sobre este santo: “Aun en el caso de que cada una de sus doctrinas fuera errónea, la Summa [se refiere a la Summa contra Gentiles] quedaría como un imponente edificio intelectual”. No es poco elogio, viniendo de quien viene, Sir Bertrand Russell.

Muchos años después de que se escribiese el Diario de Kierkegaard, el teólogo italiano Pierangelo Sequeri recomienda en su breve, y profundo ensayo, Contra los ídolos posmodernos, un consejo pedagógico que agradaría al filósofo danés: “hacedles frecuentar [a los jóvenes] la mente de los ‘grandes’. Todo lo demás, antes o después, es tedio”.

¡Vayamos a los grandes. Vayamos a Santo Tomás. Vayamos a los humildes, que son, siempre, los más sabios!

II. Como ha escrito Benedicto XVI, Santo Tomás, en un  momento de enfrentamiento entre dos culturas, la pre-cristiana de Aristóteles y la cultura cristiana clásica; en  un momento en que parecía que la fe debía rendirse ante la razón, “mostró que van juntas, que lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón, y que lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad; así, creó una nueva síntesis, que ha formado la cultura de los siglos sucesivos” (“Audiencia  General”, 2.Junio.2010).

En cierto modo, esta situación vivida por Santo Tomás se reproduce en nuestra época. La ciencia, con todo su impulso, con toda su exactitud, parece imponerse, hasta con su ateísmo metodológico. La ciencia – en el sentido lógico y empírico -, las ciencias naturales, no saben nada de Dios. Ni saben ni pueden saberlo, ya que Dios no es un objeto más del conocimiento científico-natural. Dios no es un objeto, Dios es siempre un Sujeto.

Entre ciencia (natural) y teología no existe homogeneidad. Son dos tipos de discursos muy diferentes. Entre ciencia y fe, entre ciencia y teología, se requiere la mediación del pensamiento filosófico, que aúna, o pretende hacerlo, rigor y universalidad. Los límites de la ciencia que confinan con la fe no son científicos, son filosóficos.

“Lo que parecía razón incompatible con la fe no era razón”. Ni lo era, en los tiempos de Santo Tomás, ni lo es en los nuestros. Muchas veces se hace pasar por razón, y por ciencia natural, lo que no es tal. Por ejemplo, el evolucionismo, como interpretación última de lo real, como visión filosófica que excluya, de raíz, la existencia de un fin, no es un resultado que la ciencia, o la razón, nos obligue a aceptar como evidente.

“Lo que se presentaba como fe no era fe, pues se oponía a la verdadera racionalidad”. Y esto ha pasado, ayer, y puede seguir pasando hoy. El creacionismo no puede hacer de menos los resultados científicos y, si los toma en cuenta, o si presenta resultados alternativos, ha de evaluarlos en su propia consistencia de datos científicos, sin pretender, aunque sea de modo solapado, establecer una especie de atajo que lleve, casi forzadamente, de lo que parece fe sin serlo a lo que parece ser ciencia, quizá sin serlo tampoco.

Más allá del evolucionismo y del creacionismo sigue abierta la posibilidad, con ayuda de la filosofía, de un diálogo entre ciencia – teoría de la evolución – y teología – doctrina de la creación -. La acción creadora de Dios es una acción continua, inmersa en la historia, que no excluye, de por sí, el crecimiento, el desarrollo y el proceso.

San Agustín, con la mentalidad y el lenguaje de su época, no rechazaba comprender la creación como un acto divino que se despliega en el tiempo. Mucho más tarde, J.H. Newman comentaba en alguna carta a Pusey que no encontraba, en las hipótesis de Darwin, nada contrario a la religión.

El ejemplo de Santo Tomás nos debe mover a pensar, a estudiar, a discernir, a razonar. Para que la ciencia sea ciencia y la fe sea fe. Y, entre ambas, como un territorio común, está la filosofía. Porque las tres –ciencia, teología y filosofía – son modalidades de la razón humana, abierta de por sí a la verdad.

III. El sabio reconoce como un regalo de Dios el hablar con conocimiento y el tener pensamientos dignos de sus dones. Y esa humildad propicia la fraternidad y el servicio. El sabio no está por encima de los demás; no es el primero, según los criterios del mundo, sino el servidor de todos. La primacía, la base de la fraternidad, le corresponde a Dios: Solo Él es el Padre. La sabiduría, en sentido absoluto, le corresponde a Cristo: Solo Él es el Maestro (cf Mt 23,8-12)

A nosotros, siguiendo a Santo Tomás, nos corresponde buscar a Dios y adorarle, reconociendo la máxima manifestación de la sabiduría en la humildad de la Cruz.

Santo Tomás comprendió que “que todo lo que logramos pensar y decir sobre la fe, por más elevado y puro que sea, es superado infinitamente por la grandeza y la belleza de Dios” (Benedicto XVI). Es preciso ser sabio, humilde y contemplativo para persuadirse de esa  realidad. Él, habiendo encontrado la perla preciosa, supo entregar todo lo demás; hasta la propia vida.

 

Guillermo Juan Morado.
Instituto Teológico de Vigo.