El sacerdote, y también médico, Miguel Ángel García es delegado de Pastoral de la Salud en la diócesis de Salamanca. Hoy  11 de febrero, con el lema, Salud y sabiduría de corazón, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo.  

-¿Qué intenta sugerir el lema de la Campaña del Enfermo de este año?

El Papa Francisco nos invita a mirar la salud y la enfermedad desde la sabiduría de Dios que es un don del Espíritu y, así, poder descubrir la enfermedad como una oportunidad para servir al hermano, acompañarle en cercanía y gratuidad, saliendo de uno mismo, siendo solidarios, todo al estilo de Jesús.

Hoy se habla de ‘calidad de vida’, ‘sociedad del bienestar’ y pareciera que una vida en la fragilidad y debilidad no merecen la pena ser vividas ni tenidas en cuenta.

Hay un ofrecimiento a pasar de una mirada superficial a un mirada desde lo profundo, desde el corazón y a valorar a las personas no desde lo que tienen y hacen, producen y aparecen sino desde su verdadera dignidad, desde el ser, el amar y servir.

-Hablando de sabiduría… ¿qué ha aprendido, o mejor dicho, qué le han enseñado los enfermos que tratado a lo largo de su vida?

El enfermo es una persona y lo seguirá siendo siempre. La enfermedad, el sufrimiento, es un misterio. Podemos explicar muchas cosas, pero el fondo nos supera, nos trasciende.

El enfermo es una persona que vive envuelto en el misterio. Cuando una persona o su familia recibe la noticia de que puede tener ‘algo grave…’ en un momento por la cabeza, pero sobre todo, por el corazón, pasa todo: el pasado, el presente y el futuro. Lo que se tiene y lo que se puede perder. La felicidad que aspiramos y el dolor que puede sobrevenir…

Se toca el fondo de la existencia. Aparece lo esencial y todo lo demás es considerado como secundario, pasajero, relativo.

Estar cerca, vivir junto a una persona enferma te ayuda a valorar la vida y las personas en profundidad y vivir cada día “como el primero, como el último, como el único”.

-¿Y cómo animar a un corazón que se rebela contra la enfermedad?

La rebeldía es un signo que manifiesta nuestra resistencia a la finitud, a la muerte. Nos presenta nuestro verdadero destino: la inmortalidad, la perdurabilidad y el deseo profundo de que las personas que amamos permanezcan, pervivan.

Descubrir por un lado la finitud y por otro el ansia de eternidad, significa llegar conocer lo que somos.

La verdadera sabiduría es aceptar la finitud y vivir en la fragilidad con verdadero sentido, con fecundidad de amor y servicio y, a la vez, prepararnos para la vida definitiva y plena.

Esta sabiduría, como dice el Papa Francisco es un don del Espíritu que hay que pedir.

Y mientras llega esa luz que ilumina el misterio de la enfermedad y el sufrimiento desde la Pascua de Cristo, nos toca acompañar con delicadeza y respeto, con gratuidad y ánimo.

-Como médico y sacerdote que es… ¿de qué está enferma nuestra sociedad?

Nuestra sociedad es maravillosa. Es lo primero que quiero decir. Todo el universo rebosa vida y belleza. La humanidad ofrece innumerables gestos de amor sencillo, actos de bien, iniciativas de solidaridad, dinámicas de creatividad y futuro. Muchas veces ocultos, imperceptibles y sin propagandas.

Cuando los seres humanos dejamos de sentirnos, comprendernos y tratarnos como humanos… entramos en una terrible dinámica de des-humanización que lleva a la pura supervivencia, la ley del más fuerte, la falta de respeto y dignidad y todas sus consecuencias: soledad, indiferencia, aprovechamiento, manipulación, opresión, descarte y aniquilación.

El reconocimiento de cada vida, cada persona, con valor absoluto y el trato respetuoso y digno de cada ser humano engrandece a la sociedad y posibilita la paz.

Todo ello es más posible cuando descubrimos a un Dios de vida y amor, que nos crea y ama incondicionalmente y cuando acogemos su plan de salvación como camino de amor y plenitud.

-¿A usted que le duele en este momento?

Personalmente estoy en un momento de plenitud de vida y servicio desde Jesús, el Señor de la vida y de la enfermedad, mi Señor.

Precisamente por ello, me duelen las vidas mal logradas, las oportunidades de amor perdidas, las ocasiones para hacer el bien y mejorar el mundo que no se realizan. Me duelen todas las locuras humanas (léase in-humanas) que destruyen a las personas y oscurecen este mundo. Y cada una de las personas que padecen las consecuencias del mal y del pecado.

Pero confieso que es mucho más lo que me alegra y da gozo y paz: el servicio de tanta gente a favor de los que sufren: voluntarios, familiares, profesionales de la salud. La bondad de tantas personas. La valentía y firmeza de tantos seres que viven la enfermedad, limitación y el sufrimiento con una entereza y dignidad admirables. Y, siempre, la presencia amorosa sanadora y salvadora de este Dios que nos acompaña y sostiene, anima y dignifica “en el que vivimos, nos movemos y existimos”.

(Diócesis de Salamanca)