La Iglesia y los derechos humanos

LA IGLESIA Y SU CAMINO DE ACEPTACIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS

 

DANIEL TURRIAGO ROJAS

 

 Esta perspectiva liberadora que insufló al cristianismo de los primeros siglos se diluye cuando el cristianismo se convierte en religión oficial del Imperio Romano, en al año 380. La Iglesia de la clandestinidad y perseguida, se convierte en la Gran Iglesia de Roma y adopta un modelo evangelizador de cristiandad. La ortodoxia toma una preponderancia en la organización eclesial y ahora la preocupación reposa principalmente en la recta interpretación de los textos sagrados, en el depósito de la recta doctrina y la sucesión apostólica. Y con el fin de defender la ortodoxia se empiezan a tomar actitudes antievangélicas, violatorias de la dignidad de las personas, de los movimientos marginales del cristianismo primitivo, considerados heterodoxos, cismáticos y herejes desde el siglo II. Por eso, “a instancias de los obispos y, en ocasiones, por propia iniciativa, los emperadores, desde Constantino, utilizaron las leyes para estigmatizar y marginar socialmente al herético o al diferente. Las 66 constitutiones recogidas bajo el título De haereticis por los compiladores, y el Codex Theodosianus dan buena prueba del uso de la ley como método de lucha contra la herejía por parte de los príncipes cristianos. El mismo procedimiento legislativo servirá también para definir la ortodoxia: a partir de 380, Teodosio fijará por ley el canon de la ortodoxia: la comunión con determinados obispos y la fidelidad al Nicaenum” (Escribano Paño, 2005:400).

 Esta situación continuó en el Occidente Medieval, donde la herejía fue considerada como disidencia religiosa que rompía la unidad y que, por lo tanto, resultaba intolerable. En consecuencia, tenía que ser reprimida por la fuerza armada y el instrumento de la inquisición. Ésta terrible institución “demostró ser un instrumento represor de gran modernidad y de gran eficacia. La Labor policial de los inquisidores… incluía la confesión de errores, la sumisión al tribunal y el interrogatorio, admitiéndose el uso de la tortura… Si se confirmaba la culpabilidad del sospechoso, la sentencia debía ser proclamada públicamente en el llamado auto de fe. La condena incluía una confiscación de bienes inmediata a la declaración de culpabilidad, penas de prisión más o menos duras según la condena y, en el peor de los casos, la muerte en la hoguera en manos del poder secular” (Alvira Cabrer, 2005:425-426).

Cabe anotar que esta visión de la Iglesia medieval se fundamentaba en las concepciones teológico-políticas del agustinismo político que subordinaban la ciudad terrena a la ciudad de Dios, “lo que en la práctica se traducía en el sometimiento a sus representantes temporales y eclesiales, los únicos capaces de liberar a la ciudad secular de su suerte sub pecato. En el transcurso de la Edad Media, el cristianismo establecido se había visto dominado por el proyecto y la ideología de la cristiandad, que constituían una sociedad cerrada. Obsesionada la Iglesia por mantener, con la ayuda del Estado, una sociedad cristiana, se opuso a lo que hoy llamamos derechos del hombre, en los que veía el impulso a la mentira, al error, a un protagonismo usurpador que negaba el orden querido por Dios. La inquisición, responsable entre 1480 y 1834 de aproximadamente cien mil muertes y de millares de hogueras encendidas para aniquilar a las brujas, como chivos expiatorios de las multitudes cristianas, es la imagen plástica de hasta dónde estaba dispuesta a llegar la cristiandad para defender su identidad” (Gimbernat, 1998:14).

 Modernidad y Derechos Humanos

 Los Derechos Humanos son fruto del contexto de modernidad, contrario a la visión medieval católica afirmada en la filosofía escolástica del Derecho Natural iusnaturalista que emana de la ley natural que ha sido definido en estos términos: “inscrito en el corazón humano como una fuerza instintiva innata y que como afirma San Agustín no ha sido generado por una opinión, sino por una fuerza innata en nosotros… una manifestación de Dios en el hombre y, por ende algo en cierto modo divino por su origen. La violación, pues, del derecho natural es una transgresión inmediata de la forma más obvia y elemental del derecho de Dios sobre las cosas” (Blázquez, 1980:53). La anterior definición se opone a la teoría moderna según la cual los Derechos Humanos emanan de la ley positiva, fruto del consenso o del pacto social, como lo define el padre del utilitarismo moderno Jeremy Bentham: “Al comentar la Declaración de derechos del hombre  y del ciudadano, de la Asamblea Nacional Francesa (1789), que establecía los que consideraba derechos naturales, imprescriptibles, inalienables y sagrados del hombre, afirmó que los derechos naturales son simplemente un sinsentido; los derechos naturales e inalienables son distales retóricos, desatinos ampulosos. Bentham argumentaba que los únicos derechos que tienen sentido son aquellos garantizados por la ley, por lo que la idea de que pueda existir un derecho natural es una contradicción”. (Woolf, 2008:193).

 Esta interpretación se enfrenta con la percepción de la Iglesia acerca del derecho natural que se sostenía en la alianza de la institución eclesial con el Antiguo Régimen de  monarquías absolutas, siendo una de ellas, el Papado. Pero la ruptura frente a tal concepción se concretiza en la modernidad durante la revolución francesa, de la cual surge la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en el año 1789. Sus principios de libertad, igualdad y propiedad fundamentarán las democracias modernas y permitirán a los individuos ejercer dichos derechos. Estas reivindicaciones llevan a la libertad de culto, de creencia y de expresión, situación que inevitablemente implicó una confrontación con la jerarquía eclesiástica de la época.

 Por ello el Papa Pio VI y los obispos franceses, por medio de la carta Quod Aliquantum condenaron dicha declaración y sus consecuencias contra la religión católica. “Pio VI convocó un consistorio secreto en 1979 para analizar la situación creada por la Revolución Francesa. Después en ese breve documento Quod Aliquantum –fechado el 10 de marzo de 1791 y dirigido al cardenal de la Rochefoucauld y a los obispos miembros de la Constituyente– condenó los derechos fundamentales proclamados por la Declaración, argumentando que tales derechos, insensatos e irrazonables en el plano natural, eran además contrarios a la ley divina: ¿Qué hay más contrario –se preguntaba– a los derechos del Dios creador, que <esa libertad de pensamiento y del obrar que la Asamblea Nacional concede al hombre social como un derecho imprescriptible?”.

 Ante esta postura histórica, hoy se puede decir que la Iglesia jerárquica, a pesar del anticlericalismo que marcó a muchos revolucionarios franceses y europeos del momento, no supo distinguir entre lo en la Revolución Francesa pertenecía (o se desprendía de) a la más pura raigambre evangélica –como vendrá a reconocerlo Juan XXIII más de 70 años después– de lo que era su poder y su prestigio.  En realidad  se puede calificar esta actitud del gobierno eclesial como una reacción “a la pérdida del papel privilegiado que disfrutaba la Iglesia católica en los Estados confesionales. En esta toma de posición, la Iglesia no es capaz de estimar el esfuerzo de la Declaración por reconocer la igualdad de los ciudadanos… ya que ésta lleva al derrocamiento de la religión católica” (Gimbernat, 1998:14).

 Este enfrentamiento del catolicismo con el pensamiento ilustrado liberal “se traduce en una creciente rivalidad con la religión ya que ambos se disputan la adhesión de las inteligencias y el fervor de los corazones. El proceso de secularización no se contentará ya, en adelante, con disociar la religión, o la Iglesia, del Estado, sino que intentará, además, separar la religión de la sociedad. El liberalismo tendrá esa vocación privatizadora del hecho religioso que, unida a la hostilidad creciente contra el mismo por parte de los núcleos más laicistas, explicará, en parte, el que la Iglesia se blinde en sus posiciones antiliberales y siga manteniendo posiciones pre modernas. La Iglesia seguirá añorando la existencia de sociedades y de naciones religiosas y confesionales y, cuando no pueda lograrlo, buscará fórmulas concordatarias para salvar, en la medida de los posible, la situación de privilegio que, según sus cosmovisión, la religión y la Iglesia se merecen en la configuración social y nacional de los países”  (Velasco, 2000:47).

 Esta actitud eclesial contra la modernidad, el liberalismo y los Derechos Humanos durará hasta el concilio Vaticano II llevando a los pontífices del siglo XIX a condenar la propuesta liberal fundamentadora de los derechos de primera generación propuestos en la Declaración de los Derechos del Hombre y el ciudadano de 1789, como contrarios a la religión y la sociedad. La condena papal se hace utilizando los argumentos característicos  del pensamiento reaccionario, que los considera como antirreligiosos y antisociales. La propuesta liberal de los Derechos Humanos para la Iglesia es cuestión de herejes, protestantes, filósofos, jansenistas, masones y ateos que lleva a la apostasía, el indiferentismo y el ateísmo, es el individuo humano “que se endiosa y rechaza la verdad que viene de Dios, a través de la Iglesia, es el que defiende algo tan diabólico como la libertad para pensar y para publicar lo pensado, como derechos inalienables del ser humano” (Velasco, 2000:66).

 Los diecisiete artículos de las libertades individuales que proclama la Asamblea Nacional Constituyente francesa serán censurados por Pío IX con su encíclica Quanta Cura y con el Syllabus errorum,anatematizando el yerro de la modernidad que propone a los Papas reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y la civilización moderna. León XIII mantendrá el rechazo a dichas libertades en sus encíclicas Immortale Dei y Libertas Praestantissimum, lo mismo hará Pío XI. Estos papas continuaron considerando las libertades como perturbadores errores.

 El siglo XX y los Derechos Humanos

 En el siglo XX, era de las ideologías, la Iglesia se enfrentará con la propuesta socialista no por asuntos de Derechos Humanos, sino por el cuestionamiento que el socialismo hace a la propiedad privada, por su carácter igualitario, laico y ateo, y en contraposición, en un primer momento apoyará a los estados corporativistas como el fascista italiano.

 La confrontación ideológica llevará a dos guerras mundiales con su racha de muerte y destrucción, motivando a la humanidad a preguntarse por los Derechos Humanos. Por ello, en 1945, representantes de cincuenta países crean la Carta de la ONU. En 1948 se proclama la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que gira en torno a la dignidad que tienen todos los seres humanos a ser tratados con respecto, cualquiera sea su sexo, raza, religión, identidad nacional o étnica, proclamándose la defensa de los derechos civiles y políticos como derechos de primera generación, y anunciando los derechos económicos y sociales, derechos de segunda generación.

 Para el jurista italiano, Antonio Cassese, Presidente del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoeslavia, la Declaración de 1948 está conformada por cinco puntos: “1) Los derechos de la persona. Derecho a la igualdad, a la vida, a la libertad, a la seguridad. 2) Los derechos que corresponden al individuo en sus relaciones con los grupos sociales de los que forma parte. Derecho a la intimidad en la vida familiar, a la libertad de movimientos de las personas en el mundo, a poseer una nacionalidad, a la propiedad y a la libertad religiosa. 3) Derechos políticos. Libertad de pensamiento y reunión, derecho electoral activo y pasivo, derecho a tener acceso al gobierno y administración de la cosa pública. 4) Derechos económicos y sociales, relacionados con el trabajo y la producción y referidos también a la educación. Derecho al trabajo y a una justa retribución, derecho al descanso, derecho a la asistencia sanitaria. 5) Derecho a un orden social e internacional justo” (Gimbernat, 1998:11).

 La catolicidad se reconcilia con los Derechos Humanos

 El silencio y la condena de la Iglesia a los Derechos Humanos se empieza a modificar durante el pontificado de Pío XII, aunque todavía su defensa no se basa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, sino en los principios de la ley natural y el iusnaturalismo tomista de los teólogos de la Escuela de Salamanca del siglo XVI, en donde el hombre se ordena como fin último solo a Dios y no a la sociedad. Por ello, “Pío XII contempla el mundo brutalmente dividido. El ateísmo se convierte en la religión de los Estados como reto al cristianismo, y el materialismo práctico y el pragmatismo jurídico penetran sin dificultad en las mentes de muchos intelectuales, barriendo la ley natural como soporte de la recta razón y fuente del sano pensar. Se afirman los derechos y las libertades fundamentales, pero nadie quiere saber qué es realmente un derecho humano ni otra clase de libertad que la inspirada en la política. A lo largo de 159 documentos específicos, Pío XII echa los cimientos inconmovibles de los Derechos Humanos con la ley natural y la dignidad de la persona humana como imagen de Dios”  (Blázquez, 1980:36).

 Desde el pontificado de Juan XXIII, que abre las puertas de la Iglesia al diálogo con la modernidad, la Iglesia acepta los valores y principios democráticos provenientes de la ilustración dieciochesca que se plasman en la carta de las Naciones Unidas de 1945 y en la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. “Con las encíclicas de Juan XXIII se asume el lenguaje de los Derechos Humanos en la Doctrina social de la Iglesia. Especial mención merecen la Mater et magistra, donde se presenta la dignidad de la persona humana como principio de toda doctrina social y Pacem in terris, que ofrece una declaración amplia de los derechos y deberes de la persona humana y afirma que una carta de derechos constitucionales es de suma importancia para la vida social y política, así como lo es la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU” (Martínez, 2001:110).

 Juan XXIII, atendiendo los signos de los tiempos, propone en su Encíclica Pacem in terris “que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno deba atender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes. Tutelar el campo intangible de los derechos de la persona humana y hacerle llevadero el cumplimiento de sus deberes… También es un derecho del hombre el acceso a los bienes de la cultura. Por ello, es igualmente necesario que reciba una instrucción fundamental común y una formación técnica o profesional de acuerdo con el progreso de la cultura de su país” (n° 60).

 El Papa Juan XXIII, por medio de sus encíclicas, no solamente hace suyos los Derechos Humanos sino que lleva a que la doctrina eclesiástica acepte los Derechos Humanos como legítimos y los promueva, denuncie su violación y se oponga a su transgresión, ya que estos son: “universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin  excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto inherentes a la persona humana y a su dignidad y porque sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes con referencia a quien sea. Inalienables, porque nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza” (Pontificio Consejo justicia y paz, 2005:101).

 En el Concilio Vaticano II, con la constitución Gaudium et spes, y en la declaración Dignitatis humanae, se considera como derecho fundamental el de la libertad de conciencia. Este giro copernicano de la Iglesia le permitió asimilar uno de los  principios fundamentales de la declaración del  siglo XVIII y al cual la Iglesia se había opuesto con actitud combativa pero no evangélica. Este principio fundamento de las sociedades actuales será reconocido por la Iglesia en 1965 al afirmar que no se debe forzar a nadie a actuar en contra de su conciencia. “El Concilio Vaticano II ha comprometido a la Iglesia Católica en la promoción de la libertad religiosa… La sociedad y el Estado no deben constreñir a una persona a actuar contra su conciencia, ni impedirle actuar conforme a ella” (Dignitatis humanae, 1966: 931-932 en Quelle: 72).

 Durante el pontificado de Pablo VI la Iglesia se adhiere a la Declaración Universal de los Derechos Humanos y por ello afirma: “la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y social, del hombre. Precisamente por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida comunitaria de la sociedad, sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje, especialmente vigoroso en nuestros días, sobre liberación… La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de las personas, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten pronto en inhumanos si las inclinaciones del hombre no son saneadas, si no hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes viven en esas estructuras o las rigen ” (Evangelii nuntiandi, 1975: 29-36 en Quelle: 76-77).

 Juan Pablo II, a través de sus encíclicas sociales Laborem exercens, Sollicitudo rei sociales, Centesimus annus y otros escritos,  hace una defensa de la dignidad humana y el reconocimiento de los Derechos Humanos afirmando la necesidad que todos los hombres de buena voluntad se unan en la defensa de los derechos, la dignidad de la persona humana y la protección a la Declaración  Universal de 1948.

 Sobre las diferentes generaciones de los Derechos Humanos, este Papa de “lo social” dirá: “Los derechos civiles garantizan a la persona sus libertades individuales y obligan al Estado a no inmiscuirse en el terreno de la conciencia individual. Los derechos políticos facilitan al ciudadano su participación activa en los asuntos públicos de su propio país. No cabe duda de que entre los derechos fundamentales y los derechos civiles y políticos existen una interacción y mutuo condicionamiento… La fecundidad implicada en la noción de derechos del hombre también se manifiesta en el desarrollo y la formulación cada vez más precisa de los derechos sociales y culturales. A su vez, estos son mejor garantizados cuando su aplicación está sometida a una verificación imparcial. Un Estado no puede privar a sus ciudadanos de sus derechos civiles y políticos, ni siquiera bajo el pretexto de querer asegurar su progreso económico y social” (Juan Pablo II, 1985 en Quelle: 2005: 84).

 Sobre los derechos de tercera generación afirmará: “la comunidad internacional no puede tolerar que Estados miembros de la Organización (ONU) violen sistemáticamente y abiertamente los derechos fundamentales del hombre, practicando la discriminación racial, la tortura, la represión política e ideológica, y sofocando las libertades de opinión y de conciencia. En ello no solo va el interés de los individuos y de los pueblos, sino también el de la causa de la paz en las diferentes partes del mundo” (Juan Pablo II, 1986 en Quelle: 2005: 85).

 Sobre los derechos económicos y sociales, fundamento de la dignidad de la persona, Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in Veritate, comentará: “las exigencias de la justicia requieren, sobre todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo” (n° 32), por ello la razón económica y de mercado no debe  llevar al aumento sistemático de las desigualdades sociales e internacionales.