Opinión

La locura de Andreas Lubitz

 

Hay algo que define nuestra época: el mal no sólo asume un rostro reconocible de persecución y terror, de fanatismo y sangre inocente, sino que en muchos casos ha terminado por adoptar una deformidad espantosa, desprovista de odio, un refinamiento planificado, enfermo, incapaz de ser domeñado ante la exposición urgente al peligro.

27/03/15 11:18 AM | Roberto Esteban Duque


No es necesario un cierto sacrificio de la inteligencia para reconocer la existencia del mal, la presunción de una “voluntad de destruir el avión”, como según el fiscal francés del caso, Brice Robin, afirma que adoptó el copiloto Andreas Libtz al estrellar el pasado martes la aeronave. Cualquier proyecto lleno de vigor puede verse extraviado; la lealtad más profunda puede ser rota; la mayor piedad convertirse en idolatría; la más radical vinculación con lo eterno puede ser abandonada. ¿Qué significa esto? Algo esencial: todos estamos en peligro. No existe la seguridad absoluta. Todo es posible.

Un peligro que sobreviene de actos perturbadores y desintegradores que sacuden y conmocionan la existencia humana. La estructura del hombre contiene tendencias buenas, pero también malas. El hombre es racional, pero algunas de las pulsiones del hombre se oponen a la racionalidad. Su instinto vital contiene junto a la voluntad de vivir una misteriosa voluntad de perecer, una conciencia oscura que le acarrearía la desesperación y la muerte. La libertad es trágica en cuanto conduce al hombre por senderos de rebelión, arbitrariedad y locura. La seguridad que se debe buscar no se edifica desde fuera hacia dentro, sino desde dentro hacia fuera. Lo exterior sólo puede estar relativamente garantizado por el interior. La seguridad capaz de ofrecernos el mejor avión es sorda ante la capacidad destructora del hombre, configurado desde dentro. No hay ninguna seguridad ante una personalidad débil, con la salud mental amenazada por una pretérita depresión de año y medio en tratamiento psiquiátrico, capaz de atravesar épocas de desintegración personal.

La libertad del hombre, afirma Benedicto XVI en la encíclica “Spe salvi”, “es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones»; el bienestar del mundo no se puede garantizar solamente desde las estructuras o el entramado social; el bien no estará «definitivamente consolidado», porque la libertad es siempre frágil, contingente, donada, herida por el pecado, capaz de traicionar su apertura constitutiva al bien, la belleza, la verdad y el amor. La voluntad es libre, puede tomar la decisión que quiera. La última decisión destructora y disolvente del joven Lubitz le ha llevado al propio suicidio, a la repulsión y negación del ser humano, aniquilando y destruyendo 149 vidas más. Si el que ama confirma en el amado una verdad incontestable: omne ens est bonum, es bueno que existas, el que mata niega la bondad del ser, provocando su destrucción.

No quiere caer en un fácil moralismo: hay que predicar la esperanza y anunciar la misericordia en lugar de denunciar al miserable. Pero predicar la esperanza y anunciar la misericordia supone el reconocimiento terrible de la desesperación y la miseria del mundo. La pregunta de Yahvé a Caín -« ¿qué has hecho? »-, se dirige también al hombre de nuestros días con el fin de que tome conciencia de la gravedad de los atentados contra la vida. 

Hay algo que define nuestra época: el mal no sólo asume un rostro reconocible de persecución y terror, de fanatismo y sangre inocente, sino que en muchos casos ha terminado por adoptar una deformidad espantosa, desprovista de odio, un refinamiento planificado, enfermo, incapaz de ser domeñado ante la exposición urgente al peligro. Hay que disponer siempre de un punto de apoyo antes de tirar de la palanca que lleva a la muerte, algo que me permita buscar un anclaje en tiempos de crisis. Sólo así estará uno seguro como hombre y será capaz de superar desde la fuerza interior las dificultades que comporta la vida real. Sólo así la débil locura será sólo algo potencial laminado por una fuerte configuración interna de la personalidad y el anclaje de la vida en lo incondicionado. Mientras tanto, sólo desde la fe poseemos la certeza de que Dios podrá convertir las pérdidas humanas en impulso de una ganancia superior.

 

Roberto Esteban Duque, sacerdote