Un silencio para contemplar: Cristo que calla

 

El silencio de los justos es implacable. Hay rugidos desaforados que paralizan, pero no sanan. Hay discursos fuertes que aplastan, pero no convierten. Gritos de lamento que nacen de la debilidad, o gritos de terror que proceden del nervio y el desorden. Sólo el silencio da cuenta de la armonía interior y del dominio de sí. Y por eso lo domina todo; no hay pregunta ni respuesta que valga.

Es el mismo silencio la respuesta más alta y acabada del justo frente a la iniquidad de los hombres. Es la voz silenciosa y transparente clamando al cielo; y es, al mismo tiempo, la voz precisa y contundente que atraviesa el sonido terrestre para clavarse en el corazón del cielo, en los oídos de Dios.

Por supuesto que el silencio exterior –más aún, en momentos decisivos- es la prolongación de un silencio interior constante, maduro. Silencio de asombro y de contemplación, antesala de palabras esenciales. En la otra orilla, en cambio, el ruido y la charlatanería desentonan con el canto de los ángeles, desafinan el silencio. Síntoma moderno que obstruye los oídos del alma para escuchar a Dios en los pájaros, en la lluvia o en la brisa. O, peor todavía, impiden Escucharlo en la propia interioridad.

Sin embargo, no sólo el ruido desarmoniza y acomete contra el silencio. Aunque en apariencia, iguales, el mutismo también es enemigo. Y conviene decirlo para resaltar aún más, por contraste, la grandeza del silencio. Porque el mutismo puede provocarse desde fuera, por la violencia; y desde dentro, por la indiferencia o la ineptitud. En ningún caso es loable, ni puede herir ni puede transformar. Es una vertiente más de la inconsistencia y el vacío y, por lo mismo, está en franca oposición con el silencio. Decía Lubienska que las momias son mudas, no silenciosas; los monjes son silenciosos, no mudos. Y tenía razón.

El silencio puede ser una respuesta de Dios cuando las palabras humanas no alcanzan. “Porque no sois vosotros los que habláis, sino que el Espíritu de vuestro Padre es quien habla en vosotros” (Mt. 10, 20). Del Padre recibiremos esa “Espada del Espíritu que es la Palabra de Dios” (Ef. 6, 17) para guardarla en nuestro silencio y degustarla en secreto. Entonces, por extensión, se abrirán los labios y tendremos “palabras para manifestar con denuedo el misterio de Evangelio” (Ef. 6, 19). Por lo tanto, el silencio deberá ser el necesario cultivo para que las palabras  brillen, no con luz propia, sino con la luz nativa de la Palabra sustancial del Padre.

Y bien. El ejemplo más excelso de todos los silencios de la historia, nos lo dio el Verbo humanado, Nuestro Señor Jesucristo. Próximo a su Cruz, delante de un Sanedrín malsano e inicuo, descubrirá su poderío con un silencio imperturbable. También lo tuvo con Pilatos, a quien le produjo turbación y respeto; puesto que, quizás, el pobre Pilatos sospechaba algo de eternidad en aquel silencio luminoso. Pero el Sanedrín, enceguecido por un furor desventurado que le quemaba el entrecejo, se llenaba de rabia. El silencio de Jesús era un reproche sereno que los confundía y que dominaba toda la escena. Había descubierto el engaño judío y, no obstante, “como oveja que calla ante sus esquiladores, así Él no abre la boca” (Is. 53, 7). Solo, vituperado, grávido de pena, trastorna la malicia de la asamblea que se arroja sobre su carne limpia para hacer callar Su silencio que, al igual que su Voz, “descuaja los cedros del Líbano” (Sal. 28, 5).

Con un dolor de traición a cuestas, testigos falsos y preguntas ominosas “Él guardó silencio y nada respondió” (Mc. 14, 61). Y en esa calma promisoria que trajo Su silencio, estaba en germen la respuesta regia que lo haría reo de muerte: “Yo Soy…”. Es decir, que entre los improperios humanos y la respuesta divina, se alberga un silencio célico rebosante de misterio. Lo había profetizado el salmo: “Yo, entretanto, como sordo, no escucho; y soy como mudo que no abre sus labios” (Sal. 37, 14). En los umbrales de su Pasión –toda su gloria detenida, escondida- y este silencio para contemplar y morir de amor…

 

¡Que silencio divino no dijeron sus labios!

¡Que lección sempiterna dio su boca desierta

de palabras de polvo!  Fue su Paz recubierta

de un callar majestuoso contra aquellos agravios. 

 

José Ferrari

29-03-2015