El milagro de tu santidad

La liberación que da Dios no tiene parangón con la que se procura falsamente el hombre. Pondré un ejemplo para que se entienda. Un hombre paralítico quizás pueda, con la ayuda de unas muletas, ponerse en pie e incluso avanzar. Pero sigue paralítico y antes o después, caerá o se agotará de manera que no pueda dar un paso más.

Cristo no da muletas. Obra el milagro de la sanación completa. Si eso pasa a nivel físico, también ocurre, incluso más claramente, a nivel espiritual. Estamos postrados por el pecado y Dios quiere restaurarnos para librarnos de él por completo. Por eso Cristo solía acompañar sus milagros con el perdón de los pecados. Para que entendiéramos que Aquél que es capaz de hacer andar a un inválido es capaz de convertir en santo a un pecador.

¿Significa eso que Dios obra siempre el milagro inmediato de la conversión que nos aleja de todos nuestros pecados pasados? No necesariamente. Al propio Cristo nuestra salvación le “costó” el sufrimiento de la cruz. Muchos de nuestros pecados no quedaran rendidos a los pies de la cruz si no pasamos por nuestro propio Calvario. Pero no dudemos ni por un instante que si imploramos y clamamos al Señor para que nos libere de aquellos que nos tienen atados al suelo sin poder apenas levantarnos, Él puede obrar el milagro de nuestra sanidad espiritual completa. ¿Cuándo? cuando su voluntad así lo disponga, cuando mayor sea la gloria que obtenga, pues hemos sido creados y redimidos para mayor gloria suya. Y en todo caso, siempre nos bastará su gracia para obtener el arrepentimiento y el perdón.

Al fin y al cabo, el que ha ido a la Cruz para salvarnos, ¿cómo habría de negarnos la santificación plena si se la pedimos? Quien nos ha dado el Espíritu Santo, ¿no nos dará los frutos que el Espíritu Santo obtiene, por su poder divino, del alma entregada?

No nos agobiemos por nuestras propias incapacidades, por nuestra evidente falta de cooperación plena con la voluntad divina. Ninguno de nosotros somos un “caso perdido” si en verdad pedimos a Dios que nos transforme para que seamos verdaderos hijos en el Hijo. Algunos creceremos más rápidamente. Otros de forma más gradual. De hecho, no hay nadie que crezca en santidad de la misma manera a lo largo de toda su vida. Prácticamente todos tenemos que cruzar el Sinaí durante largos años para alcanzar la Tierra prometida de nuestra santidad. Pero andemos siempre hacia adelante, poniendo los ojos en el Autor y Consumador de nuestra fe.

Y si estás entre aquellos que creen estar ya bien, que piensas que eres lo suficientemene bueno como para ir al cielo porque te lo mereces, que sepas que en realidad estás muerto. Pero lee esto:
 

«Despierta, tú que duermes, álzate de entre los muertos, y Cristo te iluminará».

Efe 5,14

 

Laus Deo Virginique Matri.

 

Luis Fernando Pérez Bustamante