Serie oraciones – invocaciones – Marta Robin: oración por los sacerdotes

 Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre 
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón, 
ponme a prueba y conoce mis sentimientos, 
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud. 

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso. 

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador. 

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso (¡Alabado sea por siempre!).

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Marta Robin – Oración por los sacerdotes

 

“Tomad vuestros sacerdotes, Oh mi  Dios, plenamente, enteramente, para realizar, para ayudar a realizar plenamente todo lo que queréis de ellos. Conducidlos en todo y por todo. Oh mi Dios, sed su fuerza. Oh mi Dios, que todas sus acciones, las más importantes, las más pequeñas, les vengan de vos, dependan de vos y se dirijan a vos. Que sean todas para vos.”

Cuando Jesucristo, en la Última Cena, instituye el sacerdocio quiere o, mejor, tiene la intención de que continúe con la labor que Él había iniciado. Es decir, su voluntad no es que sean discípulos suyos que actúen sin tener en cuenta Quien es su Maestro sino, al contrario, que hagan lo que deben hacer y que el Hijo de Dios se encarga de concretar en aquellas últimas palabras que tuvo con ellos.

Por eso los sacerdotes tienen una misión muy importante que cumplir (crucial para el pueblo de Dios) pero los que no lo somos y, por decirlo así, militamos en el lado laico del catolicismo, no se puede decir que, al respecto de los mismos, no tengamos nada que hacer. En materia de oración, además, tenemos mucho que hacer.

Pedir a Dios por los sacerdotes es, más que nada, un deber grave que tenemos los hijos de Dios que nos servimos de sus muchos servicios. ¡Sí!, porque ellos los prestan y nosotros los recibimos.

El caso es que Dios quiere mucho de parte de los sacerdotes. Nosotros, por nuestra parte, le pedimos al Creador que les dé fuerzas y que, en los entresijos de este mundo en el que les/nos ha tocado vivir sean capaces de soslayar las tentaciones de alejarse de su ministerio y acercarse más al mundo. Que el Todopoderoso sea la fuerza de los que ha elegido para ser sus sacerdotes, le pedimos. Y que siempre esté con ellos, que los acompañe en los momentos difíciles y que les inculque un amor fraterno por todos sus hermanos los hombres.

Los sacerdotes, en cuanto a trabajadores de la viña del Señor (la nueva viña, su pueblo elegido tras la nueva Alianza con Jesucristo) laboran por todo aquel que es prójimo suyo. No olvidan, sin embargo, que, por encima de eso, está Dios a quien sirven de una forma muy especial, muy profunda, muy arraigada en su corazón.

Pidamos a Dios, con esta oración, por todos los sacerdotes que conocemos y, también, por los que no conocemos: para que sepan cumplir con su ministerio de una forma adecuada a la voluntad del Padre; para que todo lo que hagan, en cuanto al mismo, lo lleven a cabo teniendo a Cristo como espejo donde mirarse; para que busquen inspiración en el Espíritu Santo y les ilumine en los momentos de tiniebla; para que sepan mirar hacia el Todopoderoso como quien mira a Quien mucho se necesita; para que, sobre todo, miren hacia dentro, hacia su corazón de carne, y de él saquen al mundo todo lo mejor que unos buenos hijos de Dios son capaces de dar y entregar.

Pidamos a Dios por los sacerdotes que son camino para muchos, esperanza para muchos, luz para muchos. Y para que ellos, que quieren cumplir con la misión que tienen asignada de ser ministros de Dios, miren hacia donde el Creador tienen su definitivo Reino y encaminen, a sus fieles, al mismo, con rectitud y fidelidad.

Y ya, por fin, pidamos a Dios para que los hombres que escoja para ser sacerdotes suyos sepan responder a una llamada de la que sólo van a obtener un bien eterno, una gracia especial del Creador y un, a modo, de regalo del Padre del que, seguramente, nunca podrán responder en su totalidad. Y es que Dios ha estado grande con ellos.

 

Eleuterio Fernández Guzmán