Ganas de soltar las llaves de la parroquia y hacerte camaldulense

 

Quizá no tenga el mejor día, pero los que me leen supongo que desean conocer el día a día real de un sacerdote y no solo un cuento de hadas con final feliz y luces de colores.

Soy feliz como sacerdote, todo lo feliz que humanamente uno puede ser, y me siento dichoso de haber sido llamado por el Señor para este ministerio. Creo que ser sacerdote es una gracia especial, un regalo extraordinario y no puedo hacer otra cosa que dar gracias a Dios por ello, y hacerlo ejerciendo el ministerio para bien de los fieles y tratando de vivir conforme a la vocación recibida.

Dicho esto, no se crean que uno no tiene la tentación a veces de soltar las llaves de la parroquia y pedir permiso para abrazar la vida eremítica como camaldulense, por ejemplo. No cansa el trabajo pastoral, ni agotan las horas de confesionario. Sin problemas celebrar dos misas dominicales, tres o las que sean necesarias. Bendita capilla de adoración y las horas que tenga que echar en ella. Una delicia abrir cada día el economato. Trabajo bonito el enseñar, la catequesis, los jóvenes.

Pero hay momentos en que uno se siente agotado y agobiado. Perdonen mi desahogo, pero como si fueras ese muñeco de pim, pam, pum al que todos se sienten con derecho de sacudir y venirle con exigencias y ante lo que tantas veces no te queda más remedio encima que callar y tragar. Qué les voy a decir que no se imaginen.

Te hartas de Maripuri, mamá de niño de primera comunión, que acaba de llamarte retrógrado y te ha soltado de todo menos bonito porque has tenido la osadía de recordar la doctrina de la iglesia sobre divorciados vueltos a casar civilmente y acceso a los sacramentos. Cansado de que celebres la misa dominical como la celebres te lluevan palos por ser demasiado algo: tradicional, o exigente, o descuidado. Demasiado algo. Agotado de críticas por todo, cuando encima del trabajo que supone sacar adelante un economato, alguien aparece diciendo que cómo es posible que se cobren veinte céntimos por kilo de arroz cuando acaban de regalarlo. Hecho trizas tras la pelea, una más, por conseguir que un funeral sea un funeral y no una exaltación del difunto con pan y vino y cura con cara de póker.

Lo que puede llegar a desmoralizar una contienda de veinte minutos con treinta familias para que entiendan que en unas primeras comuniones habrá que limitar la toma de fotografías, mientras que la charla sobre la eucaristía no suscita la más mínima respuesta. O ser tachado de inflexible y raro porque no admites que en la boda se cambien las lecturas por textos no bíblicos. Acaba contigo tener que escuchar cada dos por tres eso de Iglesia de ricos, que hay que estar con los pobres y que a los curas solo los importa el dinero.

Y el remate es cuando encima te dicen, y con razón, que en la parroquia de San Apapucio ha dicho el sacerdote que en la comunión del niño comulguen todos porque Dios es bueno, o que en la de Santa Gundisalva puedes preparar tú la misa como quieras y leer lo que te parezca, y que cura bueno Paco, el del barrio de Valdenubes, que no pasa la colecta en misa y se niega a admitir un céntimo por nada y además ayuda a los pobres y te lo encuentras en cualquier bar del barrio. Y te callas porque no vas a decir que el cura Paco no cobra nada, pero que todos los meses va al arzobispado a por una nómina que sale de lo que sacamos los demás curas, los peseteros. Y no pasa nada, nunca pasa nada, ni en San Apapucio, ni en Santa Gundisalva ni con el cura Paco.

¿Me comprenden? Pues eso, que lo de ser ermitaño a lo mejor no estaba tan mal.