Lo confieso, leo a mis hijos cada noche

 

Por fin me decido a dejar a un lado la vergüenza, salir del armario y decirlo públicamente: cada noche, leo a mis hijos algún libro durante un buen rato. Ya está, lo he dicho. Después de rezar con ellos y antes de que se duerman, pasamos un rato muy agradable adentrándonos, por ejemplo, por las páginas de El Hobbit, Harry Potter, Chitty-Chitty-Bang-Bang, la historia de sus santos respectivos o las numerosas y soporíferas entregas de la serie Torres de Malory (a petición de las niñas, claro).

Mal que le pese a Adam Swift y Harry Brighthouse, tengo intención de seguir haciéndolo y no me siento culpable en absoluto por ello.

¿Quiénes son Adam Swift y Harry Brighthouse y por qué les va a importar si leo o no a mis hijos?, preguntarán los lectores. Se trata de dos “filósofos”, catedráticos de filosofía y política de dos universidades norteamericanas y autores de un libro llamado Valores familiares: La Ética de las relaciones paterno-filiales, que ha sido editado por Princeton y ha recibido numerosos elogios.

Según han declarado en una reciente entrevista, don Adán y don Enrique consideran que una de las principales fuentes de desigualdad social es la familia. Obsesionados por la igualdad a cualquier precio, su conclusión es inevitable: cualquier diferencia que exista entre unas familias y otras es mala y debe eliminarse. Desde esos presupuestos, señalan, lo más lógico y atrayente sería acabar con las familias de raíz, pero, de alguna forma, eso podría no ser del todo bueno, porque a nadie le gustan los orfanatos, así que habrá que eliminar sólo las actividades familiares que producen una “desigualdad innecesaria”.

Por ello defienden, entre otras cosas, prohibir las herencias como fuente de desigualdad entre unas personas y otras (con la curiosa idea de que, como no todos podemos recibir algo en herencia de nuestros padres, lo mejor es que nadie reciba nada). Por supuesto, también hay que prohibir los colegios privados, algo en lo que no demuestran ser muy originales, ya que coinciden con prácticamente todos los revolucionarios que han existido, ansiosos por igualar a todo el mundo bajo la férrea bota de su ideología. Por la libertad y todo eso.

En cuanto al número de progenitores, nuestros eximios catedráticos no entienden por qué tienen que ser dos y creen que tres, cuatro o más serían perfectamente aceptables, ya que las relaciones biológicas están sobrevaloradas. Por alguna razón, en este caso el hecho de incrementar las diferencias entre unos niños y otros (por ejemplo, entre uno dos padres y otro con cinco) no parece importar demasiado, en comparación con lo políticamente correcto esta semana. Además, en un arranque de extraña timidez reaccionaria, producto sin duda de los complejos cristianos de su infancia, reconocen que diez o más padres quizá serían demasiados, por tratarse ya de una “educación de comité” que no resultaría totalmente idónea. Es la versión moderna de “dos son compañía y tres son multitud”, que arbitrariamente pasa a ser “de dos a nueve son compañía, diez son multitud”.

Finalmente y volviendo a lo que decíamos al comienzo sobre leer a los hijos, Swift y Brighthouse observan con horror que "según los datos disponibles, la diferencia entre los niños cuyos padres les leen por la noche y aquellos cuyos padres no lo hacen, es decir, la diferencia en sus oportunidades en la vida, es mayor que la diferencia entre los que reciben una educación privada de élite y los que no”. Esto, para Swift, es sin duda una “desigualdad injusta”.

Como prohibir que los padres lean a los hijos se parecería demasiado a aporrear bebés foca, los catedráticos se conforman con algo intermedio: los padres pueden hacerlo pero deberían sentirse mal por ello de vez en cuando: “No creo que los padres que leen a sus hijos antes de dormir deban estar pensando constantemente en que están causando una desventaja injusta para los hijos de otras personas, pero sí creo que deberían pensarlo de vez en cuando”.

Aunque estos pobres filosofillos parecen ser particularmente torpes, por desgracia su ideología es uno de los males característicos de los siglos XIX, XX y, si Dios no lo remedia, XXI: la igualdad como valor fundamental y casi único de la vida en sociedad, identificada sin más con la justicia. Como decía Chesterton, es una de esas “virtudes cristianas que se volvieron locas” en la Ilustración y que luego han aparecido constantemente en las diversas ideologías más o menos catastróficas de los siglos posteriores.

Resulta curioso, por cierto, que esa igualdad absolutizada tiende a ser siempre a la baja. Nunca se propone que el Estado haga un gran esfuerzo para pagar a todo el mundo una educación tan buena como la del mejor colegio privado, sino que la propuesta es inevitablemente eliminar esos colegios privados y ya veremos luego qué hacemos. No se busca que todo el mundo viva bien, sino acabar con los malditos ricos que tienen la culpa de todo.

En cualquier caso, basta estudiar un poco para enterarse de que la igualdad, a diferencia de la justicia, no es una virtud. La justicia, como virtud, siempre es buena y debe practicarse en toda ocasión. También sabemos que la justicia no consiste en dar a todos lo mismo, sino dar a cada uno lo que le corresponde. Por lo tanto, la igualdad no es un bien en sí mismo: a veces es buena y en otros casos no lo es, porque a veces es justa y a veces no. En ocasiones, una gran desigualdad puede ser un crimen que clama al cielo y, en otras, será un bien a defender con todas nuestras fuerzas, dependiendo de lo que resulte justo en cada caso. Por ello, absolutizar la igualdad implica, necesariamente, caer en terribles injusticias.

Esto es algo que ya sabían los antiguos paganos. Por desgracia, los nuevos paganos parecen empeñados en tirar por tierra incluso las cosas buenas que tenía el paganismo clásico, renunciando a la verdad, la virtud y la belleza. Claro que quizá esto no debería parecernos muy extraño, porque el nuevo paganismo, en realidad, es básicamente apostasía.

Si devolvemos la cordura a esa virtud enloquecida, nos daremos cuenta de que Dios no nos quiere a todos en general, sino a cada uno en particular. Por eso nos trata con justicia y misericordia, en lugar de tratarnos a todos igual, y por eso es el infinitamente Justo y no el insoportablemente Igualitario.

Si los cristianos queremos una sociedad verdaderamente humana, tenemos que ser conscientes de estas cosas, para no confundir la copia mal hecha con el original. Ya que al principio hablábamos de Tolkien, diré que con ello nos jugamos el vivir en la Comarca o en Mordor, a la sombra tiránica de Orthanc o bajo la protección de la Torre Blanca. No nos engañemos: es una empresa titánica, que supera nuestras fuerzas y que quizá requiera siglos. Por mi parte, empezaré desde el principio: leyendo a mis hijos cada noche.