Verena Bütler nació en Auw, cantón de Aargau, Suiza, el 28 de
mayo de 1848. Aprendió a amar a Dios así como a María con el
rezo diario del rosario en familia junto a sus padres, los
humildes campesinos Enrique y Catalina. Heredó el espíritu
mariano de su madre, que solía peregrinar al santuario de
«María Einsiedeln», pertenecía a la Orden tercera de San
Francisco y socorría a los necesitados. Verena era permeable a
todo ello. En esta etapa brotó su sensibilidad por las almas
del Purgatorio. También hubo travesuras, rabietas diversas y
hasta alguna que otra mentira. Inicialmente llegó a sentir
cierta inquina hacia quien develaba su mal comportamiento ante
Catalina, aunque vencía esta tendencia acercándose a la
persona «delatora». Todo esto acontecía antes de sus primeros
7 años de vida. Con la gracia divina iría modificando
paulatinamente sus flaquezas.
Cursados los estudios
primarios, y sin inclinación por la vía intelectual, optó por
trabajar en el campo. La naturaleza entera le seducía porque
de algún modo ya vislumbraba en ella la presencia de Dios.
Hubo un amor adolescente, que fue correspondido, pero rehusó
seguir adelante con el compromiso; se sentía invitada a darse
a los demás de distinta forma. Su vida sería siempre un
«¡como Dios lo quiera!». A los 18 años inició una
experiencia en el convento de la Santa Cruz, de Menzingen.
Pudo estar inducida por una imagen que se quedó grabada en su
mente siendo niña al ver a una religiosa pidiendo limosna.
Entonces se dijo: «seré monja». Sin embargo, mientras se
hallaba junto a las hermanas una voz interior, que juzgó
inspirada de lo alto, le hizo ver que debía buscar otro
camino. No llegó a permanecer con la comunidad ni quince días.
Regresó a su casa, reanudó el trabajo, continuó orando,
haciendo apostolado y participando activamente en la
parroquia; así mantuvo viva la llama de su vocación.
El 12 de noviembre de 1867, de acuerdo con el párroco que
le aconsejó certeramente, ingresó en el monasterio de María
Auxiliadora, en Altstätten, Suiza. Y el 4 de mayo de 1868 le
impusieron el hábito franciscano. Tomó el nombre de María
Bernarda del Sagrado Corazón de María. Al año siguiente emitió
los votos. Viendo sus cualidades y profunda virtud, la
designaron maestra de novicias y posteriormente superiora,
cargo para el que fue reelegida sucesivamente en tres
ocasiones.
Lejos de allí, en Portoviejo, Ecuador, la mies era mucha y
los obreros pocos. Verena había tenido noticias de ello a
través del provincial de los capuchinos, padre Buenaventura
Frei, que se hallaba en Norteamérica y que estuvo alojado en
el convento. Ella vio el signo para fundar una casa en esas
tierras, y comenzó a realizar las gestiones pertinentes. Todo
fue en vano. No había llegado la hora. Más tarde, el capuchino
mantuvo un encuentro con el obispo de Portoviejo, monseñor
Pedro Schumacher quien, al conocer la disposición de la beata,
solicitó ayuda al monasterio. De modo que, obtenidos los
permisos requeridos, el 19 de junio de 1888 Verena partió
junto con seis religiosas a Le Havre, Francia; desde allí
viajaron a Ecuador. Se encaminaba hacia su misión como
fundadora de un nuevo Instituto: la congregación de Hermanas
Franciscanas Misioneras de María Auxiliadora.
El prelado las acogió encomendándoles Chone, una localidad
de 13.000 habitantes en la que precisaban religiosas como
ellas para encender su corazón. Se centraron en la educación
mientras cultivaban otras vías apostólicas para dar a conocer
a Cristo. También asistían a enfermos y auxiliaban a los
pobres. La santa puso la base de esta incansable acción en los
sólidos pilares de la oración, pobreza, obras de misericordia
y fidelidad a la Iglesia. No fue una labor sencilla. Junto a
la comunidad debió sortear dificultades climatológicas,
económicas, sociales, muchas inseguridades, y hasta
malentendidos con algunos miembros de la Iglesia. Hubo
religiosas que abandonaron la fundación. Por si fuera poco, en
1895 se desató una enconada persecución contra la Iglesia, y
la fundadora tuvo que huir junto a quince religiosas.
Embarcaron hacia Colombia y en el trayecto recibieron la
invitación de monseñor Eugenio Biffi, obispo de Cartagena,
quien les anunciaba que las acogería en su diócesis. Llegaron
a Cartagena de Indias en agosto de 1895. El prelado las
esperaba y les destinó como residencia un ala del hospital de
mujeres, Obra Pía.
Cuando la labor ya se había afianzado y crecieron las
vocaciones, surgieron nuevas casas que se extendieron por
Colombia, Austria y Brasil. Para todas las religiosas era
evidente la virtud de Verena, quien las atendía de manera
incansable. Y eso fue manifiesto también en los diversos
viajes apostólicos que efectuó, en los que compartía las
tareas con sus hermanas de forma sencilla, generosa. Sus
gestos estaban marcados por la ternura y la misericordia. Era
muy animosa, clara en sus juicios: «Llevar una vida cómoda
mientras tantos necesitan un servicio, no nos hace felices, en
cambio, no crearnos necesidades produce energía, favorece la
salud y alarga la vida». Sus hijas tenían espejo en el
que mirarse: «Amadas hijas, Dios está en la escuela, en la
enfermería, en la portería, en el locutorio, en todos los
servicios. Con simplicidad lo encontraremos en todas partes».
Tuvo predilección por los pobres y por los enfermos.
«Abran sus casas para ayudar a los pobres y a los marginados.
Prefieran el cuidado de los indigentes a cualquier otra
actividad», decía.
Estuvo al frente de la congregación 32 años. Cesó por
voluntad propia, pero continuó ayudando y sirviendo a sus
hermanas. Fue un ejemplo de entereza y de paciencia. No
alimentó recelos, perdonó, guardó silencio y nunca se
defendió. Aludiendo a quienes le hicieron difícil vida y
misión, decía: «Dios lo permitió. Él sabía para que debía
servir, nadie tenía mala voluntad; no tenían conocimiento de
la vida religiosa». Murió el 19 de mayo de 1924. Juan
Pablo II la beatificó el 29 de octubre de 1995. Benedicto XVI
la canonizó el 12 de octubre del año 2008.