Conviene empezar la casa de la evangelización por los cimientos, no por el tejado

¿Quién no quiere un mundo mejor? ¿Quién no desea el fin de la pobreza, el fin de los crímenes, la paz mundial, la fraternidad entre todos los hombres, etc? Y ya puestos, ¿qué cristiano que merezca llamarse como tal no quiere que el resto de la humanidad acepte a Cristo como Señor y Salvador?

Entre estas dos realidades, ¿cuál es la deseable?

Ahora bien, están claras cuáles son las obras de la carne: la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la hechicería, las enemistades, los pleitos, los celos, las iras, las riñas, las discusiones, las divisiones, las envidias, las embriagueces, las orgías y cosas semejantes. Sobre ellas os prevengo, como ya os he dicho, que los que hacen esas cosas no heredarán el Reino de Dios. 

Gal 5,19-21

Y

En cambio, los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia. Contra estos frutos no hay ley.

Gal 5,22-23

Ahora bien, toda tarea que quiera llegar a buen término, ha de tener un base sólida, arraigada, firme. Por ejemplo, si hablamos de la nueva evangelización, habrá que empezar por reconocer y enseñar un hecho incontestable, del que nos hablaba la lectura el evangelio del día de ayer:

El que crea y sea bautizado se salvará; pero el que no crea se condenará.

Mc 16,16

Y leemos también en el evangelio de Juan:

Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no es juzgado; pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios.

Jn 3,17-18

En otras palabras. O se cree en Cristo, o no hay más de qué hablar, al menos en relación a la salvación. 

Ahora bien, ¿basta con creer en Cristo? O mejor dicho, ¿basta con decir que se cree en Cristo? Veamos lo que Él nos dijo:

¿Por qué me llamáis “Señor, Señor”, y no hacéis lo que digo? Todo el que viene a mí, escucha mis palabras y las pone en práctica, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificó una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo derribarla, porque estaba sólidamente construida.
El que escucha y no pone en práctica se parece a uno que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento; arremetió contra ella el río, y enseguida se derrumbó desplomándose, y fue grande la ruina de aquella casa».

Luc 6,46-49

No hace falta comentar el texto. Habla por sí solo. De poco vale decir que se cree en Cristo se no se hace lo que Él pide hacer. Al fin y al cabo, como enseña la epístola de Santiago:

¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?

Stg 2,14

Y

Tú crees que hay un solo Dios. Haces bien. Hasta los demonios lo creen y tiemblan. ¿Quieres enterarte, insensato, de que la fe sin las obras es inútil?

Stg 2, 19-20

Hasta aquí todos los católicos podemos estar más o menos de acuerdo. Todos podemos entender, otra cosa es que lo hagamos, que la fe no es una mera creencia intelectual sino el principio de una vida que ha de llevar fruto. Un fruto de obediencia a Aquél que nos da la fe, al Autor de nuestra salvación. El solafideísmo queda descartado, siquiera sea en teoría.

Ahora bien, ¿a cuántos no nos pasa lo que le ocurría ni más ni menos que al apóstol San Pablo?

En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Rom 7,22-24a

Y si eso nos pasa a los que ya llevamos recorrido cierto camino, más largo o más corto, en las cosas del Señor, ¿qué no les ocurrirá a los que entran en la senda de la salvación? Es por ello fundamental que, desde el principio, anunciemos y presentemos la solución a ese dilema:

No hay, pues, condena alguna para los que están en Cristo Jesús, pues la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que era imposible a la ley, por cuanto que estaba debilitada a causa de la carne, lo ha hecho Dios: enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne, para que la justa exigencia de la ley se cumpliera en nosotros, los que actuamos no de acuerdo con la carne, sino de acuerdo con el Espíritu.

Rom 8,1-4

No, ciertamente en nuestras propias fuerzas, en nuestra carne no podemos andar conforme a a la condición de hijos de Dios, redimidos por Cristo. O andamos en el Espíritu o sencilla y llanamente no andamos, sino que nos hundimos.

Es decir, no podemos predicar un evangelio que consista en decir: “Cree en Jesucristo y allá te las apañes como puedas”. No, eso no da resultado. Tampoco vale decir: “Cree en Jesucristo y vive como te dé la gana, que al fin y al cabo Dios te acepta como eres”. Porque una cosa es que Dios nos acepte aun estando muertos en nuestros pecados y otra, muy distinta, que acepte que sigamos pecando como si tal cosa. Es decir, tan cierto es que:

Pero Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo -estáis salvados por pura gracia-.

Efe 2,4-5

Como que:

Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.

Rom 6,4

Y:

Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Que el pecado no siga reinando en vuestro cuerpo mortal, sometiéndoos a sus deseos; no pongáis vuestros miembros al servicio del pecado, como instrumentos de injusticia; antes bien, ofreceos a Dios como quienes han vuelto a la vida desde la muerte, y poned vuestros miembros al servicio de Dios, como instrumentos de la justicia.

Rom 6, 11-13

¿Y eso cómo se hace, preguntarán muchos? Pues mirad, lo primero de todo, tenemos que saber que dicha obra es fundamentalmente de Dios:

Porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito.

Fil 2,13

Y:

Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres.

Jn 8,36

No es posible vivir cristianamente sin tener muy claro que todo don perfecto viene de Dios. Que solo el Espíritu Santo nos capacita para andar en santidad. Que no debemos confiar en nuestras propias fuerzas sino entregarnos por completo a la gracia de Dios. Y que incluso ese deseo de entrega, de andar en los caminos del espíritu, es fruto de la obra del Señor en nuestra alma. Todo, desde la fe hasta nuestros méritos, son obra del designio divino. Y:

Ahora, en cambio, liberados del pecado y hechos siervos de Dios, dais vuestro fruto para la santidad; y tenéis como fin la vida eterna.

Rom 6,22

Estamos cerca de Pentecostés. Si en la Cruz Cristo nos obtiene el perdón de los pecados y por su resurrección sella el destino eterno de los que han creído y andan en Él, en Pentecostés cumple la promesa del don del Espíritu Santo, herramienta imprescindible para nuestra santificación. 

No es el Espíritu Santo una herramienta cualquiera. Es Dios mismo habitando en nosotros como en un templo. Él limpia nuestros corazones, nos lleva al arrepentimiento, nos da fuerzas para cumplir cualquier penitencia, nos conforta en medio de la prueba y el sufrimiento y, sobre todo, nos recrea en Cristo para que podamos decir “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20). ¿Hay mayor gracia que esa?

Por tanto, en la tarea de la evangelización, no podemos empezar la casa por la ventana, dando por hecho que el evangelizado ya ha alcanzado la plena santificación. Ni podemos asentarla en un cimiento incompleto, ofreciéndole una fe sin obediencia y verdadera conversión. Ni podemos dejarle en manos de sus capacidades naturales para vivir conforme a la voluntad divina. No habrá evangelización auténtica que no se sostenga en el pilar de una adecuada predicación de la gracia de Dios

Cree en Cristo, pide y recibe el Espíritu Santo, y por Él y en Él podrás alcanzar la santidad que te permitirá ver al Padre.

Santidad o muerte.

 

Luis Fernando Pérez Bustamante