Ha muerto Charo, la de Navalafuente

 

¿Y quién es esa Charo y dónde queda Navalafuente? Navalafuente es un pequeño pueblo de la Sierra norte de Madrid, hoy con algo más de mil habitantes, de dónde fui párroco, desde 1996 hasta 2005. Entonces apenas pasaba de los 400 habitantes.

Charo era la sacristana del pueblo. A los quince años le propusieron hacerse cargo del cuidado de la pequeña iglesia del pueblo y desde entonces, contaba ella, “no me volvieron a interesar los chicos”.

Cuando llegué a Navalafuente ella llevaba más de cincuenta años con la misma tarea: igual limpiaba la iglesia que se encargaba de la catequesis, de poner flores o recibir un aviso si algo ocurría. No saben lo que era para un servidor, párroco de Guadalix de la Sierra, donde vivía, y además de Navalafuente, tener en el pueblo alguien como Charo en quien poder confiar ciegamente. Era ministro extraordinario de la comunión y de llevarla a los enfermos también se encargaba.

Su casa, la de todos los curas que por el pueblo pasamos. Todos la valimos. En casa de Charo se descansaba, se invitaba uno a comer o a cenar, era el lugar de paso, de estar, la casa del sacerdote donde realmente uno entraba no a casa de alguien, sino siempre a la suya propia.

Charo falleció ayer, y esta tarde, Dios mediante, volveré a Navalafuente para concelebrar en la misa exequial y acompañar sus restos a ese cementerio en el que ella tantas veces rezó el rosario por los difuntos del pueblo.

Recuerdo hace bastantes años, en un encuentro de laicos del arciprestazgo de la sierra, que se la presenté al cardenal Rouco Varela como esa mujer buena y disponible que llevaba más de cincuenta años atendiendo a la parroquia y a los sacerdotes. La respuesta del cardenal fue “ponme todo eso por escrito, que estas cosas es bueno que se sepan en Roma”. A los pocos meses le fue concedida la cruz “Pro ecclesia et pontífice”.

Si cuento esto de Charo es sobre todo en homenaje a tantas personas, especialmente mujeres, que en parroquias humildísimas, en pueblitos casi ignorados, día a día, calladamente, abren la puerta de la iglesia, limpian, encienden unas velas, esperan pacientes la llegada del sacerdote, tantas veces a carreras, y además le tienen preparada alguna cosilla para que no se vaya sin comer algo. Santas y calladas mujeres sin más premio ni esperanza que el que les venga del Señor, porque cuántas veces hasta los mismos curas hemos sido ingratos con ellas.  

Santas mujeres, buenas hasta decir basta, generosas hasta ofrecer su vida realmente por Cristo, por la Iglesia, por los sacerdotes, y tachadas tantas veces de bobas, de beatas, de estúpidas por hacerlo todo gratis y encima cuántas veces poniendo dinero de su bolsillo para comprar la última fregona.

Dios sabe de ellas. Estoy seguro de que en el cielo habrá un lugar especial para todas esas Charos que van llegando tras una vida generosa ofrecida por su parroquia, y que en la presencia de Dios quedarán deslumbradas al contemplar cara a cara esa gloria que cada misa que prepararon ya les estaba anticipando.