Sobre el consumo de prostitución

 

España es el país europeo con mayor “consumo” de prostitución y el tercero del mundo. Casi el 40 por ciento de los hombres han recurrido a estos servicios. Ya no hay tabúes. Se ha “normalizado” lo intolerable y lo indecente: el consumo de prostitución para dar rienda suelta a lo más sórdido, obsceno e indigno de la condición humana. Ya es “normal” que las despedidas de soltero – y de solteras –, las fiestas de fin de curso, las cenas de empresa o los congresos terminen con sexo de pago. Es más cómodo y fácil “desahogarse” sexualmente con una puta que tener que perder el tiempo ligando.

La pornografía está al alcance de cualquiera y además, gratis. Es normal que, acostumbrados a ver todo tipo de imágenes obscenas en el ordenador o en el televisor, muchos quieran poner en práctica esas “fantasías”. El sexo es unos de los negocios más lucrativos para los malnacidos que no reparan en medios con tal de enriquecerse fácil y rápidamente. El resultado está a la vista: la degradación moral de nuestra sociedad.

La profesora de la Universidad de Vigo Águeda Gómez – coautora de un estudio titulado “El putero español” – afirmaba el 25 de marzo pasado en eldiario.es que “nuestra educación judeocristiana es muy misógina, muy androcéntrica y muy homofóbica. Todo eso desemboca en muchas carencias afectivo-sexuales, heredadas también de la dictadura, y que se han ido reproduciendo, sin que haya habido una revolución suficiente en la educación reglada como para poder cambiar ese tipo de enfoques". Tócate las narices. Ahora resulta que la culpa de que el 40 por ciento de los hombres españoles haya recurrido a la prostitución es culpa de la educación judeocristiana y de la dictadura. A estas alturas, resulta que Franco también tiene la culpa de que España esté llena de puteros en el 2015.

La verdad es que la revolución sexual, que comienza con la movida libertaria del 68, ha promovido en los últimos treinta años la banalización del sexo. Y esa “liberación” sexual ha consistido en fomentar la promiscuidad hasta la náusea. Los predicadores de la cultura “progre”, marxistas y anticristianos, han promovido sistemáticamente los ataques a lo que ellos llaman “familia tradicional” (la única familia que auténticamente se puede llamar así, aunque los anuncios de Coca Cola publiciten lo contrario). Se ha “normalizado” socialmente el divorcio. Se ha convencido a la gente de que eso del amor conyugal para siempre – hasta que la muerte os separe – es una especie de utopía irrealizable. Se han ocultado a toda costa las consecuencias destructivas que para hombres, mujeres y sobre todo para los hijos tienen los divorcios, haciendo creer que las rupturas familiares salen gratis y se pueden asumir de manera civilizada sin que ello destroce la vida de los hijos. Pero todos los maestros sabemos bien las nefastas consecuencias de los divorcios para el normal crecimiento afectivo de los niños, que se refleja tantas veces en forma de fracaso escolar.

Pero no se ha quedado ahí la cosa: la “liberación sexual” ha ido mucho más allá. Para asegurar la igualdad efectiva de hombre y mujer, se ha despreciado la maternidad, se han fomentado todo tipo de métodos anticonceptivos y se ha promovido la “interrupción voluntaria del embarazo”, eufemismo miserable para referirse a la condena a muerte de cientos de miles de inocentes que mueren asesinados en los vientres de sus propias madres, a las que previamente se les ha convencido de que es normal matar a sus hijos y que ese acto es tan inicuo y tan sencillo como hacerse la manicura o quitarse una verruga. Vivimos en una sociedad tan enferma que protege más los huevos del urogallo que los embriones humanos.

Divorcio, aborto, promiscuidad, adulterio, pornografía, prostitución… Somos el tercer país del mundo con más “comercio” de carne humana. Y la culpa es de la educación cristiana. Pues miren ustedes: no. La Iglesia Católica lleva dos mil años predicando la igual dignidad de hombres y mujeres, creados ambos a imagen y semejanza de Dios. Los católicos defendemos que todo hombre y toda mujer es un fin en sí mismo y no un medio para ningún otro fin. Los católicos denunciamos que es un pecado grave utilizar a una mujer como si fuera un objeto para saciar las “necesidades” sexuales de nadie.

La sociedad española ha apostatado, le ha dado la espalda a Dios y se niega a cumplir los mandamientos. Dios nos pide que amemos a nuestra esposas y que permanezcamos fieles. El Dios de Jesucristo es el Dios del Amor. Para nosotros, el sexo no es algo sórdido ni sucio. Para los cristianos las relaciones sexuales son la manifestación plena y hermosa del amor entre los esposos. Y ese amor implica a la persona en todas sus potencialidades: los sentimientos, la inteligencia y la voluntad. El amor verdadero no es puro sentimentalismo romántico y, por lo tanto, efímero. El amor es sentimiento, pero también conocimiento y aceptación del otro (con sus virtudes y sus defectos) y, por supuesto, compromiso de fidelidad. Cuando las relaciones sexuales no van unidas al amor verdadero, acaban degradando a las personas en su dignidad. Quien utiliza a las mujeres para dar rienda suelta a sus bajas pasiones se denigra a sí mismo y daña gravemente la dignidad de la mujer, a la que degrada a la condición de objeto.

Un hombre que se estima a sí mismo y que se respeta a sí mismo y a los demás no se va de putas. Ninguna mujer tiene vocación de puta. Ningún padre desea que su hija se convierta en una fulana. Ningún hombre bien nacido debería dar dinero a las mafias que explotan y esclavizan a mujeres indefensas para enriquecerse, a costa de destrozar vidas humanas. Si viviéramos el mandamiento del amor, no habría clientes en los prostíbulos ni se permitiría que miles de mujeres tengan que vender sus cuerpos para satisfacer a tipos indecentes y libidinosos; tipos despreciables que deberían avergonzarse de sus actos.

Y ahora hay políticos, igualmente indecentes, que quieren legalizar la prostitución y que consideran a esas mujeres como “trabajadoras del sexo”. Lo que deberían hacer es proteger a las mujeres, preocuparse por ofrecer trabajos dignos y decentes a esas mujeres, perseguir a los proxenetas y meter en la cárcel a los sinvergüenzas que se lucran con el tráfico de esclavas. Y de paso, también propongo imponer multas sustanciosas a los clientes y, a ser posible, que se les avergüence públicamente. Lo que hay que “normalizar” es el respeto a la dignidad de todo ser humano. Lo que hay que “normalizar” es la decencia, la honradez, la honestidad.

¿Por qué no somos capaces de ver en cada mujer, en cada chica, a nuestra propia hija? Tenemos que sanar la mirada. O mejor dicho: tenemos que dejarnos sanar nuestra mirada, para que no veamos a las mujeres como objetos para satisfacer nuestras pasiones, sino como a hijas a las que debemos cuidar y proteger para que ningún malnacido las humille. Y el único que nos puede sanar y curar es Cristo. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Pero para que nos cure, tenemos primero que darnos cuenta de que estamos enfermos. Hoy más que nunca hay que llamar a la conversión. Si viviéramos en gracia de Dios, no existiría la prostitución, ni la pornografía, ni las violaciones, ni la violencia doméstica.

Es más importante mantenerse en gracia de Dios que conservar la propia vida. La conversión es el único camino para salvarnos de tanta podredumbre.