Di no a las soluciones falsas que ocultan la obra del Espíritu Santo

Todos somos pecadores. Desde el más santo que peregrina hoy por este valle de lágrimas hasta el más repelente de los delincuentes. Entre los pecadores, los hay que viven tranquilamente con ese fardo sobre la espalda -por eso es tan fundamental predicar el evangelio y hacer prosélitos de Cristo-, y los hay que saben que deben librarse del mismo. Estos últimos entienden que la Escritura no miente cuando afirma que “sin santidad, nadie vera a Dios (Heb 12,14).

Entre los que quieren librarse de sus pecados y crecer en santidad, los hay también de diversa índole. No pocos, seguramente demasiados, creen que tal cosa es pueden lograr si se esfuerzan en ello. Sí, creen que Dios les ayuda, pero finalmente piensan que el éxito de semejante tarea depende esencialmente de su propia voluntad, de tal manera que el Espíritu Santo es a lo sumo un facilitador de la tarea, pero no el principal actor de la misma. Suelen ser buenos cristianos, en el sentido de que buscan cumplir la voluntad de Dios, pero sufren una cojera espiritual importante de la que es necesario librarse.

Los hay, más bien pocos, que llegan a la desesperación ante la imposibilidad de alcanzar un grado de santidad que crean más o menos compatible con la salvación. Y entonces, caen en un doble error. O se entregan en manos de la herejía de Lutero, que convirtió la fe y la gracia en una especie de sello legal que salva al que se lo pone, pero le deja más o menos igual de pecador que antes; o se entregan a una indiferencia estéril, por la cual acaban dejando de luchar contra todo lo que les aleja de Dios.

Y luego los hay que, como San Pablo, reconocen su incapacidad carnal de cumplir la voluntad de Dios pero saben que andando en el Espíritu Santo, aprenden a liberarse del viejo Adán para ser recreados a imagen y semejanza del segundo Adán, que es Cristo. Saben que es Dios quien produce en ellos tanto el querer ser santos como el serlo. De tal manera que el éxito de semejante obra de salvación depende primera y esencialmente de Dios, aunque desde luego no son meros espectadores pasivos de la misma. Gran don es que Dios nos haga coprotagonistas de su obra en nosotros, pero sepamos siempre que es Él el autor de nuestra salvación.

Quien aprende a vivir en la gracia, no se desespera cuando ve que sus pecados son estorbo a la obra de Dios. Tampoco los considera poca cosa. A Cristo le costó el Calvario y la crucifixión el obtener para nosotros el perdón de los pecados. Demasiado como para que no deseemos librarnos de ellos, pues además son como fardos que nos impiden alcanzar el cénit de la cumbre de la plena comunión con Dios. Pero si Cristo dio su vida por nosotros, ¿qué no nos dará para que seamos verdaderamente libres, verdaderamente santos? Por el sacramento del perdón, nos libra de la sentencia de muerte. Por la obra del Espíritu Santo, nos santifica y nos capacita para seguir creciendo en santidad. Por el sacramento de la Eucaristía, se nos dona como alimento vivo que baja del cielo, como maná que nos ayuda a transitar por el Sinaí de nuestra estancia terrena. ¿Podían los israelitas hacer bajar el maná con el que alimentarse en el desierto? No, era puro don. Pues más don hay en la Misa, que hace actual el sacrificio redentor. Por eso no podemos alimentarnos de ese maná mientras estamos alejados de la gracia salvífica. Es alimento de vivos, no de muertos. Si estamos muertos por nuestros pecados mortales, acudamos antes a implorar y recibir el don del perdón que se nos concede por medio de la Iglesia y luego podremos comer y beber el pan y el vino celestiales.

Aprendamos, porque se nos concede, a vivir en la gracia. Gracia para obtener el perdón. Gracia para ser santos. Gracia para reconocer la soberanía de Dios en la obra de nuestra salvación, de manera que hasta nuestros méritos son corona de su gloria. No se trata de dejar de trabajar con temor y temblor en nuestra salvación (Fil 2,12). Se trata de entender que “si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Jn 8,36); que Dios es fiel y que “esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús (Fil 1,6).

Santidad o muerte, porque pudiendo ser santos, siendo que Dios nos lo concede, por eso nos lo pide, ¿habremos de ser tan necios como para morir y condenarnos?

 

Laus Deo Virginique Matri.

 

Luis Fernando Pérez Bustamante