Dos claves de «Laudato Sii»

San Francisco, Laudato si

No me refiero a la encíclica, que toma el nombre del poema de San Francisco de Asís, Laudato Sii (Loado seas), me refiero al mismo poema. Por cierto, no está en latín, está escrito en umbro.

Como ya he comentado en alguna ocasión, si hay un santo que haya sido desfigurado hasta volverlo irreconocible es San Francisco. Se le presenta como un Gandhi, un líder del «power flower», ecologista, vegetariano, revolucionario, gnomo de jardín, un perroflauta con hábito o quizá, ahora, como un panteísta avatar encapuchado de James Cameron.

Porque «Laudato sii», no es un cántico a la creación. Que se le llame «Cántico del hermano sol» o «Alabanza de las criaturas» le hace un flaco servicio. Es un cántico al Creador –Loado (alabado) seas, mi Señor–, quizá de un modo que sólo quien haya estado enamorado puede entender.

Siguiendo a sus biógrafos podemos entenderlo mejor, tanto en Celano (2 Cel, Vida segunda de san Francisco) como en la Leyenda de Perusa (LP).

Estamos a principios de 1225, año y pico antes de su muerte. San Francisco está agotado física y anímicamente, que no espiritualmente. Casi ciego. Quedan atrás fundaciones, la cruzada e intentos de convertir a los musulmanes, no sólo con el ejemplo, también con la palabra y si hacía falta el martirio, pues el martirio. Lleva los estigmas de Cristo y sufre. Vuelve del Alverna y se detiene en el monasterio de San Damián, donde vivían Santa Clara y sus hermanas. El mismo sitio en el que oyó por primera vez la invitación de Cristo para que «restaurase su casa, que amenazaba ruina». Clara le instaló con los suyos en una casa contigua al convento.

«Dos años antes de su muerte, estando ya muy enfermo y padeciendo, sobre todo, de los ojos, habitaba en San Damián, en una celdilla hecha de esteras… Yacía en este mismo lugar el bienaventurado Francisco y llevaba más de cincuenta días sin poder soportar de día la luz del sol, ni de noche el resplandor del fuego. Permanecía constantemente a oscuras tanto en la casa como en aquella celdilla. Tenía, además, grandes dolores en los ojos día y noche, de modo que casi no podía descansar ni dormir…»

Y una noche, rezando, poniendo en las manos del Señor todas las cosas que le agobiaban, Le pidió: «Señor, ven en mi ayuda en mis enfermedades para que pueda soportarlas con paciencia» (LP 83).

En medio de esa agonía oyó:

«Dime, hermano: si por estas enfermedades y tribulaciones alguien te diera un tesoro tan grande que, en su comparación, consideraras como nada el que toda la tierra se convirtiera en oro; todas las piedras, en piedras preciosas, y toda el agua, en bálsamo; y estas cosas las tuvieras en tan poco como si en realidad fueran sólo pura tierra y piedras y agua materiales, ¿no te alegrarías por tan gran tesoro?»

A lo que respondió:

«En verdad, Señor, ése sería un gran tesoro, inefable, muy precioso, muy amable y deseable. Pues bien, hermano –dijo la voz–, regocíjate y alégrate en medio de tus enfermedades y tribulaciones, pues por lo demás has de sentirte tan en paz como si estuvieras ya en mi reino» (LP 83).

A la mañana siguiente explotaba de gozo y de paz y llamando a sus compañeros comenzó a cantar el «Laudato sii» que acababa de componer. Como acción de gracias a Dios, como manifestación de gozo en el Señor, como no entender que el resto de la Creación no acompañe cuando se mira a quien tanto se ama.

Otros místicos dan también muestras de lo mismo. Y la mayoría de los enamorados, también.

Así que por favor, no me vuelvan a presentar a San Francisco como un panteísta amante de lo natural.

Porque aún hay otro aspecto de «Laudato sii» que todavía se oculta más, y con razón: sus últimos versos

10Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y soportan enfermedad y tribulación.

11Bienaventurados aquellos que las soporten en paz,
porque por ti, Altísimo, coronados serán.

12Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.

13¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!:
bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad,
porque la muerte segunda no les hará mal.

14Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad.

Sí, sí, repetimos: «¡Ay de aquellos que mueran en pecado mortal!» y «bienaventurados aquellos a quienes encuentre en tu santísima voluntad»

Así que es fácil resumir en dos ideas todo el poema de San Francisco: déjalo todo en manos del Señor y confiésate. Él hace el resto.