“Estamos hoy como el Pueblo de Dios, a los pies de nuestra Madre a darle nuestro amor y fe”. Luego de visitar el Hospital pediátrico “Niños de Acosta Ñú” de Asunción, el Santo Padre se dirigió el sábado 11 de julio hacia la Explanada del Santuario mariano de Caacupé, donde miles de fieles esperaban deseosos y alegres la llegada del Padre y Pastor de la Iglesia Universal, y en donde el intendente de Caacupé entregó al Pontífice las llaves de la ciudad.

Posteriormente el Papa se dirigió al interior de la Basílica donde presidió la Santa Misa votiva de la Inmaculada Concepción de los Milagros.

“Estar aquí con ustedes es sentirme en casa, a los pies de nuestra Madre la Virgen de los Milagros de Caacupé” fueron las primeras palabras que el Sucesor de Pedro dirigió al pueblo paraguayo en su homilía; “en un  santuario los hijos nos encontramos con nuestra Madre y entre nosotros recordamos que somos hermanos”.

La reflexión del Obispo de Roma, que partió del episodio de la Anunciación, se centró en el «sí» de María. Aquel «sí» al sueño, al proyecto y a la voluntad de Dios. Un «sí» que “no fue fácil”, señaló el Pontífice, con la memoria presente en el nacimiento de Jesús, cuando «no había lugar para ellos», en la huida a Egipto, en la muerte en la cruz. El Vicario de Cristo explicó que “contemplando la vida de la Virgen nos sentimos comprendidos” y “podemos identificarnos en muchas situaciones de su vida”, porque con María, dijo, la primera discípula de Jesucristo, “que ha estado y está” en nuestros hospitales, en nuestras escuelas, en nuestras casas, trabajos y caminos, “en la formación de la Patria”, “sabemos que no vamos solos”, remarcó el Papa.

Dirigiéndose a las madres paraguayas el Santo Padre reconoció que también ellas, como María, “han vivido situaciones muy difíciles”, y que con su ejemplo supieron “levantar un País derrotado, hundido, sumergido por la guerra”. “Dios bendiga a la mujer paraguaya, la más gloriosa de América”, reiteró el Pontífice.

Aquel anuncio del Ángel, «Alégrate, el Señor está contigo» es “un llamado”, explicó el Papa, “a no perder la memoria, las raíces y los muchos testimonios que han recibido de pueblo creyente y jugado por sus luchas”. Y exhortando al pueblo paraguayo a “primerear en el amor” tal como lo hacía Jesús, a ser “portadores de esta fe” y “forjadores de este hoy y mañana paraguayo”, el pontífice finalmente los invitó a repetir todos juntos ante la imagen de María: «en tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe».

(GM – RV)

Homilía del Papa (versión no oficial)

Estar aquí con ustedes es sentirme en casa, a los pies de nuestra Madre, a los pies de nuestra Madre la Virgen de los Milagros de Caacupé. En un santuario los hijos nos encontramos con nuestra Madre y entre nosotros recordamos que somos hermanos. Es un lugar de fiesta, de encuentro, de familia. Venimos a presentar nuestras necesidades, venimos a agradecer, a pedir perdón y a volver a empezar. Cuántos bautismos, cuántas vocaciones sacerdotales y religiosas, cuántos noviazgos y matrimonios nacieron a los pies de nuestra Madre. Cuántas lágrimas y despedidas. Venimos siempre con nuestra vida, porque acá se está en casa y lo mejor es saber que alguien nos espera.

Como tantas otras veces, hemos venido porque queremos renovar nuestras ganas de vivir la alegría del Evangelio.

Cómo no reconocer que este santuario es parte vital del pueblo paraguayo, de ustedes. Así lo sienten, así lo rezan, así lo cantan: «En tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe». Y estamos hoy como el Pueblo de Dios a los pies de nuestra Madre a darle nuestro amor y fe.

En el Evangelio acabamos de escuchar el anuncio del Ángel a María que le dice: «Alégrate, llena de gracia. El Señor está contigo». Alégrate, María, alégrate. Frente a este saludo, ella, quedó desconcertada y se preguntaba qué quería decir. No entendía mucho lo que estaba sucediendo. Pero supo que venía de Dios y dijo «sí». María es la madre del «sí». Sí, al sueño de Dios, sí al proyecto de Dios, sí a la voluntad de Dios.

Un «sí» que, como sabemos, no fue nada fácil de vivir. Un «sí» que no la llenó de privilegios o diferencias, sino que, como le dirá Simeón en su profecía: «A ti una espada te va a atravesar el corazón» (Lc 2,35). Y ¡vaya que se lo atravesó! Por eso la queremos tanto y encontramos en Ella una verdadera Madre que nos ayuda a mantener viva la fe y la esperanza en medio de situaciones complicadas. Siguiendo la profecía de Simeón nos hará bien repasar brevemente tres momentos difíciles en la vida de María.

1. Primero: el nacimiento de Jesús. «No había un lugar para ellos» (Lc 2,7). No tenían una casa, una habitación para recibir a su hijo. No había espacio para que pudiera dar a luz. Tampoco familia cercana, estaban solos. El único lugar disponible era una cueva de animales. Y en su memoria seguramente resonaban las palabras del Ángel: «Alégrate María, el Señor está contigo». Y Ella podría haberse preguntado: ¿Dónde está ahora?

2. Segundo momento: la huida a Egipto. Tuvieron que irse, exiliarse. Ahí  no sólo no tenían un espacio, ni familia, sino que incluso sus vidas corrían peligro. Tuvieron que marcharse a tierra extranjera. Fueron migrantes perseguidos por la codicia y la avaricia del emperador. Y ahí Ella también podría haberse preguntado: ¿Y Dónde está lo que me dijo el Ángel?

3. Tercer momento: la muerte en la cruz. No debe existir una situación más difícil para una madre que acompañar la muerte de su hijo. Son momentos desgarradores. Ahí vemos a María, al pie de la cruz, como toda madre, firme, sin abandonar, acompañando a su Hijo hasta el extremo de la muerte y muerte de cruz. Y allí también podría haberse preguntado: ¿Dónde está lo que me dijo el Ángel? Luego la vemos conteniendo y sosteniendo a los discípulos.

Contemplamos su vida, y nos sentimos comprendidos, entendidos. Podemos sentarnos a rezar y usar un lenguaje común frente a un sinfín de situaciones que vivimos a diario. Nos podemos identificar en muchas situaciones de su vida. Contarle de nuestras realidades porque Ella las comprende.

Ella es mujer de fe, es la Madre de la Iglesia, ella creyó. Su vida, es testimonio de que Dios no defrauda, que Dios no abandona a su Pueblo, aunque existan momentos o situaciones que parecen que Él no está. Ella fue la primera discípula que acompañó a su Hijo y sostuvo la esperanza de los apóstoles en los momentos difíciles. Estaban encerrados con no sé cuántas llaves, de miedo en el cenáculo. Fue la mujer que estuvo atenta y supo decir –cuando parecía que la fiesta y la alegría terminaba–: «mirá no tienen vino» (Jn 2,3). Fue la mujer que supo ir y estar con su prima «unos tres meses» (Lc 1,56) para que no estuviera sola en su parto. Esa es nuestra Madre, así de buena, así de generosa, así de acompañadora en nuestra vida.

Y todo esto lo sabemos por el Evangelio, pero también sabemos que, en esta tierra, es la Madre que ha estado a nuestro lado en tantas situaciones difíciles. Este Santuario, guarda, atesora, la memoria de un pueblo que sabe que María es Madre y que ha estado y está al lado de sus hijos.

Ha estado y está en nuestros hospitales, en nuestras escuelas, en nuestras casas. Ha estado y está en nuestros trabajos y en nuestros caminos. Ha estado y está en las mesas de cada hogar. Ha estado y está en la formación de la Patria, haciéndonos Nación. Siempre con una presencia discreta y silenciosa. En la mirada de una imagen, una estampita o una medalla. Bajo el signo de un rosario, sabemos que no vamos solos, que Ella nos acompaña.

Y ¿por qué? Y porque María simplemente quiso estar en medio de su Pueblo, con sus hijos, con su familia. Siguiendo siempre a Jesús, desde la muchedumbre. Como buena madre no abandonó a los suyos, sino por el contrario, siempre se metió donde un hijo pudiera estar necesitando de Ella. Tan sólo, porque es Madre.

Una Madre que aprendió a escuchar y a vivir en medio de tantas dificultades de aquel: «No temas, el Señor está contigo» (cf. Lc 1,30). Una madre que continúa diciéndonos: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). Es su invitación constante y continua: «Hagan lo que Él les diga». No tiene un programa propio, no viene a decirnos nada nuevo, más bien, le gusta estar callada, tan solo su fe acompaña nuestra fe.

Y ustedes lo saben, han hecho experiencia de esto que estamos compartiendo. Todos ustedes, todos los paraguayos tienen la  memoria viva, tienen la memoria viva de un Pueblo que ha hecho carne estas palabras del Evangelio. Y quisiera referirme de modo especial a ustedes mujeres y madres paraguayas, que con gran valor y abnegación, han sabido levantar un País derrotado, hundido, sumergido por una guerra inicua.

Ustedes tienen la memoria, ustedes tienen la genética de aquellas que reconstruyeron la vida, la fe, la dignidad de su Pueblo, junto a María. Han vivido situaciones muy pero muy difíciles, que desde una lógica común sería contraria a toda fe. Ustedes al contrario, impulsadas y sostenidas por la Virgen, siguieron creyentes, inclusive «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18). Y cuando todo parecía derrumbarse, junto a María se decían: No temamos, el Señor está con nosotros, está con nuestro Pueblo, con nuestras familias, hagamos lo que Él nos diga. Y allí encontraron ayer y encuentran hoy, la fuerza para no dejar que esta tierra se desmadre. Dios bendiga ese tesón, Dios bendiga y aliente la fe de ustedes, Dios bendiga a la mujer paraguaya, la más gloriosa de América.

Como Pueblo, hemos venido a nuestra casa, a la casa de la Patria paraguaya, a escuchar una vez más, esas palabras que tanto bien nos hacen: «Alégrate, el Señor está contigo». Es un llamado a no perder la memoria, a no perder las raíces, los muchos testimonios que han recibido de pueblo creyente y jugado por sus luchas. Una fe que se ha hecho vida, una vida que se ha hecho esperanza y una esperanza que las lleva a primerear en la caridad. Sí, al igual que Jesús, sigan ‘primereando’ en el amor. Sean ustedes los portadores de esta fe, de esta vida, de esta esperanza. Ustedes paraguayos sean forjadores de este hoy y mañana.

Volviendo a mirar la imagen de María los invito a decir juntos: «en tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe». ¡Todos juntos! «En tu Edén de Caacupé, es tu pueblo Virgen pura que te da su amor y fe».  Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las promesas y gracias de nuestro Señor Jesucristo. Amén.

(MCM, MDT, SL – RV)