XXII. El libre albedrío

Libre albedrío

La esencia de la libertad.

Si, como escribió Marcelino Ocaña, la concepción del libre albedrío en la doctrina de Molina es «el eje de todo el sistema»[1], algo parecido podría decirse del bañecianismo, o explicitación de la doctrina de Santo Tomás. En realidad, como ha notado Miguel Castillejo: «Una de las claves hermenéuticas que da unidad al vasto y denso mundo de la historia del pensamiento, es, sin lugar a dudas, el concepto de libertad»[2]. Parece, por ello, conveniente, para una mejor comprensión de la doctrina de la gracia en Santo Tomás, examinar la de la libertad.

Todos los filósofos tomistas afirman que en el hombre hay libre albedrío o libertad. El libre albedrío significa la libertad en cuanto es la propiedad singular de la voluntad de ser la causante de sus propios actos y, por tanto, responsable de los mismos. Por ella, cada hombre ejerce el dominio de sus obras, dispone de sí mismo, se auto posee por su voluntad o se autodetermina. Decía Aristóteles que «libre es lo que es causa de sí»[3].

Más concretamente hay que decir que el libre albedrío es el poder arraigado en la razón y más inmediatamente en la voluntad, de hacer o de no hacer, de hacer una cosa u otra. Así lo define el Catecismo de la Iglesia: «La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas»[4].

La libertad o libre albedrío se puede definir de manera más sintética como querer un bien elegido. En esta definición se significa que intervienen en ella tres elementos: un principio intrínseco, la voluntad; un fin, el bien propio; y un acto, laelección.

El último elemento, la elección, consiste en el modo de posibilidad de la voluntad o, más concretamente, la actualización de su potencialidad. La elección implica que en la voluntad hay potencialidad o posibilidad y, por ello, la elección es un elemento esencial del libre albedrío.

Si en todos los actos del libre albedrío hay elección, no en todos los actos de la voluntad debe elegirse. Con relación al fin último, el bien y, con él, la verdad –que es bien del entendimiento– y cuya posesión se identifica con la felicidad, en la voluntad no hay elección. El fin último no se elige, porque la voluntad lo quiere de un modonaturaly necesario. Por su misma naturaleza, tiende necesariamente al bien. «La voluntad puede inclinarse a cosas opuestas, en cuanto a las cosas que son para el fin, pero respecto del fin último se dirige a él por necesidad natural, como lo evidencia el hecho de que el hombre no puede dejar de querer ser feliz»[5].

Con relación al último fin, la voluntad elige los medios para conseguirlo. «La elección difiere de la voluntad en que ésta tiene por objeto, hablando propiamente el fin, mientras que le elección versa sobre los medios»[6].

No afecta a la libertad, la no elección del fin último, porque la tendencia irrenunciable, aunque no sea electiva, al fin, o bien último, es la que permite la elección de lo medios para llegar a él. «El fin último de ningún modo puede ser objeto de elección»[7]. Son objeto de elección los medios. Por ello: «La elección no siendo del fin, sino de los medios, no puede hacerse sobre el bien perfecto o la felicidad, sino sobre los bienes particulares. Por consiguiente, el hombre elige libremente y no por necesidad»[8].

La determinación al bien

Muchas veces se ignora u olvida esta tendencia natural y necesaria al bien último, a la felicidad. Es cierto, como se advierte en la instrucción Libertatis conscientia, de 1986, que: «La respuesta espontánea a la pregunta “¿qué es ser libre?” es la siguiente: es libre quien puede hacer únicamente lo que quiere sin ser impedido por ninguna coacción exterior, y que goza por tanto de una plena independencia. Lo contrario de la libertad sería así la dependencia de nuestra voluntad ante una voluntad ajena».

La coacción externa es contraria a la libertad, pero hay una obligación interna, que proviene de la misma naturaleza humana. Se puede preguntar: «el hombre ¿sabe siempre lo que quiere? ¿Puede todo lo que quiere? Limitarse al propio yo y prescindir de la voluntad de otro, ¿es conforme a la naturaleza del hombre? A menudo la voluntad del momento no es la voluntad real. Y en el mismo hombre pueden existir decisiones contradictorias. Pero el hombre se topa sobre todo con los límites de su propia naturaleza: quiere más de lo que puede. Así el obstáculo que se opone a su voluntad no siempre viene de fuera, sino de los límites de su ser. Por esto, so pena de destruirse, el hombre debe aprender a que la voluntad concuerde con su naturaleza»[9].

La adecuación de la voluntad a la naturaleza humana lleva también la referencia a las otras voluntades, porque: «cada hombre está orientado hacia los demás hombres y necesita de su compañía. Aprenderá el recto uso de su decisión si aprende a concordar su voluntad a la de los demás, en vistas de un verdadero bien. Es pues la armonía con las exigencias de la naturaleza humana lo que hace que la voluntad sea auténticamente humana»[10].

Las inclinaciones naturales, no desviadas o modificadas por el hombre, son un bien para él, son un bien humano y sentidas como un deber. Aquello a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza se concibe con un bien y como un deber. Afirma Santo Tomás:«Todas las cosas hacia las que el hombre siente inclinación natural son aprehendidas naturalmente como buenas y, por consiguiente, como necesariamente practicables; y sus contrarias, como malas y vitandas»[11].

Por su naturaleza racional el hombre tiene «la tendencia natural a vivir en sociedad»[12]. Tal como se infiere en la Instrucción: «Esto exige el criterio de la verdad y una justa relación con la voluntad ajena. Verdad y justicia constituyen así la medida de la verdadera libertad. Apartándose de este fundamento, el hombre, pretendiendo ser como Dios, cae en la mentira y, en lugar de realizarse, se destruye».

En la modernidad, a veces se ha concebido al sujeto de la libertad: «como un individuo autosuficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales»[13]. Sin embargo: «Lejos de perfeccionarse en una total autarquía del yo y en la ausencia de relaciones, la libertad existe verdaderamente sólo cuando los lazos recíprocos, regulados por la verdad y la justicia, unen a las personas»[14].

La Instrucción recuerda que «La libertad no es la libertad de hacer cualquier cosa, sino que es libertad para el Bien, en el cual solamente reside la Felicidad. De este modo el Bien es su objetivo»[15].

La elección del fin último

También el querer de modo natural y necesario el fin último permite otra elección más radical y anterior a la de los medios Esta primera elección de la voluntad consiste en la determinación o precisión del fin o bien último. La voluntad quiere de modo electivo la concreción o particularización del fin supremo, al que se tiende ya natural y necesariamente en su modo abstracto o general.

Explica Santo Tomás que: «El fin último puede considerarse de dos modos; uno, refiriéndose a lo esencial del fin último, y otro, a aquello en lo que se encuentra este fin. En cuanto a la noción abstracta de fin último, todos concuerdan en desearlo, porque todos desean alcanzar su propia perfección y esto es lo esencial del fin último. Pero respecto a la realidad en que se encuentra el fin último no coinciden todos los hombres, pues unos desean riquezas como bien perfecto, otros desean los placeres y otros cualquier otras cosas»[16].

En la previa determinación necesaria al bien en general, la carencia de elección no elimina la libertad, sino que, por consiguiente, es su primer constitutivo. «La necesidad natural no es contraria a la voluntad. Por el contrario, es necesario que, así como el entendimiento asiente por necesidad a los primeros principios, así también es necesario que la voluntad se adhiera al fin último, que es la bienaventuranza; pues, como se dice en la Física de Aristóteles (II, 9, 3) el fin es, en el orden práctico, lo que son los principios en el orden especulativo»[17].

Además de este primer y básico querer natural y necesario del bien, que proporcionará la felicidad, en el que no hay elección, hay un segundo constitutivo esencial de la libertad humana. Este otro constitutivo es un querer racional y no necesario, o electivo, de la concreción del bien en general y de los medios que llevan a él.

El segundo querer, electivo de la fijación o delimitación del fin y de los correspondientes medios, es racional, porque tiene su raíz en la razón, que permite conocerlos para que la voluntad pueda elegirlos. Es, por tanto, un querer racional y electivo.

Entre los dos constitutivos esenciales de la libertad, el querer natural y necesario del bien en general y el querer racional y electivo el bien concreto, se advierten dos diferencias. La primera está en los modos opuestos de querer. La voluntad del fin último por sí mismo, de modo natural y necesario, es un querer el bien sin elección. La voluntad del fin último concreto y de los medios es un querer racional y electivo. Es un querer, por tanto, siempre con elección.

La segunda diferencia ente los constitutivos opuestos de la voluntad es que la voluntad del fin último por si mismo, de modo natural y necesario, se refiere al primero y al segundo de los tres elementos que operan en la libertad, el acto de la voluntad y el fin o bien. En cambio, la voluntad del fin delimitado y de los medios de modo racional y electivo, se refiere al último, al acto electivo de los medios.

La voluntad natural y la voluntad racional

Como los movimientos, con los que se tiende en ambos constitutivos, no son iguales, su diferencia permite establecer una doble consideración en la voluntad: en cuanto naturaleza y en cuanto voluntad. A la primera se le denomina la voluntad como naturaleza y a la segunda voluntad como razón. 

El nombre de voluntad natural y voluntad racional obedece a que en la primera tendencia interviene sólo la voluntad. La voluntad como naturaleza es simple voluntad. En la segunda interviene también la razón para concebir, examinar y deliberar. La voluntad como razón es así una voluntad consultiva.

No hay, sin embargo,dos voluntades: la voluntad natural y la voluntad racional,. Las dos voluntades no son dos potencias distintas, sino dos tipos de actos, que siguen a dos diferentes conocimientos, natural o adquirido.

Hay así dos tipos distintos de movimientos tendenciales en la misma voluntad.El primero es la tendencia al fin, ya sea general o concreto, al que tiende absolutamente la voluntad por la bondad que encierra en sí mismo. El segundo es la tendencia a los medios, relacionados con el fin concreto, al que tiende la voluntad de una manera condicionada, en cuanto son buenos para alcanzar dicho fin.

La distinción de simple voluntad o voluntad como naturaleza, y la voluntad consultiva o voluntad como razón no se corresponde con la distinción entre querer el fin y querer los medios,porque, aunque la tendencia a la felicidad abstracta, o, en sentido objetivo al fin último en general, no es elegible por la libertad, y es propia, por tanto, del querer de la simple voluntad, en cambio, si es elegible la determinación concreta de esta finalidad última y, con ello, la de la felicidad que proporciona. El querer el fin concreto es, por consiguiente, un acto de la voluntad racional.

La distinción entre la de voluntad como naturaleza y voluntad como razón, por consiguiente,se corresponde exactamente a la que hay entre el querer necesario y el querer electivo de la voluntad.

La elección entre el bien y el mal

En el querer electivo del fin concreto y de los correspondientes medios, sin embargo, no se logra ineluctablemente satisfacer la tendencia del querer necesario del bien y la felicidad. La razón es porqueno siempre se consigue. El hombre, tanto en la elección del fin último concreto, que, sin estar fijado, ya se desea por una tendencia natural y necesaria de una manera universal, como en la elección de los medios que llevan al bien supremo determinado, tiene la posibilidad de hacer una mala elección, de elegir el mal.

La elección entre el bien y el mal, que se da en el libre albedrío humano, revela la dignidad de esta propiedad de su voluntad. En la encíclica del magisterio pontificio moderno dedicada a la libertad humana, León XIII, comenzaba indicando que: «La libertad, don excelente de la Naturaleza, propio y exclusivo de los seres racionales, confiere al hombre la dignidad de estar en manos de su albedrío (Cf. Eclo 15,14) y de ser dueño de sus acciones».

Añadía, el Papa en esta encíclica –que promulgó pocos años después de la famosa, Aeternis Patris, que tenía por objeto restaurar la filosofía de Santo Tomás–, que, no obstante: «Lo más importante en esta dignidad es el modo de su ejercicio, porque del uso de la libertad nacen los mayores bienes y los mayores males. Sin duda alguna, el hombre puede obedecer a la razón, practicar el bien moral, tender por el camino recto a su último fin. Pero el hombre puede también seguir una dirección totalmente contraria y, yendo tras el espejismo de unas ilusorias apariencias, perturbar el orden debido y correr a su perdición voluntaria»[18].

La libertad humana no consiste esencialmente, sin embargo, en elegir entre el bien y el mal, aunquepuede decirse, que en la libertad humana se elige entre el bien y el mal. No obstante, cuando el hombre hace el mal, no obra, en sentido propio, con libertad.

La posibilidad de elegir el mal no es auténtica libertad. Si se eligen los medios adecuados, que conducen a su fin concreto idóneo, que ha sido también elegido, se actúa propiamente con libertad, porque el resultado es un bien para el sujeto de la libertad. En cambio, si no elige el verdadero fin último concreto, o toman unos medios inadecuados, se pierde en realidad la libertad, porque no se obtiene un bien.

Al no conseguirse un bien, en la mala elección, se pierde libertad.Como todas las elecciones tienen como finalidad el bien, puede decirse que cuando se elige el mal, por perjudicar siempre a su autor, este mal quita libertad.

Con el mal no se pierde totalmente la libertad, pero queda afectada la integridad de la libertad. El mal no remueve de la libertad su primer elemento, su voluntad del bien, ni tampoco el segundo, la elección. Si, en cambio, el tercer elemento de la libertad, el fin, que es el verdadero bien. Con el mal, queda modificada la finalidad esencial de la libertad, el bien propio, y, con ello, ya no hay auténtica libertad.

La elección que otorga la posibilidad del bien y del mal no constituye, por tanto, esencialmente a la libertad en sí misma. Declara, por ello, Santo Tomás: «Querer el mal no es libertad, ni parte de la libertad, sino un cierto signo de ella»[19].

El libre albedrío humano

En la libertad humana, siempre hay elección entre lo bueno y lo malo, porque no es un fin en sí misma, sino un instrumento o medio para alcanzar el fin último y puede ser o no adecuado para ello. Como se indica en el nuevo Catecismo: «Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito»[20].

La libertad humana implica siempre la elección entre el bien y el mal. El hombre no tiene nunca una libertad de indiferencia ante el bien y el mal. La voluntad quiere necesariamente el bien y debe elegirlo invariablemente en todos sus actos.

Siempre el hombre quiere el bien, porque incluso cuando elige el mal, busca el bien. Por ello: «Los que pecan se apartan de Aquel en quien está de verdad su último fin, pero no de la intención misma del fin último, al cual buscan, equivocadamente, en otras cosas»[21]. En la mala elección, el mal es visto como un bien, aunque sólo sea aparente o parcial, por los bienes que le acompañan.

La libertad propia de de la naturaleza del hombre implica siempre la posibilidad del bien y del mal, porque la elección es un elemento esencial de la libertad. El hombre debe elegir siempre entre su fin último concreto y sus medios, y en estas elecciones puede elegir mal.

En el hombre, su grado de libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal y, por tanto, de crecer en perfección o de perderla. De manera que, como también

se lee en el Catecismo: «En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la “esclavitud” del pecado” (cf. Rm 6, 17)»[22].

Con respecto a la concreción del fin último y a los medios para conseguirlo siempre, por la elección, tiene la posibilidad del mal. «La libertad del hombre es finita y falible»[23], porque es creada. Todo en el hombre es criatura. Debe afirmarse, como se recuerda en la instrucción Libertatis conscientia, que: «El hombre no tiene su origen en su propia acción individual o colectiva, sino en el don de Dios que lo ha creado. Ésta es la primera confesión de nuestra fe, que viene a confirmar las más altas intuiciones del pensamiento humano».

La libertad del hombre es creada y, por ello, cumple en un cierto grado lo que es en sí misma la libertad, que la realiza totalmente, o lo que es lo mismo: «La libertad del hombre es una libertad participada. Su capacidad de realizarse no se suprime de ningún modo por su dependencia de Dios. Justamente, es propio del ateísmo creer en una oposición irreductible entre la causalidad de una libertad divina y la de la libertad del hombre, como si la afirmación de Dios significase la negación del hombre, o como si su intervención en la historia hiciera vanas las iniciativas de éste. En realidad, la libertad humana toma su sentido y consistencia de Dios y por su relación con Él»[24].

El libre albedrío divino

Si en sí mismo «el libre albedrío es una facultad de la razón y de la voluntad por la que se elige el bien y el mal»[25], no se podrá entonces atribuir a Dios. La elección del bien y del mal se da en la libertad humana, no en Dios, que no debe alcanzar ni elegir el último fin. «La voluntad divina tiene una relación necesaria con su bondad, como nuestra voluntad quiere por necesidad el bien»[26]. Sin embargo, aunque, en Dios, no hay elección del bien último, porque ya posee su fin último,sino necesidad en su quererlo concretamente, hay libertad.

No obstante, no se llamará libertad a un querer divino sin elección y, por ello, siempre necesario, porque la elección pertenece también a la libertad divina. Una elección que implique la posibilidad del mal, de no elegir adecuadamente los medios o el fin supremo o felicidad, ciertamente no es la propia de Dios. No obstante, si se remueve este tipo de elección, que conlleva la potencialidad y la posibilidad de querer el mal –que es una limitación–, hay que decir que Dios elige y, por ello, es verdaderamente libre. «Dios quiere necesariamente su bondad, pero no así las otras cosas, respecto a lo que no quiere por necesidad tiene libre albedrío»[27].

Dios quiere de modo necesario su bondad, que es su fin último concreto, pero a las otras cosas, que ya no guardan relación a su propio fin tiene libertad electiva, o no necesaria. «Se predica el libre albedrío respecto de lo que uno quiere sin necesidad y espontáneamente. En nosotros, por ejemplo, hay libre albedrío respecto de correr o pasear. Dios quiere sin necesidad los seres distintos de Él, por ello a Dios le compete tener libre albedrío[28].

De la misma manera que en nosotros, si mentalmente desvinculamos ciertos actos de su relación con del fin último –al que estamos obligados siempre a dirigirnos, en todas nuestras acciones–, como, por ejemplo, el pasear o correr, que supondrían una elección entre bienes indiferentes al último fin, Dios quiere sin necesidad a los seres distintos de Él, y, por ello, a Dios le compete tener libertad.

En Dios hay, por consiguiente, elección. Removida la potencialidad, Dios elige en aquellos actos que no guardan relación con respecto a su propio fin último, como la creación y la providencia divina. Dios, por tanto, elige entre: «Cosas opuestas, en cuanto puede querer que una cosa sea o no sea, igual que nosotros, sin pecar, podemos querer o no querer estar sentados»[29].

Asumiendo la explicación del Aquinate, se explica en la encíclica Libertas que: «Así como la posibilidad de errar y el error de hecho es un defecto que arguye un entendimiento imperfecto, así también adherirse a un bien engañoso y fingido, aun siendo indicio de libre albedrío, como la enfermedad es señal de la vida, constituye, sin embargo, un defecto de la libertad (…). Ésta es la causa de que Dios, infinitamente perfecto, y que por ser sumamente inteligente y bondad por esencia, es sumamente libre, no pueda en modo alguno querer el mal moral; como tampoco pueden quererlo los bienaventurados del cielo, a causa de la contemplación del bien supremo. Ésta era la objeción que sabiamente ponían San Agustín y otros autores contra los pelagianos. Si la posibilidad de apartarse del bien perteneciera a la esencia y a la perfección de la libertad, entonces Dios, Jesucristo, los ángeles y los bienaventurados, todos los cuales carecen de ese poder, o no serían libres o, al menos, no lo serían con la misma perfección que el hombre en estado de prueba e imperfección»[30].

Se indica además que: «El Doctor Angélico se ha ocupado con frecuencia de esta cuestión, y de sus exposiciones se puede concluir que la posibilidad de pecar no es una libertad, sino una esclavitud».

Se cita a continuación la siguiente argumentación de Santo Tomás: «Sobre las palabras de Cristo, nuestro Señor, el que comete pecado es siervo del pecado (Jn 8, 34), escribe con agudeza: “Todo ser es lo que le conviene ser por su propia naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior, no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es propio de un esclavo. Ahora bien: el hombre, por su propia naturaleza, es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual consiste precisamente la libertad; pero cuando peca, obra al margen de la razón, y actúa entonces lo mismo que si fuese movido por otro y estuviese sometido al dominio ajeno; y por esto, el que comete el pecado es siervo del pecado” (In Ioannem 8 lect.4 n.3)».

Comenta finalmente: «Es lo que había visto con bastante claridad la filosofía antigua, especialmente los que enseñaban que sólo el sabio era libre, entendiendo por sabio, como es sabido, aquel que había aprendido a vivir según la naturaleza, es decir, de acuerdo con la moral y la virtud»[31].

La elección, independiente de relación con el fin último, no se da en el hombre. La comparación con la elección de la voluntad humana ante los actos indiferentes en sí mismos al fin último del hombre, como el elegir el estar de pie o sentado, no es del todo adecuada, porque no están desligados completamente del último fin humano.

Se explica que ningún acto humano sea independiente absolutamente del fin último, porquelos actos citados, como el correr, pasear, estar de pie o sentado, de manera inmediata son indiferentes al último fin, pero no son, para el hombre, absolutamente indiferentes desde la perspectiva moral, desde la elección entre el bien y el mal, porque, en este caso, la finalidad la imprime su sujeto y está pueda ser buena o mala, según esté o no en consonancia con el último fin.

Así, el querer o no querer estar sentado será bueno o malo, según la finalidad, por ejemplo, para descansar o para no cumplir una obligación. En Dios la elección es entre bienes, que no guardan relación con el último fin.

Necesidad y libertad

La elección, o el acto del libre albedrío, es tan esencial en el sujeto libre, que, según Santo Tomás, la tiene Cristo y también la poseen los bienaventurados, aunque ya no elijan entre el bien y el mal, sino entre bienes, independientes del último fin. A la pregunta de sí Cristo gozó de libre albedrío, no pudiendo, no obstante, no pecar, contesta: «Aunque la voluntad de Cristo está determinada al bien, no lo está, sin embargo, a este bien en concreto. Por tanto, Cristo, como los bienaventurados, podía elegir por su libre albedrío, ya confirmado en el bien»[32].

Debe advertirse, sin embargo, que al igual que en la libertad del hombre hay necesidad, porque quiere de manera natural y necesaria su fin último, el bien o la felicidad, en la libertad divina también se encuentra la necesidad. La necesidad, tanto la humana como la divina, no se opone a la libertad.

En el hombre: «La necesidad natural según la cual se dice que la voluntad quiere algo necesariamente, como por ejemplo la felicidad, no se opone a la libertad de la voluntad, según enseña San Agustín (La ciudad de Dios, 5, c. 10)»[33].

En este lugar citado, San Agustín distingue entre dos nociones de necesidad. La primera es externa. Sobre ella indica que: «Si hemos de llamar necesidad, con relación a nosotros, a aquella fuerza que no está en nuestra mano, sino que, aunque no queramos, ella obra lo que está en su poder, como es la necesidad de la muerte, es evidente que nuestra voluntad, causa de nuestro buen o mal vivir, no está sometida a tal necesidad. En efecto, muchas cosas hacemos que, si no quisiéramos, no las haríamos. Y en primer lugar el querer mismo: si queremos, existe; si no queremos, deja de existir: porque no vamos a querer si no queremos».

La segunda es interna, porque: «si definimos la necesidad como aquello que nos hace decir: “Es necesario que esto sea o suceda así”, no veo por qué la hemos de temer como si nos privase de nuestra libertad. De hecho, no sometemos bajo necesidad alguna la vida y la presciencia de Dios cuando decimos que es necesario que Dios viva siempre y lo sepa todo. Tampoco queda disminuido su poder cuando afirmamos que no puede morir o equivocarse. Cierto que no lo puede, pero si lo pudiera, su poder sería, naturalmente, más reducido. Así que muy bien está que llamemos omnipotente a quien no puede morir ni equivocarse. La omnipotencia se muestra en hacer lo que se quiere, no en sufrir lo que no se quiere. Si esto tuviera lugar, jamás sería omnipotente. De ahí que algunas cosas no le son posibles, precisamente por ser omnipotente»[34].

Si la acción de Dios fuese defectuosa repugnaría a su omnipotencia[35] y, por tanto, es necesario que sea perfecta. Añade San Agustín que: «Esto mismo sucede al decir que es necesario, cuando queremos, querer con libre albedrío. Decimos una gran verdad, y no por ello sometemos al mismo libre albedrío a la necesidad que priva de la libertad. Ahí están nuestras voluntades; son ellas mismas quienes hacen lo que hacemos queriendo. Y no lo harían si no quisiéramos»[36].

El que se siga la propia naturaleza y una naturaleza libre, observa Santo Tomás, no quita la libertad. «La libertad de la voluntad se opone a la violencia o coacción; pero la violencia o coacción no consiste en que algo se mueva de acuerdo a su naturaleza, sino más bien en que este movimiento sea impedido, como por ejemplo cuando se evita que algo pesado descienda. Así, la voluntad desea libremente la felicidad, aunque necesariamente la desee».

En este sentido: «También Dios con su voluntad se ama libremente a sí mismo, aunque se ame a sí mismo necesariamente. Y es necesario que en tanto se ame a sí mismo en cuanto es bueno y que en tanto se entienda en cuanto es verdad». Es necesario que por ser bueno infinitamente se ame infinitamente, al igual que se entiende a sí mismo por ser verdad infinita, que se identifica con su entender infinito y ello libremente»

Puede decirse, por ello, concluye el Aquinate que: «El Espíritu Santo procede libremente del Padre, pero no de una forma posibilista, sino necesaria. Tampoco fue posible que procediera siendo inferior al Padre, antes fue necesario que fuera igual al Padre, como el Hijo que es el Verbo del Padre»[37]

Como indica Francisco Canals, al comentar este pasaje, sobre «la inclinación natural al bien en sí mismo», que se da únicamente en Dios y que se puede llamar «superlibertad», para distinguirla de la elección de bienes contingentes, como ocurre en los actos divinos de creación y gobierno del mundo, que: «Por ser Dios esencialmente Amor y bondad difusiva, es la suma liberalidad de Dios aquella por la cual Del Padre procede el Espíritu Santo (que en la Escritura y en la profesión de fe invocamos como “El Procedente del Padre”) y que en modo alguno queda disminuida en su perfección como si la espiración fuese un acto contingente o si lo que por ella procede fuese una mera creatura. La eterna procesión del Espíritu Santo pertenece constitutiva y necesariamente a la vida divina y el Espíritu es, como el Padre y el Hijo en unidad esencial y trinidad de hipóstasis, un Único Dios viviente e infinitamente perfecto»[38].

Eudaldo Forment

 


Notas

[1] MARCELINO OCAÑA GARCÍA, Molinismo y libertad, Córdoba, Publicaciones Obra Social y Cultural Caja Sur, 2000, p. 253.

[2] Ibíd., Miguel Castillejo Gorraiz, Prólogo, pp. 3-10, p. 3.

[3] ARISTOTELES, Metafísica, I, c. 2, n. 9, 982b26.

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1731.

[5] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 5, a. 4, ad 2.

[6] Ibíd., III, q. 18, a. 4, in c.

[7] Ibíd., I-II, q. 13, a. 3, in c.

[8] Ibíd., I-II, q. 13, a. 6, in c.

[9] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientia,II, I, 25.

[10] Ibíd., II-I, 26.

[11] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 94, a. 2, in c.

[12] Ibíd.

[13] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción, Libertatis conscientia, I, I, 13.

[14] Ibíd., II-I, 26

[15] Ibíd. A la celebre frase de Lenín «La libertad, ¿para qué?», se respondería: para hacer el bien y así ser feliz. Véase: GEORGES BERNANOS, La libertad ¿para qué? (Trad. O. Boutard), Buenos Aires, Librería Hachette, 1947, p. 65.

[16] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 1, a. 7, in c.

[17] Ibíd., I, q. 82, a. 1, in c.

[18] LEÓN XIII, Cata encíclica Libertas praestantissimum, 1.

[19] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas. Sobre la verdad, q. 22, a. 6, in c.

[20] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1732.

[21] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I-II, q. 1, a. 7, ad 1.

[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1733. El pecado, en este lugar citado de San Pablo, es presentado como un general que da como sueldo (stipendia), a los que tiene bajo su poder, la muerte. En cambio, Dios da a los que le sirven la vida eterna y no como sueldo, sino como don (donum), de manera parecida a como lo generales romanos, en ocasiones solemnes daban por pura liberalidad a sus soldados (Rm 6, 23).

[23] Ibíd., n. 1739.

[24] Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción Libertatis conscientia, II, II, 29.

[25]SANTO TOMÁS, Suma Teológica. I, q. 19, a. 10, ob. 2

[26] Ibíd., I, q. 19, a. 10, a.3, in c.

[27] Ibíd., I, q. 19, a. 10, in c.

[28] ÍDEM, Suma contra los gentiles, I, c. 88

[29] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 10, ad 2.

[30] LEÓN XIII, Carta encíclica Libertas praestantissimum, 5.

[31] Ibíd.

[32] III, q. 18, a. 4, ad 3.

[33] IDEM,Cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 10, a. 2, ad 5.

[34] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, V, 10, 1.

[35] Cf. SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 25, a. 3, ad 2.

[36] SAN AGUSTÍN, La ciudad de Dios, V, 10, 1.

[37] SANTO TOMÁS, Cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 10, a. 2, ad 5.

[38] Francisco Canals Vidal, La libertad divina, ejemplar trascendente de toda libertad creada, en IDEM, Tomás de Aquino. Un pensamiento siempre actual y renovador, Barcelona, Scire, 2004, pp. 307-312, p. 309.