Tribunas

En la muerte del amigo: la plenitud del hombre es la entrega a los demás

Salvador Bernal

Dejo el tema previsto para hoy, porque desde el viernes se agolpan en mi memoria recuerdos –motivos de agradecimiento personal- tras la muerte de Alejandro Cantero. Le conocí cuando era director del Colegio Mayor Miraflores de Zaragoza, y acudía yo desde Pamplona para rendir exámenes en la Facultad de Derecho de esa universidad: el Estudio General de Navarra no se había convertido aún en universidad, ni tenía capacidad jurídica de reconocer los estudios realizados en sus aulas. Unos años después, circunstancias de la vida hicieron que le sustituyera en esa tarea universitaria, cuando Alejandro marchó de Zaragoza a Bilbao, para hacerse cargo de la dirección del colegio Gaztelueta. Más tarde, la providencia me haría el regalo de convivir con él durante la friolera de dieciséis años, sin perder luego el contacto, pues los dos seguíamos en Madrid y, aparte de otros motivos, nos veíamos con relativa frecuencia con otros amigos comunes: antiguos residentes de Miraflores que residían también en la capital de España.

Amigo del alma, suele repetirse casi como estereotipo. En el caso de Alejandro, la realidad antropológica –valga la cursilada- es profunda. Hace honor a tantas expresiones con las que, durante su estancia en la tierra, Jesucristo habló y vivió la amistad. Hasta el punto de llamar amigos a sus apóstoles, según relata san Juan en uno de los extensos capítulos finales de su Evangelio: “Os he llamado amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer” (Juan, 15,15).

De esa amistad participó Alex, y la vivió con infinidad de personas. Se cumplieron, pienso, las palabras del Señor que recoge san Juan en el versículo siguiente al citado: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda. Esto os mando, que os améis los unos a los otros”.

Ese amor de benevolencia, por usar una idea clásica, refleja la plenitud de la condición y de la vida humanas. Así se afirma en tantos documentos del Magisterio, que he tenido ocasión de consultar recientemente, cuando preparaba artículos y charlas sobre matrimonio y familia. Esa realidad es consecuencia del hecho decisivo: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza: “llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor”, escribía Juan Pablo II en Familiaris Consortio 11; y añadía: “El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano”.

En su Magisterio, Juan Pablo II se refirió constantemente al Concilio Vaticano II, para profundizar en la verdad de la persona humana. Muchas veces citó el pasaje de Gaudium et Spes, 24: “no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. Desde ahí se abre camino para una plena y radical comprensión y solución de tantos problemas debatidos en nuestro tiempo. Para ganar la vida, hay que entregarla, como bien describió Jesús: “no hay amor más grande que el que entrega la vida por sus amigos”.

Esa donación se refleja en muchas facetas de la vida ordinaria, sencillas, sin espectáculo, a veces sin que llegue a tener conciencia de lo recibido quien se beneficia de una amistad que no busca reconocimientos ni gratitudes, aunque los merezca. Porque la buena amistad es desinteresada, generosa, alegre, leal, atenta, comprensiva, indulgente.

Estos días, ante la dura realidad del amigo fallecido, el creyente se consuela con la convicción de que seguirá siéndolo, y más, desde el Cielo. También, con el recuerdo de hechos bien concretos –algunos quizá excepcionales‑ de su afecto y de sus patentes servicios. Más allá de su capacidad de aplicar sus dotes personales a grandes causas apostólicas, como –en la última etapa de su vida‑ la fundación Centro académico romano: traía con ilusión folletos y videos a nuestras reuniones de amistad, bien persuadido de la necesidad de contribuir generosamente a la formación de sacerdotes del mundo entero, indispensables para la dilatación del reino de Dios en la tierra.

Lo recordaba el prelado del Opus Dei, de viaje pastoral a Santo Domingo, en carta al Vicario de España. Tras referirse a sus dotes estupendas, que puso al servicio de Dios y de las almas, escribía: "No resulta indiferente nuestra lucha, con la que cuenta la Providencia para grandes bienes: ¡cuánta gente ha descubierto horizontes insospechados a través del ejemplo y la tarea que Alejandro ha realizado a lo largo de su vida! Y nuestra jornada –aunque aparentemente sea de poca repercusión‑ tiene valor de eternidad cuando buscamos a Cristo".

Alejandro fue amigo del alma. Se entregó a Dios muy joven, en el Colegio Mayor La Estila de Santiago, donde estudiaba Medicina. La providencia dispondría que en ese Colegio fuesen velados sus restos mortales. Se cerraba así un ciclo de amistad creciente con Dios y con los hombres, reflejo de la universalidad propia del Opus Dei. Sin duda, se le puede aplicar con justicia lo que san Josemaría Escrivá de Balaguer escribió en Forja 565: “En un cristiano, en un hijo de Dios, amistad y caridad forman una sola cosa: luz divina que da calor”.