Nacida en Lima, Perú, el 20 de abril de 1586, sufrió por su
belleza a la que debía el nombre de Rosa, aunque en el
bautismo se le impuso el de Isabel. Fue una india que mecía su
cuna quién un día reparó en la finura de sus facciones, su tez
blanca que realzaba el sonrosado color de sus mejillas
enmarcando el ovalo de un rostro coronado por rubios cabellos,
y decidió llamarla como la flor. Con el tiempo completó su
atractivo una espigada estatura. Pertenecía a una familia
numerosa compuesta por trece hermanos, que se trasladó a
Quives por motivos laborales del cabeza de familia, un
portorriqueño que trabajaba en un oficio relacionado con el
refinamiento de la plata.
Recibió la confirmación de manos
del arzobispo de Lima, santo Toribio de Mogrovejo y en ese
momento ratificó el nombre de Rosa sin que nadie lo hubiese
mencionado antes, ya que por él era conocida la joven. Más
tarde, ella confió a un dominico que hubiera preferido ser
denominada por el de pila, ya que Rosa aludía a la hermosura,
de la que tendía a huir. Él le hizo ver que su alma era una
rosa de la Virgen, y como tal debía custodiarla. A partir de
entonces llevó gozosa el de Rosa de Santa María que ofreció a
Nuestra Señora del Rosario ante cuya imagen solía orar cuando
acudía a la iglesia de santo Domingo.
De todos modos, durante años hizo todo lo posible para que
la belleza con la que estaba adornada no fuese objeto de
atención y tropiezo ni para ella ni para nadie. Ideó diversas
formas para desembarazarse de ese ornato natural que recuerdan
a prácticas de mortificación clásicas en un periodo de la
historia de la ascética. Se clavaba una horquilla en la cabeza
para castigar su vanidad, se aplicaba ungüentos corrosivos en
las manos para afearlas, se cubría el rostro con un velo
tupido, o bien se cortaba los hermosos cabellos de raíz por el
hecho de verlos ensalzados. Al final, aunque estos actos le
ayudaban a progresar espiritualmente, comprendió que ese no
era el camino; que todo sacrificio y mortificación era vano si
no hacía entrega cabal de los defectos que le dominaban, como
su orgullo. Vio la sutileza y el peligro que puede quedar
agazapado también en ciertos ejercicios de ayuno. Así que,
puso todo su empeño en dominar sus pasiones, ejercitándose en
la vivencia de las virtudes. Aceptó humildemente las
indicaciones paternas, y aún contrariándole y sabiéndose
incomprendida las asumió con toda humildad y paciencia.
Solamente las contravino en lo que era sagrado para ella: su
voto de plena consagración a Dios. Su familia insistía para
que contrajese matrimonio, incluso fue cortejada por jóvenes
de la alta sociedad limeña, pero mucho antes ya había labrado
el huerto, bordaba para ayudar económicamente a la familia y
aceptaba las dificultades del día a día, todo con afán de
agradar a su amado; era a lo que su espíritu tendía.
Desde niña rezaba a la Virgen con auténtica devoción. En
una ocasión en la que se encomendaba a Ella, entendió que el
Niño Jesús le decía: «Rosa, conságrame a Mí todo tu amor».
No lo olvidó ni un instante. Su ideal de santidad, junto a
Santo Domingo, era santa Catalina de Siena a la que eligió
como modelo para su vida. A los 25 años se comprometió como
terciaria dominica. Era muy inteligente. Poseía gran agudeza
espiritual, como revelaron los testigos de su proceso. Sus
escritos rezuman la hondura mística que jalonó su vida. Supo
reflejar admirablemente los peldaños del ascenso espiritual
que marcaron su trayectoria, incluidos quince años de aridez.
Vivió centrada en la oración y las mortificaciones: ayunaba
casi a diario, se abstenía de beber, dormía sobre un lecho de
tablas con un palo como almohada, etc. Su morada era una
humilde cabaña que erigió en el huerto familiar con ayuda de
su hermano Hernando. Y la disciplina que puso sobre la cabeza,
una cinta de plata que simulaba una corona de espinas, ya que
estaba conformada nada menos que con 3 hileras de 33 puntas;
desde que se la colocó la mantuvo hasta el fin de sus días. Su
atuendo era una túnica blanca, un manto y velo negros.
Fue paciente, comprensiva y misericordiosa con todos los
que la vituperaron y se burlaron de ella. Auxiliaba a los
pobres, indígenas, mestizos, y enfermos, a los que atendía en
su casa y les animaba a convertirse. Prestó gran ayuda a san
Martín de Porres en su acción caritativa. Tanto amor se
traslucía en su rostro y en sus palabras. El Domingo de Ramos
de 1617, unos meses antes de morir, en la capilla del Rosario
se produjo su «desposorio místico». No le
dieron la palma que esperaba llevar en procesión. Y temiendo
que fuese debido a alguna ofensa contra Dios que hubiera
podido cometer, se postró ante la imagen de María. Entonces el
Niño Jesús le dijo: «Rosa de Mi Corazón, Yo te quiero por
Esposa». Ella respondió: «Aquí tienes Señor a tu
humilde esclava. Tuya soy y Tuya seré».
Al igual que le sucedió a otros santos, también Rosa fue
interrogada por la Inquisición que no pudo alegar nada en
contra de ella, puesto que solo apreciaron su excelsa virtud.
Fue adornada con dones de penetración de espíritus y profecía.
Vaticinó la fundación del monasterio de Santa Catalina de
Siena con todo lujo de detalles, la fecha de su muerte y el
ingreso de su madre en un monasterio, hecho que se produjo
tiempo después de su fallecimiento. La última etapa de su vida
la pasó en casa de Gonzalo de Massa, un hombre destacado del
gobierno virreinal que la acogió como a una hija. Allí se
reunían en torno a ella personas de lo más granado de la
sociedad limeña a las que evangelizaba. En ese lugar se erigió
después el monasterio que lleva su nombre. Rosa sufrió un
ataque de hemiplejía, y cuando su salud se agravó, musitaba:
«Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la
misma medida tu amor». Murió a los 31 años con fama de
santidad el 24 de agosto de 1617. Clemente IX la beatificó el
15 de abril de 1668. Y Clemente X la canonizó el 12 de abril
de 1671.