¿Qué pasaría si se abriesen más las fronteras?

 

Es difícil no conmoverse ante las imágenes que vemos por la televisión. Cientos, miles de personas, huyen de sus países de origen motivados por una razón muy entendible: sobrevivir. A veces, quizá la vida no esté amenazada directamente, pero sí en cierta manera la dignidad del modo de vida. Muchos escapan, simplemente, de una pobreza que no aporta ningún horizonte de futuro.

Otros, cada vez más, escapan de la guerra. Pienso en los sirios. Es evidente que, en Siria, no se puede vivir. Y tampoco en otras regiones en guerra. No es soportable sentirse continuamente en peligro de muerte. La amenaza del mal llamado Estado Islámico es una amenaza excesivamente pesada, máxime si ese peligro se une a una guerra civil que parece no tener fin.

Muchas de estas personas se juegan la vida para llegar a Europa; preferentemente, a los países más ricos de Europa. Y es comprensible, también, que los países receptores de este flujo humano tomen medidas para regularlo.

Todos los países afectados deberían colaborar más. Si los que emigran provienen de países muy pobres, habrá que tratar de que tengan más oportunidades en sus lugares de origen. Si escapan de la guerra, habrá que ser un poco más generosos.

Pío XII escribió en 1952: “La familia de Nazaret en exilio, Jesús, María y José, emigrantes en Egipto y allí refugiados para sustraerse a la ira de un rey impío, son el modelo, el ejemplo y el consuelo de los emigrantes y peregrinos de cada época y país, de todos los prófugos de cualquier condición que, acuciados por las persecuciones o por la necesidad, se ven obligados a abandonar la patria, la amada familia y los amigos entrañables para dirigirse a tierras extranjeras”.

Yo no soy un político. No tengo la capacidad de decidir en estos temas. Pero sí sé que muchos pueblos de España están desiertos. O casi desiertos. ¿No se podría ofrecer a algunos inmigrantes repoblar esos lugares? Creo que sería un bien para ellos y para todos.

Habría que preservar, eso sí, nuestro propio estilo de vida. No cabe venir a un país pretendiendo saltarse las leyes, las costumbres y la civilización que lo configura. Pero, si se diese esa voluntad de integración, ¿por qué no hacer más?

No se puede abandonar a las personas a su suerte. No es razonable que se trafique con seres humanos. Lo que está pasando no puede seguir pasando. Y sé, de sobra, que el problema es muy grave y de difícil solución.

La humanidad es una sola. Y son valores muy preciados la acogida, la hospitalidad y el amor al prójimo. Sin despreciar a nadie, los cristianos que vivimos en Europa deberíamos hacer algo más por nuestros hermanos en la fe que huyen de la presión de islamistas fanáticos. ¡No se les puede dejar solos!

La Iglesia es el inicio de una humanidad nueva, reconciliada. Un signo para el mundo sería, pienso yo, que los católicos tuviésemos alguna iniciativa para acoger a otros católicos que escapan del horror. No solo a ellos, pero primero a ellos.

 

Guillermo Juan Morado.