El título de la carta pastoral del arzobispo de Madrid, Mons.
Carlos Osoro Sierra, para esta semana es "Nunca robemos la
dignidad del hombre". A continuación publicamos el texto
íntegro de la misma:
Al comenzar mi encuentro con vosotros
de todas las semanas, quiero hablaros del resumen que hace el
Señor de los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo como a nosotros mismos. ¿Por qué? En estos meses de
verano y en los días presentes, estamos leyendo, oyendo y
viendo por los diferentes medios de comunicación social las
frecuentes tensiones que amenazan la paz y la convivencia
entre los hombres de todos los pueblos, aunque muy
especialmente algunos se encuentren afectados con más crudeza.
El fenómeno migratorio constituye un dato importante en las
relaciones entre los países y los pueblos. Proviene de
desigualdades injustas e insidiosas, y de derechos no
reconocidos al acceso a los bienes más esenciales: comida,
agua, casa, salud, trabajo, paz, vida de familia. Los
inmigrantes buscan mejores condiciones de vida o salidas en
búsqueda de paz y de salvar sus vidas y las de sus familias, y
llaman a las puertas de Europa. Los problemas que surgen para
su acogida solamente se pueden resolver colaborando todos los
países y teniendo como meta el respeto a la persona: el hombre
es el valor fundamental, vale más que todas las estructuras
sociales en las que participa. La persistente desigualdad en
el ejercicio de los derechos humanos fundamentales ahoga a
tantos hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos. Es un
imperativo para todos el reconocimiento de la igualdad
esencial entre las personas humanas. Nace de su misma dignidad
trascendente y está inscrita en la gramática natural que se
desprende cuando contemplamos el proyecto de Dios sobre toda
la creación. Contemplemos al ser humano desde el valor que
Dios le da.
¡Qué hondura tiene contemplar y acoger lo que dice la
Sagrada Escritura sobre el ser humano! En esa contemplación
escuchamos: “Dios creó al hombre a su imagen; a imagen de Dios
lo creó; hombre y mujer los creó” (Gn 1, 27). Y en esa
contemplación descubrimos las consecuencias que tiene tal
hechura humana: por haber sido creado a imagen de Dios, el ser
humano tiene la dignidad de persona. No es algo, es alguien
con capacidad de conocerse, poseerse, entregarse libremente y
entrar en comunión con otras personas. Por pura gracia está
llamado a una alianza con su Creador, a ofrecerle una
respuesta de fe y amor que nadie puede dar en su lugar (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 357). Solamente desde el
horizonte que Dios le ha dado, se puede comprender al ser
humano. Desde esta perspectiva admirable en todos los aspectos
es desde donde podemos comprender la tarea que le ha confiado
al ser humano de madurar en su capacidad de amor y de hacer
progresar el mundo en justicia, verdad, paz, fraternidad,
unidad, defensa de la vida y ver al prójimo como a uno mismo.
Hay urgencia y necesidad de anunciar el Evangelio, de entregar
la alegría del Evangelio, en un mundo de muchas conquistas, de
grandes descubrimientos, pero de grandes robos de la dignidad
de las personas. Jesús ha venido a este mundo a darnos su vida
para que aprendamos a enriquecer al ser humano, para que
descubramos que vivir junto a los otros es siempre
enriquecerlos en su verdad plena, en la justicia verdadera.
Como nos ha dicho el Papa Francisco en la bula del Jubileo
de la Misericordia, “el amor, después de todo, nunca podrá ser
una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida
concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se
verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su
responsabilidad con nosotros. Él se siente responsable, es
decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de
alegría, serenos. [...] Como ama el Padre, así aman los hijos”
(Misericordiae vultus, 23). Hoy ese amor en nuestra vida tiene
rostros concretos en los que se debe mostrar: los refugiados,
los emigrantes, los pobres. ¡Qué bien lo decía san Agustín!
“Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido salvarnos
sin nosotros” (Sermón 169, 11, 13: PL 38, 923). En el origen
de las tensiones, luchas y enfrentamientos entre nosotros, que
nacen de las frecuentes afrentas de la dignidad de todo ser
humano, la Iglesia se hace pregonera de los derechos
fundamentales de cada persona que habita esta tierra. La
convivencia y el logro de la fraternidad entre los hombres
necesita que se establezca un límite claro entre lo que es
disponible y lo que no lo es: no se puede disponer de la
persona, no se le puede robar su dignidad, hay que respetar
los derechos que le ha dado el mismo Creador. Y todos,
personas, instituciones y fuerzas sociales, hemos de buscar no
hacer intromisiones indebidas en ese patrimonio indisponible
del ser humano.
La persona emigrante, refugiada, prófuga, desplazada,
objeto de trata, pobre en todas sus dimensiones, quien por
diversas causas y motivos tiene que marchar fuera de su país
de origen, tiene derecho a encontrarse con quien les diga como
el apóstol Pablo: “También yo fui conquistado por Cristo
Jesús”. Añadió algo fundamental: “Sed imitadores míos” (cf.
Fil 3, 12-17). Y es que, quien se ha dejado conquistar por
Cristo, tiene su Vida e imita a Cristo, da siempre como
Jesucristo hasta su vida, construye, rehace a quien se
encuentra, le hace vivir desde la profundidad a la que él ha
llegado con Jesucristo, pone fundamentos a su vida que le
hacen no solo vivir seguro a él, sino también da seguridad a
quien se encuentra en el camino. Trabajemos incansablemente
por quienes llegan de otros lugares. Hagamos que se reconozcan
sus derechos, y todo lo que está en nuestra mano para que
todos los que llegan encuentren hermanos que les reconocen en
su dignidad de “imagen y semejanza de Dios”. Esto es un don y
una tarea inaplazable. El don nos ha sido regalado por Dios;
Él desea que esta tarea la hagamos con quienes nos
encontremos, reconociendo la grandeza de ese don y haciendo lo
posible para que se desarrolle en su plenitud.
Vivir en la alegría del Evangelio no es secundario. Cuanto
más unidos estemos a Jesucristo, más solícitos seremos con el
prójimo, más reconoceremos su dignidad; nos sentiremos
“hermanos”, y veremos cómo el tesoro de la fraternidad nos
hace practicar la hospitalidad. ¿Cómo no vamos a hacernos
cargo de las personas que se encuentran en penuria, en
situaciones y condiciones difíciles? ¿Cómo no salir al
encuentro de quien tiene necesidad de que se le reconozca su
dignidad? ¿Qué dignidad? No existe otra más sublime y suprema
que la que da Dios mismo a todas las personas sin excepción.
Los seres humanos no podemos poner medidas que limitan el
reconocimiento de esa dignidad, sin caer nosotros mismos en el
abismo de la indignidad. “No os olvidéis de mostrar
hospitalidad, porque por ella, sin saberlo, algunos hospedaron
ángeles” (Hebreos 13, 2). La construcción de un mundo
habitable, de esta “casa de todos” en la que nadie tiene que
desplazarse forzosamente, no es cuestión secundaria, sino
fundamental. El Dios que se revela en Jesucristo exige
construir la convivencia desde derechos inalienables, iguales
para todos. Su fundamento y garante es Dios. Nosotros somos
llamados a ser “guardianes de nuestros hermanos” (Gen. 4, 9).
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Arzobispo de Madrid