Dulce Nombre de María, antes de la Batalla de Viena

San Joaquín, Santa Ana y la Virgen

Dulce Nombre de María. ¡Qué tierno suena en español!, mucho más que el formal de Santo Nombre, y es que a las Españas (península y Américas) le debe mucho esta fiesta, que a semejanza del Santo Nombre de Jesús, se celebraba en la octava de la Natividad. Lo judíos ponían el nombre a los ocho días.

La fiesta estuvo desaparecida unos años, en 1969 el «deformador» litúrgico Annibale Bugnini firmaba su acta de defunción: «Se suprime, por estar incluida en la fiesta de su Natividad» (el 8 de septiembre). Que a mí me suena a una macabra antítesis al adagio bernardino «de Maria nunquam satis»

Rescató la memoria San Juan Pablo II con la tercera edición típica del Misal Romano (2002). Nunca lo sabremos, pero no parece descabellado que pesase en el alma del Papa santo la ausencia una advocación también muy ligada a la historia de su pueblo, Polonia.

Y es que la fiesta del Dulce Nombre de María se extendió a toda la Iglesia como decisión de Inocencio XI, en 1683, en reconocimiento a la protección de la Virgen sobre las tropas cristianas que habían liberado Viena del sitío turco, en una de las batallas más trascendentales de la historia de la humanidad.

Los otomanos avanzaban sobre Europa, la coalición católica estaba desunida. El rey francés quería sacar tajada del asunto y apoyaba al turco. Juan (Jan III) Sobieski, rey de Polonia, decidió liderar la coalición, abandonando su patria marchó al mando del ejército. Al llegar a Viena los turcos doblaban a los cristianos. El enviado papal, Marco D’Aviano, consiguió unir a todo el ejército bajo el mando del rey polaco.

El 12 de septiembre de 1683, a primerísima hora, D’Aviano celebró misa a la que asistió Jan Sobieski, en las ruinas del convento camaldunense. Al terminar comenzó el ataque contra los turcos, la brutal carga de la caballería polaca con su rey al frente terminó la batalla. En 30 minutos, Sobieski había desecho al ejército turco que batía en retirada. Mandó enviar al papa las nuevas de victoria que comenzaban cambiando las palabras de Julio César por «veni, vidi, Deus vici».

Polonia había salvado al mundo. Supongo que también ‘coincidencias de la vida’, fue San Juan Pablo II quien beatificó a Marco D’Aviano en 2003.

Está bien, todo esto es emotivo y bonito, pero ¿cuál es la relación con el Dulce Nombre de María? Otra ‘coincidencia’: simplemente que el papa Inocencio XI era terciario trinitario; pero para conocer esta parte de la historia nos tenemos que remontar 170 años a una pequeña capilla de la catedral de Cuenca. Allí, en 1513, se celebra litúrgicamente, con bula de León X, el Santo Nombre de María por primera vez, advocación que había difundido especialmente San Bernardino de Siena y que contaba con larga tradición de Padres de la Iglesia y santos, como San Lorenzo de Brindis que llega a afirmar: «Sería equivocado pensar que este nombre glorioso de María no está lleno de misterios o que no está divinamente inspirado, como lo estuvieron los de Jesús y Juan Bautista»

El asunto de la bula leonina está discutido, pero es el argumento que se utilizó para que la fiesta saltase de Cuenca al mundo. Ya con el tridentino Missale Romanum de 1570 aprobado, el canónigo conquense Juan del Pozo Palomino obtuvo bula de Sixto V en 1587 para celebrarla. Comienza entonces el baile de fechas, y para que no coincida con la octava de la Natividad (el día 15 de septiembre) se fija el 17. Durante aquellos años el prior del convento de los Trinitarios de Cuenca era un desconocido San Simón de Rojas, tan mariano que era conocido como el Padre Ave María, pues siempre empezaba así sus homilías y dicen que fueron sus primeras palabras de niño.

Simón de Rojas desempeñó un papel destacado tiempo después en la corte española, amigo y confesor de reyes, reinas y príncipes. Predicador popular, fundador de la Congregación de los Esclavos del Dulcísimo Nombre de María para el servicio de pobres y enfermos de Madrid. Y de este modo la devoción al Dulce Nombre de María quedó incorporada a la Orden Trinitaria y a España.

Cuando el rey Felipe III le ofreció lo que quisiese como agradecimiento a servicios prestados, pidió a Felipe III que se tramitara en Roma la extensión de la fiesta del Dulce Nombre de María, lo que no se materializó hasta 1622, ya bajo el reinado de Felipe IV.

A la muerte de San Simón, tomó el relevo Leonor de Guzmán, Marquesa de Monterrey, para extender la fiesta que ya celebraba toda la Orden Trinitaria a las diócesis de las Españas y aunque se le denegó, a la estela de la petición, ya con Urbano VIII, obtuvieron permiso los dominicos, franciscanos, agustinos, carmelitas, mercedarios, jesuitas y mínimos. También las diócesis de Sevilla, Lima, León en Nicaragua, Cartagena de Indias, Panamá, Puerto Rico, Arequipa y Santiago de Cuba; la mayoría de los obispos eran trinitarios.

En 1671, a petición de la Corona, el Papa, por fin, otorga que pueda celebrarse en todas las Españas y se concede indulgencia plenaria a cuantas personas participaran en la celebración de la misa en dicha fiesta del Nombre de María.

Así que, en estas estábamos cuando llega 1683 y el papa es un trinitario que tan hondamente tenía arraigada la devoción, y en acción de acción de gracias cambió la fecha del 17 al 12 y la hizo extensible a toda la Cristiandad.

El resto de la historia ya la conocéis. Lo dejo acá que bien largo me ha quedado, no sin antes felicitar a todas las que lleváis por nombre su Dulce Nombre y aprovechar para recitar el «Proprio» tan oportuno para estos tiempos:

Concede, quaesumus, Omnipotens Deus: ut fideles tui, sub qui Sanctissimae Virginis Mariae Nomine et protectione laetantur; eius pia intercessione un cunctis Malis liberentur in Terris, et ad gaudia aeterna pervenire mereantur en caelis.

 


Nota

He tomado la mayoría de los datos de:
Aliaga, Pedro, “La Fiesta del Santo Nombre de María: Itinerario histórico-litúrgico”, Ephemerides Mariologicae, 51, octubre-diciembre 2001, pp 489-507