XXVI. Existencia y naturaleza de la reprobración

Voluntad divina salvífica universal           

            Una dificultad para la doctrina de la predestinación, que parece insoluble, se encuentra en la Sagrada Escritura. Santo Tomás la presenta, en último lugar, en el artículo que dedica a la elección divina, que incluye la predestinación, del siguiente modo: «Toda elección implica una selección. Pero “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4). Luego, la predestinación, que preordena a los hombres a la salvación, no requiere elección»[1].

            Su respuesta es muy breve: «Que todos los hombres se salven, lo quiere Dios, como se ha dicho (I, q. 19, a. 6), antecedentemente, que no es querer en absoluto, sino hasta cierto punto, pero no consecuentemente, que es querer en absoluto»[2].

            En el artículo, al que remite el Aquinate, explica que: «Las palabras del apóstol: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2, 4) se pueden entender de tres maneras»[3].

            La primera la toma de San Agustín, que, al referirse a este pasaje de San Pablo, escribe: «Cuando oímos o leemos en las sagradas letras que Dios quiere que todos los hombres sean salvos, aunque estamos ciertos de que no todos se salvan, sin embargo, no por eso hemos de menoscabar en algo su voluntad omnipotente, sino entender de tal modo la sentencia del Apóstol: “Dios quiere que todos los hombres se salven” (1Tim 2, 4)como si dijera que ningún hombre llega a ser salvo sino a quien El quiere salvar; no en el sentido de que no haya ningún hombre más que al que quisiere salvar, sino que ninguno se salva, excepto aquel a quien El quisiere»[4].

            Este sería el sentido de las palabras del Apocalipsis de que en la celestial Jerusalén: «No entrará en ella ninguna cosa contaminada, ni ninguno que cometa abominación y mentira; solamente los que están escritos en el Libro de la vida del Cordero»[5].

            Concluye San Agustín: «Y por eso hemos de pedirle que quiera, porque es necesario que se cumpla, si quiere. Pues de la oración a Dios trataba el Apóstol al decir esto. De este mismo modo entendemos también lo que está escrito en el Evangelio: “El es el que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9) ; no en el sentido de que no haya ningún hombre que no sea iluminado, sino porque ninguno es iluminado a no ser por El»[6].

            En la interpretación de la afirmación de San Pablo «Dios quiere que todos los hombres se salven», en su Comentario a la primera epístola a Timoteo, Santo Tomás asume este significado, que coloca en el segundo lugar. La voluntad de beneplácito, explica, puede entenderse: «que sea una distribución acomodada, esto es, todos los que se salvarán, porque nadie se salva sino por su voluntad (de Él); así como en una escuela el maestro enseña a todos los niños de esta ciudad, porque nadie es enseñado sino por él»[7].

            En la Suma teológica, el Aquinate, añade esta otra manera de comprenderse el versículo de San Pablo: «Segunda, en el sentido de referirse a todas las categorías de hombres, aunque no a todos los individuos de cada clase»[8].

            Cita también el texto citado de San Agustín, en el que se da una segunda interpretación. La sentencia del Apóstol podría entenderse: «no en el sentido de que no haya ningún hombre a quien El no quisiere salvar, puesto que no quiso hacer prodigios entre aquellos de quienes dice que habrían hecho penitencia, si los hubiera hecho; sino que entendamos por “todos hombres”  todo el género humano distribuido por todos los estados: reyes, particulares, nobles, plebeyos, elevados humildes, doctos, indoctos, sanos, enfermos, de mucho talento, tardos, fatuos, ricos, pobres, medianos, hombres, mujeres, recién nacidos, niños, jóvenes, hombres maduros, ancianos; repartidos en todas las lenguas, en todas las costumbres en todas las artes, en todos los oficios, en la innumerable variedad de voluntades y de conciencias y en cualquiera otra clase de diferencias que puede haber entre los hombres; pues ¿qué clase hay, de todas éstas, de donde Dios no quiera salvar por medio de Jesucristo, su Unigénito, Señor nuestro, a hombres de todos los pueblos y lo haga, ya que, siendo omnipotente, no puede querer en vano cualquiera cosa que quisiere?»[9].

            Igualmente aparece este sentido en el Comentario a la primera epístola a Timoteo. Un  modo de entender la cita de San Pablo es «que sea una distribución según los géneros de cada uno, no según cada uno de los géneros, es decir, no excluye de la salvación ningún género o raza de hombres; porque antiguamente a sólo los judíos, ahora a todos se ofrece. Y esto está más de acuerdo con la intención del Apóstol».

            En este Comentario pone, en primer lugar, como primer modo de interpretarse, que no aparece en la Suma, que: «sea una locución causal, como cuando se dice que Dios hace algo porque hace que otros lo hagan, como en Rom 8, 26: “el mismo Espíritu hace nuestras peticiones”, es decir, hace que pidamos. Así quiere pues Dios, porque hace que sus santos quieran que todos se salven; pues este querer deban tenerlo los santos que no saben quiénes están predestinados y quienes no»[10].

 

Voluntad antecedente y voluntad consiguiente

            La tercera y última interpretación que presenta Santo Tomás es la de San Juan Damasceno, el último padre de la Iglesia. «Según el Damasceno (De Fide Ortodoxa, II, c. 29) se entiende de la voluntad antecedente, pero no de la consiguiente, distinción que no recae sobre la misma voluntad de Dios, en la que no hay antes ni después, sino sobre las cosas que quiere. Para explicarlo, tómese en cuenta que Dios quiere a cada cosa en la medida del bien que posee. Pues bien, se da el caso que cosas que, al primer aspecto y consideradas en absoluto, son buenas o malas, en determinadas condiciones, que es el segundo aspecto, son todo lo contrario. Por ejemplo, en absoluto, es bueno que un hombre viva y es malo matarlo; pero si, resulta, que tal hombre es homicida o que su vida es un peligro para la sociedad, es bueno matarlo y malo que viva; y por esto se puede decir que un juez justiciero quiere con voluntad antecedente que todo hombre viva, pero con voluntad consecuente, quiere que se ahorque al malhechor. Pues de manera análoga, Dios quiere con voluntad antecedente que todos los hombres se salven, pero con voluntad consecuente quiere que algunos se condenen, porque así lo requiere su justicia».

            Comenta seguidamente el ejemplo del juez, para explicar más claramente la diferencia entre la voluntad antecedente o absoluta de Dios del bien que tienen las cosas y la voluntad consecuente o consiguiente, según la particularización y circunstancias. «Lo que nosotros queremos con voluntad antecedente, no lo queremos en absoluto y sin reservas, sino hasta cierto punto. La razón es porque la voluntad se refiere a las cosas tal cual son en sí mismas, y en la realidad existen particularizadas, por lo cual queremos sin reservas una cosa cuando la queremos vistas todas sus circunstancias particulares, y esto es precisamente querer con voluntad consecuente. Por esto se puede decir que el juez recto quiere en absoluto que se ejecute al malhechor, y de cierta manera quiere que viva por cuanto se trata de un hombre, por lo cual más bien puede llamarse la suya veleidad que no voluntad absoluta»[11]. En el ejemplo, en realidad, la voluntad antecedente no es absoluta, sino que es una voluntad con «veleidad», o volubilidad, y la voluntad consecuente es la absoluta.

            Queda todavía más clara la distinción entre la voluntad antecedente y consecuente, que es de gran importancia para comprender de algún modo la predestinación y la reprobación, en el pasaje del Comentario de la primera epístola a Timoteo, que explica los sentidos de la voluntad de beneplácito. Sitúa  como cuarto y último lugar: «Que se entienda, según Damasceno, de la voluntad antecedente, no de la consecuente; porque aunque en la voluntad divina, no haya primero ni postrero, antes ni después, dícese con todo antecedente y consecuente».

.           Nota que la distinción es: «según el orden de las cosas queridas». Por ello: «Puede considerarse la voluntad en universal o absolutamente, y según algunas circunstancias y en particular. Y primero es la consideración absoluta y de manera universal que en particular y comparada. Por esto la voluntad absoluta es como antecedente y la voluntad de alguna cosa en particular como consecuente».

            El ejemplo, que pone a continuación, es el siguiente: «El mercader que quiere absolutamente salvar todas sus mercancías, y esto con voluntad antecedente; más si considera su salvación, no quiere salvarlas todas en comparación de otras cosas, a saber, si caso que las salvara se siguiese el naufragio. Y esta voluntad es consecuente. Así en Dios la salvación de todos los hombres en sí considerada tiene razón para ser querida; y el Apóstol así habla aquí, y así su voluntad es antecedente. Mas si se considera el bien de la justicia y el castigo de los pecados, entonces ya no quiere; y ésta es la voluntad consecuente»[12].

 

Definición de reprobación

            Dios quiere que todos los hombres se salven, sin embargo, es innegable que también reprueba a algunos. Lo confirman varios pasajes de las Sagradas Escrituras. En uno de ellos, en la Epístola a los Romanos, se lee: « Queriendo Dios mostrar su ira y dar a conocer su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira dispuestos para la perdición»[13]; y en el Evangelio según San Mateo: «Entonces dirá también a los que estén a la izquierda: “Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que está preparado para el diablo y para sus ángeles”»[14].

            En la cuestión de la Suma Teológica, dedicada a la predestinación, afirma Santo Tomás: «Dios reprueba a algunos. Se ha dicho que la predestinación es una parte de la providencia y que a la providencia pertenece permitir algún defecto en las cosas que le están sometidas. Pues bien, como los hombres están ordenados a la vida eterna por la providencia divina, a la providencia divina pertenece también permitir que algunos no alcancen este fin, y a esto se llama reprobar».

            Sobre el hecho de la reprobación, o el que Dios permita que algunos hombres no alcancen la salvación, expresado explícitamente en la revelación divina, el Aquinate explica seguidamente: «Así pues, lo mismo que la predestinación es una parte de la providencia respecto a los que están ordenados por Dios a la salvación eterna, la reprobación es una parte de la providencia respecto a los que no han de alcanzar este fin».         

            La reprobación implica la presciencia o conocimiento del futuro, pero no le añade, como la predestinación, la causalidad de los bienes de la salvación, sino la permisión de la causalidad de los condenados, porque: «la reprobación no incluye solamente la presciencia, sino que, según nuestro modo de entender, le añade algo, como lo añade la providencia, según se ha dicho, pues así como la predestinación incluye la voluntad de dar la gracia y la gloria, la reprobación incluye la voluntad de permitir que alguien caiga en la culpa, y por la culpa aplicarle la pena de condenación»[15].

            Si la predestinación es positiva, puede decirse que la reprobación es negativa en cuanto el decreto de la voluntad divina es la de permitir el pecado y una vez previsto condenarlo. No hay una reprobación positiva o de condenar antes de haber previstos los pecados.

            En este sentido escribía San Agustín: «¿qué dices de Isaac, al que nada posible o imposible se le intimó, y, sin embargo, habría perdido la vida, de no ser circuncidado al octavo día? ¿No ves, en fin, que el precepto dado por Dios al primer hombre era de posible y fácil cumplimiento; y que fue por esta violación y desprecio de este mandato de un solo hombre, como en masa común de origen, por lo que arrastró con su pecado a todo el género humano, herencia común, y de ahí viene el “duro yugo que pesa sobre los hijos de Adán desde el día de su nacimiento hasta el día de su sepultura en la madre de todos” (Eclo 40, 1) Y como de esta generación maldita de Adán nadie se ve libre si no renace en Cristo, por eso Isaac habría perecido de no recibir el signo de esta regeneración; y con plena justicia, pues, habría salido de esta vida, en la que entró condenado por su nacimiento carnal, sin el signo de la regeneración. Y si éste no es el motivo por el que Isaac habría perecido, indícame otro. Dios es bueno y justo; puede salvar a algunos porque es bueno, sin que lo hayan merecido; pero a nadie puede condenar sin motivo, porque es justo. Un niño de ocho días, sin pecado personal, ¿puede ser condenado, por no ser circuncidado, si no le hiciese digno de esta condena el pecado original?»[16]. Además del pecado original, en los adultos están los pecados personales.

            En este mismo artículo de la Suma, también el Aquinate rechaza una reprobación antes de la presciencia de los pecados, que se  expresa en la siguiente objeción: «Si Dios reprueba a algún hombre es preciso que la reprobación sea para los reprobados lo que la predestinación para los predestinados. Pues como la predestinación es causa de la salvación de los predestinados, la reprobación sería causa de la perdición de los réprobos, y esto es falso, porque en Óseas se dice: “De ti, Israel, viene tu perdición; sólo en mí está tu socorro” (Os 13, 9). Luego, Dios no reprueba a nadie»[17].

            La respuesta de Santo Tomás es que Dios reprueba, pero no lo hace sin la previsión de su pecados, porque: «La reprobación en cuanto causa no obra lo mismo que la predestinación. La predestinación es causa de lo que los predestinados esperan en la vida futura, o sea de la gloria, y de lo que reciben en la presente, que es la gracia. Pero la reprobación no es causa de lo que tienen en la vida presente, que es la culpa, y, en cambio, es causa de lo que se aplicará en lo futuro, esto es, del castigo eterno. Pero la culpa, proviene del libre albedrío del que es reprobado y abandonado por la gracia y, por tanto, se cumplen las palabras del profeta: “De ti, Israel, viene tu perdición” (Os  13, 9)»[18].

 

Causa de la reprobación

            Al no dar la salvación a algunos, Dios no lo hace por un acto positivo de su voluntad, como si les excluyera de este beneficio, que, por otro lado, no es debido a nadie. Si su voluntad quiere la salvación de todos, no puede admitirse la exclusión positiva de nadie. Únicamente, de manera negativa como castigo del pecado previsto y permitido por Dios, y que ha sido cometido por el pecador con su voluntad libre. Supuesta la voluntad salvífica universal, entendida con la salvedad de la voluntad del pecador, y en atención a los méritos de Cristo, que «murió por todos»[19], a nadie por parte de Dios le faltarán los medios necesarios y suficientes para obtener la salvación.

            Dios ofrece a todos lo que necesitaban para salvarse, si hubieran querido. Ningún condenado se podrá quejar de no haber recibido las gracias suficientes, a las que si no hubiera opuesto impedimento, habría recibido además las gracias eficaces que le hubieran llevado a la salvación. Así lo declaró el concilio de Trento: «Si alguno dijere que no participan de la gracia de la justificación, sino los predestinados a la vida, y que todos los demás que son llamados lo son en efecto, pero que no reciben gracia, como que están predestinados a lo malo por el poder divino, sea anatema»[20].

No representa ninguna dificultad que, para salvarse, sea necesario tener fe y creer en unos contenidos explícitos, porque: «El objeto propio de la fe es aquello que hace al hombre bienaventurado. En cambio, pertenece accidental y secundariamente al objeto de la fe todo cuanto en la Escritura se contiene, como que Abrahán tuvo dos hijos, que David fue hijo de Isaí, y cosas semejantes. Por lo tanto, en cuanto a las verdades primeras de la fe, que son los artículos (del Credo o de los símbolos de la fe), debe el hombre creerlos explícitamente, con la misma necesidad como está obligado a tener fe. Más, respecto de los otros creíbles, no está obligado a creerlos explícitamente, sino sólo implícitamente, o en la disposición de ánimo, en cuanto está preparado a creer todo lo que en la divina Escritura se contiene. En todo caso, sólo está obligado a creer explícitamente cuando le conste que se halla contenido en la doctrina de fe»[21].

            Desde esta importante observación, repara el Aquinate, en otro lugar, que: «No se sigue  inconveniente alguno que todos los tengan que creer explícitamente algo, si alguno se nutre en  las selvas o entre animales salvajes; porque pertenece a la divina providencia proveer a cada uno lo necesario para la salvación, con tal de que no lo impida por su parte. Así pues, si alguno de los así nutridos, llevado de la razón natural se guía en el deseo del bien y en la huída del mal, certísimo es que Dios le revelará por una interna inspiración   las cosas que hay que creer necesariamente o le enviará algún predicador de la fe, como envió Pedro a Cornelio (Hch, 10)»[22].

            La reprobación tampoco quita la libertad al reprobado, tal como se presupone en la siguiente objeción  a que Dios repruebe algún hombre: «A nadie se debe hacer cargo de lo que no puede evitar. Pero si Dios reprueba a alguno, es inevitable que perezca, porque en el Eclesiastés se dice: “Considera las obras de Dios, que ninguno puede enmendar al que Él desechó” (Ecl 7, 14). Por consiguiente, no se podría imputar a los hombres su perdición, y como esto es falso, síguese que Dios no reprueba a nadie»[23].

            Responde Santo Tomás que: «La reprobación de Dios no merma en nada el poder del reprobado, y, por tanto, cuando se dice que el reprobado no puede conseguir la gracia, no se entiende en el sentido de una imposibilidad absoluta, sino de una imposibilidad condicional, a la manera como se ha dicho ser necesario que el predestinado se salve, pero con necesidad condicional, que no destruye el libre albedrío. De aquí, pues, que, si bien el que ha sido reprobado por Dios, no puede alcanzar la gracia, sin embargo, el que caiga en este o en el otro pecado proviene de su libre albedrío, y, por tanto, con razón se le imputa como culpa»[24].

 

Causa de la predestinación

            Si el pecado y el correspondiente demérito son la causa de la reprobación, no ocurre de manera parecida con los méritos y la predestinación. En el artículo de la cuestión de la predestinación –que trata de «si la predestinación tiene alguna causa por parte de sus efectos, o lo que es lo mismo, si Dios predeterminó que Él daría a alguien el efecto de la predestinación por algún merecimiento»–, expone varias doctrinas.

            Una de ellas es que: «La razón o causa del efecto de la predestinación son los méritos preexistentes en esta vida, y así los pelagianos sostuvieron que el principio del bien obrar procede de nosotros, y la consumación, de Dios, y que, por tanto, el motivo de que dé a uno y no a otro el efecto de la predestinación proviene de que el primero suministró el principio preparándose, y el segundo, no».

            Nota seguidamente Santo Tomás que: «Contra esta opinión dice el Apóstol (en 2 Cor 3, 5): “de nosotros no somos capaces de pensar algo como de nosotros mismos”; y no es posible hallar un principio anterior al pensamiento. Por consiguiente, no se puede decir que haya en nosotros principio alguno que sea motivo del efecto de la predestinación».

            Por tener en cuenta estas palabras de la Escritura, hay otra doctrina, en la que se sostiene que: «La razón de la predestinación son los méritos que siguen a su efecto; y esto quiere decir que, si Dios da la gracia a alguno y predeterminó que se la había de dar, es porque previó que había de usar bien de ella, a la manera como el rey da un caballo al soldado que sabe ha de usar bien de él».

            A los que explican la predestinación después de previstos los méritos, les objeta el Aquinate que: «Estos parecen haber distinguido entre lo que pertenece a la gracia y lo que pertenece al libre albedrío, como si el mismo efecto no pudiese  provenir de ambos. Es indudable que lo que procede de la gracia es efecto de la predestinación; pero esto no se puede poner como razón suya, puesto que está incluido en ella». Por la predestinación se confiere la gracia y ésta es la causa del mérito. Por consiguiente, como efecto de la predestinación, no puede  ser su causa.

            Todavía podría pensarse de otro mérito, que no fuese efecto de la gracia. Sin embargo: «Si, pues, hubiera de nuestra parte alguna otra cosa que fuese razón de la predestinación, habría de ser distinta del efecto de la predestinación. Pero lo que procede de la predestinación y del libre albedrío no lo es, por lo mismo, que no son cosas distintas lo que procede de la causa primera y de la segunda, y la providencia divina produce sus efectos por las operaciones de las causas segundas. Por consiguiente, lo que se hace por el libre albedrío proviene de la predeterminación». Todo mérito, aunque haya intervenido en su producción el libre albedrío, es causado por la gracia.

            Para determinar el verdadero papel de lo méritos en la causalidad de la predestinación, observa Santo Tomás  que debe tenerse en cuenta que en ella el efecto puede considerarse de dos maneras. «Una, en particular, y de este modo no hay inconveniente en que un efecto de la predestinación sea causa de otro: el posterior del anterior en el orden de la causa final, y el anterior, del posterior en calidad de causa meritoria, que viene a ser como una disposición de la materia. Es como si, por ejemplo, dijéramos que Dios predeterminó que había de dar a alguien la gloria por los méritos contraídos, y que le había de dar la gracia para que mereciese la gloria».

            En una predestinación concreta, una gracia, el correspondiente  mérito y  la gloria, a la que lleva, hay que afirmar, por un lado, que el mérito es causa final de la gracia y la gloria del mérito; por otro, que la gracia es causa, no eficiente, sino como si fuese material o dispositiva, del mérito y éste de la gloria. La gracia concreta no es causa eficiente de los actos meritorios, porque si toda gracia es gratuita también lo son las obras hechas por la gracia y bajo la gracia.

            Continúa explicando el Aquinate que: «La otra manera como se puede considerar la predestinación es en común, y, así considerada, es imposible que el efecto de toda la predestinación en conjunto tenga causa alguna por parte nuestra, porque cuanto de lo que se ordena a la salvación hay en el hombre, todo está comprendido bajo el efecto de la predestinación, incluso la misma preparación para la gracia, pues ni ésta se hace sin el auxilio divino, según se lee en Jeremías: “Conviértenos, Señor, a ti y nos convertiremos” (Lam 5, 2). Sin embargo, la predestinación, en este sentido, tiene por causa, por parte de sus efectos, la bondad divina, a la que se ordena todo el efecto de la predestinación como a su fin y de la que procede como de su causa motriz»[25].

            En la predestinación, en cuanto está en su sujeto pasivo, no hay nada que sea causa, en ningún sentido, de la misma. En ella, todo es efecto de la misma predestinación. Incluso lo que podría considerarse como causa material por ser como «preparación» de la gracia es también efecto de la misma predestinación.

 

La elección preferencial de Dios

            Dios elige a unos, predestinándoles a la gloria, haciendo que con su gracia  perseveren libremente en el bien, e incluso si ponen  también libremente obstáculos a la misma, elige a algunos de ellos y elimina estos impedimentos con una gracia extraordinaria y les predestina. A otros, sin embargo, permite que continúen rechazando las gracias que da a todos los hombres para que se salven, y les reprueba por el pecado que tienen sin ellas. Dado que la predestinación en su conjunto es totalmente gratuita y nadie  la puede merecer, surge el problema de la razón de estas elecciones de unos  con preferencia de otros.

            Santo Tomás presenta esta tremenda pregunta en la siguiente objeción a la tesis que la predestinación es anterior a los méritos previstos de los predestinados: «”En Dios no hay iniquidad” (Rm 9, 14), como dice el Apóstol. Parece inicuo dar trato desigual a los que son iguales, y todos los hombres son iguales por naturaleza y por el pecado original, y la desigualdad entre ellos sólo proviene del mérito o demérito de sus acciones. Así pues, Dios no prepara a los hombre un trato desigual, predestinando a unos y reprobando a otros, como no sea porque conoce previamente la diferencia de sus merecimientos»[26]. Por consiguiente, la predestinación al igual que la reprobación se realiza después de prever los méritos y deméritos.

            Para confirmar que el conocimiento previó de los méritos no es causa de la predestinación, Santo Tomás  responde con la explicación de la razón de las preferencias de Dios en su selección: «La razón de la predestinación de unos y de la reprobación de otros se puede hallar en la misma bondad divina. En efecto, si Dios lo hizo todo por su bondad, fue para que la bondad divina estuviese representada en las cosas. Pero la bondad divina, que en sí misma es una y simple, tiene que estar representada en las cosas de múltiples maneras, porque las criaturas no pueden alcanzar la simplicidad de Dios. De aquí, pues, que para la perfección del mundo se requieran seres de diversos grados, de las cuales unos ocupen en el universo sitio elevado y otros lugar ínfimo y que para conservar en las cosas la multiplicidad de grados permita Dios que sobrevengan algunos males, con objeto de que no se impidan muchos bienes, según se ha dicho en q. 2, a. 3, ad 1 y en, q. 22, a. 2»[27].

            En el primer texto citado escribe Santo Tomás: «Dice San Agustín en Enquiridion: “Pues Dios omnipotente, como confiesan los mismos infieles, “universal Señor de todas las cosas", siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiese algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiese sacar bien del mismo mal” (Enquiridion o Manual de la fe, de la esperanza y de la caridad, c. 11). Luego pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos obtener los bienes»[28].

            En el segundo texto, explica el Aquinate que la existencia de «los defectos y corrupciones de los seres naturales»[29]  no implican que: «Dios no pueda impedirlo, y en este caso no sería omnipotente, o porque no tiene cuidado de todas las cosas»[30], y entonces no sería providente. Son igualmente objeto de la providencia, porque: «entran en el plan de la naturaleza universal, por cuanto la privación en uno cede en bien de otro, e incluso de todo el universo, ya que la generación o producción de un ser supone la destrucción o corrupción de otro, cosas ambas necesarias para la conservación de las especies. Pues como quiera que Dios es provisor universal de todas las cosas, incumbe a su providencia permitir que haya ciertos defectos en algunos seres particulares para que no sufra detrimento el bien perfecto del universo, ya que si se impidiesen todos los males se echarían de menos muchos bienes en el mundo; no viviría el león si no pereciesen otros animales, ni existiría la paciencia de los mártires si no moviesen persecuciones los tiranos»[31].

            De lo que ocurre en la totalidad de lo creado se puede inferir que se da también  en el conjunto de los hombres predestinados y reprobados. «Si pues consideramos al género humano como si fuese el universo de todos los seres, en algunos hombres, los que predestina, quiso Dios representar su bondad por modo de misericordia, perdonando, y en otros, lo que reprueba por modo de justicia castigando».

           No parece que haya otro modo de explicar este tremendo misterio que por la justicia y la misericordia de Dios. Sin embargo, no queda resuelto para cada persona, pues: «por qué elige en concreto a éstos para la gloria y reprueba a aquéllos, no tiene más razón que la voluntad divina»[32].

            La razón última está en la voluntad de Dios que es amorosa y misericordiosa. Por ello, el Aquinate, a continuación, cita un pasaje de San Agustín en el que se indica que no se puede encontrar una solución completa de la razón de la elección: «”No murmuréis entre vosotros; nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no tira de él” (Jn 6, 57) ¡Gran encomio de la gracia! Nadie viene si no se tira de él. Si no quieres errar, no juzgues a ese de quien tira ni a ese de quien no, por qué tira de éste y no tira de aquél. Acéptalo una vez por todas y entenderás. ¿Aún no se tira de ti? Ora para que se tire de ti»[33].

            Seguidamente Santo Tomás vuelve aplicar la analogía con el universo de lo creado. «Algo parecido sucede también en los seres de la naturaleza. Por ejemplo, dado que la materia prima en sí misma es toda uniforme, se puede asignar la razón de por qué una de sus partes ha recibido la forma de fuego y otra la de tierra desde que Dios la creó, que es para que hubiese diversidad de especies en la naturaleza. Pero por qué esta parte de la materia recibe esta forma y aquella la otra, es cosa que depende de la simple voluntad de Dios, como de la simple voluntad del constructor depende que esta piedra esté en este sitio de la pared y aquella en el otro, aunque la razón del arte exige que una clase de piedras se coloquen en un lugar y otras en otro».

            No hay, sin embargo, arbitrariedad en Dios. «Aunque Dios prepara trato desigual para los que no son desiguales, no por ello hay iniquidad en Él. Se opondría esto a la razón de justicia, si el efecto de la predestinación fuese pago de una deuda y no un don gratuito».

            Siempre en el fondo la incomprensión de este gran misterio está el no tener en cuenta que la predestinación, con la gracia y la gloria, son absolutamente gratuitas. Por ello, concluye el Aquinate: «Precisamente cuando se trata de donaciones gratuitas puede alguien dar más o menos a quien mejor le parezca, con tal de que lo haga sin quitar a nadie lo debido y sin perjuicio de la justicia, que es lo que dice el padre de familia en Mt 20, 14s: “Toma lo que es tuyo y vete (…) ¿Acaso a mí no me es lícito hacer lo que quiero?”»[34].

Eudaldo Forment

 


 
[1] SANTO TOMÁS, Suma Teológica, I, q. 23, a. 4, ob. 3.
[2] Ibíd., I, q. 23, a. 4, ad 3.
[3] Ibíd., I, q. 19, a. 6, ad 1.
[4] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103.
[5] Ap 21, 27.
[6] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103.

 

[7] SANTO TOMÁS, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.
[8] IDEM, Suma teológica, I, q. 19, a. 6, ad 1.
[9] SAN AGUSTÍN, Manual de fe, esperanza y caridad (Enquiridon), c. 103.
[10] SANTO TOMÁS, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.
[11] IDEM, Suma Teológica, I, q. 19, a. 6, ad 3.

 

[12] IDEM, Comentario a las epístolas de san Pablo a  Timoteo, I, c. 2., lect. 1.
[13] Rm 9, 22.
[14] Mt 25, 41-42.
[15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 3, in c.
[16] San AGUSTín, Réplica a Juliano, III, c. 18, 35.
[17] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 3,  ob. 2.
[18] Ibíd., I, q. 23, a. 3, ad 2.
[19] 2 Cor 5, 15.
[20] CONCILIO DE TRENTO, Decreto sobre la justificación, canon XVII.
[21] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 2, a. 5, in c.
[22] IDEM, Cuestiones disputadas sobre la verdad, q. 14, a 11, ad 1.
[23] IDEM, Suma teológica, I, q. 23, a. 3, ob 3.
[24] Ibíd., I, q. 23, a. 3, ad 3.
[25] Ibíd., I, q. 23, a. 5, in c.
[26] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ob. 3.
[27] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ad 3.
[28] Ibíd., I, q. 2, a. 3, ad 1.
[29] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 2.
[30] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ob. 2.
[31] Ibíd., I, q. 22, a. 2, ad 2.
[32] Ibíd., I, q. 23, a. 5, ad 3.
[33] SAN AGUSTÍN, Comentarios a San Juan, Trat. 26, 2.
[34] SANTO TOMÁS, Suma teológica, I, q. 23, a. 5, ad 3.