Alimentación e hidratación

 

No podemos condenar a nadie a morir de hambre o de sed. Ni siquiera a un enfermo que esté muy grave. El Catecismo nos dice que “las personas enfermas o disminuidas deben ser atendidas para que lleven una vida tan normal como sea posible” (n. 2276).

La eutanasia directa – es decir, poner fin a la vida de personas enfermas – es moralmente inaceptable. Y se puede poner fin a la vida de los enfermos por acción o por omisión. No se puede matar, por acción o por omisión, a alguien ni siquiera para suprimir el dolor que esa persona padece.

Sí se puede, y hasta se debe, rechazar el “encarnizamiento terapéutico”, que consiste no en provocar la muerte, sino en aceptar que ya no se puede impedirla. Sería un encarnizamiento terapéutico insistir en el recurso a tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados.

¿En caso de duda quién debe decidir? Pues, ante todo, el paciente o sus representantes legales, pero no de modo arbitrario, sino tratando de velar por los intereses legítimos del paciente.

Los cuidados ordinarios debidos a una persona no se pueden interrumpir nunca. Habrá que optar, en casos difíciles, por los cuidados paliativos.

Suministrar alimento y agua a un paciente es, en principio, moralmente obligatorio. A no ser que ese suministro cause mayores molestias que las que se pretenden evitar. Y no parece irracional que este suministro básico se proporcione mediante medios “artificiales”, que no equivalen, sin más, a medios desproporcionados.

A todo paciente, salvo que empeore por ese motivo su situación, “se le deben los cuidados ordinarios y proporcionales que incluyen, en principio, la administración de agua y de alimentos, incluso por vías artificiales” (Congregación para la Doctrina de la Fe, “Respuesta a algunas preguntas propuestas por la Conferencia Episcopal Estadounidense sobre la alimentación e hidratación artificiales”, 1 de agosto de 2007).

Para evitar el dolor o el sufrimiento cabe recurrir a analgésicos, aunque ese recurso pueda abreviar – como efecto no querido – la vida del paciente. Pero la muerte del paciente no puede ser pretendida ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable ( cf Catecismo, 2279).

Hay casos que pueden llamar la atención. La ética no es una materia exacta. Siempre es preciso el juicio ponderado. Pero debemos estar atentos, para no colar como correcto, justo o bueno lo que no lo es.

No se trata de ser despiadados, no. Se trata de ser sensatos y racionales. No vaya a ser que, llevando al límite casos muy particulares, se abra, todavía más, la vía al menosprecio de la vida humana.

No es buen camino “rebajar el listón”. Debemos apostar por lo que, basándonos en la razón y en la fe, pensamos que es lo mejor.

 

Guillermo Juan Morado.