Proclamar que la oración es “una fuerza que cambia el mundo” es, desde luego, una audacia. En este caso la de los organizadores del Congreso Internacional promovido por la Fundación vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, con la colaboración de la Universidad Francisco de Vitoria y la Fundación V Centenario del nacimiento de Sata Teresa de Jesús. Precisamente la priora del Carmelo de Compiegne, escenario de la genial obra de Bernanos, Diálogo de Carmelitas, recomienda a una de sus hijas que no se extrañe si quienes ignoran a Dios la desprecian, ya que su vida debe parecer a los ojos del mundo un desperdicio.

Pero quizás no sea del todo así, porque el hombre que es leal con su propia experiencia reconoce que aquello que más profundamente desea, aquello a lo que más radicalmente aspira, está fuera del alcance de sus conquistas. Y entonces se abre ante él una disyuntiva: el cinismo, la rabia, o la apertura a un Misterio desconocido pero secretamente anhelado. “¡Dios, si existes, revélate a mí!”, grita el Innombrable en Los Novios, de Manzoni. Y esta es, ciertamente, una posición verdaderamente humana, porque la libertad del hombre alcanza su expresión suprema en la oración. Es lo que explicaba Benedicto XVI en una de sus catequesis al citar al filósofo Ludwig Wittgenstein, para quien “orar significa reconocer que el sentido del mundo está fuera del mundo”. Y siguiendo a su maestro San Agustín, el Papa Ratzinger nos ha recordado que el verdadero deseo del corazón del hombre es ya una forma de oración.

Hace pocos días, recorriendo con algunos amigos algunos lugares teresianos en Ávila, se me hacía evidente hasta qué punto la eficacia del cambio (por usar un término muy grato a nuestra cultura de la eficiencia) que ella introdujo en la historia, no pudo depender de sus fuerzas ni de su genio, menos aún de un plan bien trazado. La desproporción nos sorprende a cada paso de la vida de Teresa de Jesús, obligando a nuestra dura cerviz a inclinarse frente a la imponencia de una Gracia que ella sólo podía desear, pedir y esperar. Una de sus hijas más excelsas, Santa Teresa de Lisieux, decía con crudo realismo, frente a cualquier amago de lisonja: “cuando tengo caridad, sólo es Jesús que actúa en mí”. Es la antítesis de la exasperación típica de una forma de modernidad que siempre termina en violencia, con su pretensión de realizar mediante el poder un paraíso prediseñado (ya sea el poder de la ciencia o el de la política, como disecciona magistralmente Benedicto XVI en la encíclica Spe Salvi). La sencillez humilde y realista de ambas Teresas, disuelve la amargura expresada por el grito del pastor Bran en el drama homónimo de Ibsen: “¿No basta entonces toda la voluntad del hombre para conseguir una sola gota de salvación?”

Una auténtica civilización no nace principalmente de la convergencia potente de técnica, economía y política, aunque cada una de estas dimensiones juega un importante papel que sería estúpido menospreciar. Podríamos decir, con algo de atrevimiento, que una civilización nace en última instancia de la caridad, de una vibración de amor por el otro, de una afirmación de que la vida es un bien y debe ser cuidada. Esto también nos lo ha enseñado con gran belleza Benedicto XVI en su carta Caritas in Veritate. ¿Pero cómo podría un hombre cualquiera sostener en el tiempo esa vibración de bien, si no la desea frente a Uno más grande, si no la pide con humilde insistencia, más aún, si no la contempla ya realizada en el testimonio de otros que ya han sido cambiados por una sobreabundancia inesperada? Eso es lo que entendieron San Benito y sus monjes al establecer la Regla que ha generado el occidente cristiano. Sin oración la vida se vuelve tosca y necia, superficial y rabiosa, hastiada y violenta. El Papa Francisco nos advierte siempre de ese peligro de un pelagianismo “pret a porter”, que no es sólo cosa de eruditos y teólogos (malos) sino de cada uno de nosotros: creer que somos nosotros quienes cambiamos el mundo, quienes lo salvamos, en lugar de abrirnos a la única fuente que puede reverdecer nuestros intentos irónicos, nuestra vida entera. Sin esta apertura a la sobreabundancia de la Gracia, caemos indefectiblemente en la “mundanidad espiritual”, y se seca la única linfa que nos permite estar en las periferias del mundo sin engrosar la lista de los que lo defraudan, porque sólo se llevan a sí mismos. Escaso bagaje. Y así volvemos al inicio de este recorrido: la oración, fuerza que cambia el mundo. Una audacia, sí, y quizás también una provocación, pero en ningún caso un absurdo.